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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (23 page)

BOOK: Fuego Errante
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-¿Qué quieres decir?

-Lo que he dicho. No sé cómo lo hizo pero tiñó la nieve para colorear la flor. Por la mañana la verás.

-Quizá la haya borrado al atravesar el patio.

-Quizá -dijo ella-. Ya ha pasado casi toda la noche, pero creo que trataré de dormir un poco. Tú también pareces cansado.

Paul se encogió de hombros.

-Sólo tengo la cama de Finn -dijo ella.

-Me servirá perfectamente -.respondió, levantándose.

Algo más tarde, en la oscuridad, Paul oyó dos cosas. Una era el sonido del llanto de una madre por su hijo, y la otra, el viento que siguió soplando con fuerza creciente al amanecer.

Las voces volvieron y, como siempre, despertaron a Dan. Primero creyó que era un sueño, pero se frotó los ojos y comprobó que estaba despierto, aunque se encontraba muy cansado. Escuchó, y le pareció que esta vez había algo nuevo. Le gritaban para que saliera, como siempre sucedía, pero además las voces en el viento lo llamaban con otro nombre distinto del suyo.

Sin embargo, tenía frío y, si tenía frío en la cama, fuera moriría. Los ninos pequeños no podían salir cuando había tanto viento. Tenía mucho frío. Soñoliento, se frotó los ojos, se puso las zapatillas y fue arrastrando los pies hasta llegar a la cama de Finn.

Pero no era Finn quien estaba en ella. Una figura oscura se incorporó en la cama de Finn y le dijo:

-Sí, Darien, ¿qué quieres que haga?

Dan estaba muy asustado, pero no quería despertar a su madre, por eso no lloró. Retrocedió hasta su cama que estaba ahora incluso más fría que antes y permaneció despierto, esperando a Finn, sin entender por qué Finn, que se suponía lo quería mucho, podía haberlo abandonado. Al cabo de un rato sintió que los ojos le cambiaban de color; siempre lo notaba en su interior. Le habían cambiado mientras dibujaba la flor y ahora le estaban cambiando de nuevo; permaneció acostado oyendo en el viento las voces que lo llamaban con mayor nitidez que nunca.

TERCERA PARTE - Dun Maura
Capítulo 10

Por la mañana, una radiante expedición abandonó Paras Derval por la puerta este, conducida por dos reyes. Con ellos iban también hijos de reyes: Diarmuid dan Ailell, Levon dan Ivor y Sharra dal Shalhassan; también Matt Soren, que en otro tiempo había sido rey, y Arturo Pendragon, el Guerrero condenado a ser rey para siempre; iban además otros muchos nobles señores, y quinientos hombres de Brennin y de Cathal.

La mañana era gris bajo las grises nubes que venían del norte, pero Ajíeron el soberano rey tenía un humor excelente, liberado por fin de los ineficaces cálculos de estrategia que lo mantenían encerrado dentro de los muros. Y el optimismo que lo embargaba al sentirse liberado para entrar en acción se expandía entre los dos ejércitos como un hilo de oro.

Quería avanzar a toda prisa, pues tenía mucho que hacer aquella misma noche en Morvran, pero, apenas la compañía había rebasado los arrabales de la ciudad, se vio obligado a levantar la mano para indicar un alto.

En la pendiente norte, sobre la carretera, ladraba un perro; los ladridos cortantes y agudos atravesaban el helado aire. Y en cuanto el soberano rey hubo dado el alto, siguiendo un oscuro impulso, todos los hombres de la compañía que conocían a los perros distinguieron en sus ladridos indudables notas de alegría.

Cuando se hubieron detenido vieron que el perro de caza de color gris se lanzaba precipitadamente por la nieve hacia ellos, dando vueltas de campana en su prisa y sin dejar de ladrar.

Alíeron distinguió en el rostro de Arturo un destello de alegría. El Guerrero bajó de un salto del caballo y gritó con todas sus fuerzas:

-¡Cavalí!

Se plantó con firmeza sobre las piernas y abrió los brazos, pero igualmente fue arrojado al suelo por el salvaje salto del perro. Rodaron juntos, el perro aullando de alegría y el Guerrero fingiendo gruñidos.

En toda la compañía comenzaron a oírse sonrisas y luego risas que brotaban como flores en un pedregal.

Sin preocuparse de sus vestiduras ni de su dignidad, Arturo jugaba en la carretera con aquel perro que llamaba Cavalí, y pasó largo rato hasta que se irguió frente a la compañía. Arturo respiraba con dificultad, pero sus ojos estaban tan radiantes que Kim Ford sintió una tardía dispensa por lo que ella había hecho en la colina de Glastonbury.

-¿Es tu perro? -le preguntó Aileron con divertida ironía.

Con una sonrisa, Arturo celebró la broma. Pero su respuesta los trasladó a un lugar muy lejano.

-Así es -dijo-. Aunque en realidad lo es de cualquiera. Hace mucho tiempo fue mio, pero ahora Cavalí libra sus propias batallas. -Miró al animal que estaba

junto a él-. Y según parece ha resultado herido en algunas.

En efecto, cuando el perro se quedó quieto, pudieron ver marcas de cicatrices y desgarrones en la piel que cubría su cuerpo.

-Puedo decirte dónde se las ha hecho -dijo Loren Manto de Plata acercando su caballo a los de los reyes-. Combatió con Galadan, el señor de los Lobos, en el Bosque de Mórnir, para salvar la vida del que llamamos el Dos Veces Nacido.

Arthur levantó la cabeza.

-¿La batalla presagiada? ¿La de Macha y Nemaln?

-Sí -asintió Kim acercándose a ellos.

Los ojos de Arturo se fijaron en ella.

-¿El señor de los Lobos es uno de los que buscan la aniquilación de este mundo?

-Así es -contestó ella-. Por causa de Lisen del Bosque que lo rechazó a él por Amairgen.

-No me importa el motivo -dijo Arturo con gran frialdad en su voz-. ¿Son sus lobos los que vamos a cazar?

-Así es -dijo ella.

Él se dirigió a Aileron.

-Mi señor rey, yo tenía una razón para salir de caza antes: olvidar un pesar. Pero ahora tengo una segunda razón. ¿Hay sitio en tu jauría para otro perro?

-Hay un lugar de honor -respondió Aileron-. ¿Nos guiarás ahora?

-Cavalí lo hará -dijo Arturo montando mientras hablaba.

Sin mirar atrás el perro empezó a correr.

Ruana entonó el kanior por Ciroa, pero sin respetar el debido ritual. Tampoco lo había hecho al entonarlo por Taieri, pero al acabar el canto añadió también la coda pidiendo perdón por eso. Estaba muy débil y sabía que no tenía la fuerza necesaria para levantarse y llevar a cabo los consabidos ritos incruentos en la mitad del kanior. Iraima cantaba con él, por lo que daba gracias, pero Ikatere se había sumido en el silencio y yacía en su hueco respirando con esfuerzo. Ruana sabía que su fin estaba cerca y sentía un gran dolor, pues Ikatere había sido un excelente compañero.

Estaban quemando a Ciroa en la boca de la caverna; entraban el humo y el olor de la carne quemada. Ruana empezó a toser y rompió el ritmo del kanior. Pero Iralma lo sostuvo; de otro modo habría tenido que empezar desde el principio: había una coda para suspender los ritos incruentos, pero no para interrumpir el canto.

Luego descansó un momento y después, solo, entonó un débil canto: la canción de amonestación y la canción de salvación, una tras otra. Su voz era muy diferente a como había sido en los días en que los de las otras cavernas acudían a pedirle que dirigiera el kanior en honor de los muertos. A pesar de eso seguía cantando: el silencio habría significado la última renuncia. Sólo mientras cantaba podía impedir que su mente se extravíara. No estaba seguro de cuántos quedaban en la caverna, y no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo en las otras. Ninguno había llevado la cuenta durante muchos años, y estaban sumidos en la oscuridad.

La dulce voz de Iraima se le unió en la tercera estrofa de la canción de amonestación, y entonces su corazon se volvió rojo y dorado por el pesar y el amor al oír que la voz de Ikatere se unía a las suyas por algunos instantes. No hablaban, pues las palabras eran duras, pero Ruana bajó su tono para entrelazarse con el de Ikatere; sabía que su amigo lo entendería.

Y después, en la sexta estrofa, mientras el crepúsculo iba cayendo fuera, en la colina donde acampaban sus captores, Ruana conectó con otra mente mientras entonaba la canción de salvación. De nuevo estaba cantando solo. Reuniendo lo poco que en él quedaba, dirigió el canto a un punto muy claro, aunque le costó muchísimo, y lo envió como un rayo de luz hacia la mente que había encontrado.

Luego esa mente se asió con fuerza al rayo de luz que él había arrojado y le devolvió, sin esfuerzo, el sonido de una risa, y el ánimo de Ruana se ennegreció porque supo a quién había encontrado.

«¡Loco!», oyó decir como si unas lanzas le desgarraran las entrañas. «¿Acaso pensabas que no te envolvería? ¿Adónde crees que han llegado tus débiles cantos?»

Se alegró de haber cantado él solo, así los demás no tendrían que soportar aquello. Buscó en su interior, deseando poder sentir odio y rabia, aunque debería expiar por tener tal deseo. Transmitió a través del rayo de luz el canto que había compuesto: «Eres Rakoth Maugrirn. Yo pronuncio tu nombre.»

Se sintió herido por la risa que le golpeaba mentalmente. «Hace tiempo que yo me he nombrado a mí mismo. ¿Qué poder obtendrías de pronunciar mi nombre, loco de una raza de locos? Ni siquiera sois dignos de ser esclavos»

«No podemos ser esclavos», transmitió Ruana. Y después agregó: «Sathaln». El nombre de escarnio.

En su mente estalló fuego. Rojo y negro. Se preguntaba si podría conseguir que el otro lo matara. Entonces podría…

Se oyó la risa otra vez. «No conseguirás proferir una maldición de sangre. Estás perdido. Todos vosotros. Y ninguno entonará el kanior por el último. Si hubieras hecho lo que os pedí, habríais sido de nuevo poderosos en Fionavar. Ahora arrancaré vuestro hilo del Tapiz y lo usaré de bufanda»

«Nunca esclavos«, transmitió Ruana muy débilmente. Se oyó una risa. Luego se rompió el vinculo del canto.

Durante mucho tiempo, Ruana yació en la oscuridad, ahogado por el humo de la pira de Ciroa y por el olor de la carne y los ruidos que aquellos impíos hacían mientras la comían.

Luego, puesto que no tenía nada más que ofrecer, no podía acceder a nada más, y no quería morir en silencio, Ruana comenzó a cantar de nuevo, y con él Iraima y el muy amado Ikatere. Luego su corazón, de negro, se colocó en dorado al oír la voz de Tamure. A cuatro voces entonaron el canto grande, sin esperar que fuera tan lejos como debería ir, pues estaban envueltos por el Desenmarañador y se encontraron sin fuerzas; sin esperar que llegara hasta alguien, sino porque no querían morir en silencio, ni como siervos, ni como esclavos, aunque su hilo fuera arrancado del Telar y se perdiera para siempre en la Oscuridad.

Jennifer comprendió que su destino era muy distinto del de Arturo, aunque estuvieron eternamente unidos. Ahora lo recordaba. En el momento en que vio su rostro lo había recordado todo; las estrellas de sus ojos no eran nuevas para ella, pues ya las había visto antes.

Ninguna maldición tan tenebrosa como la de él había recaído sobre ella, pues ni un destino tan alto, ni un hilo en el Tapiz, había sido unido a su nombre. Ella sólo era el agente del destino de él, la hacedora de su amargo pesar. Ella había muerto; había muerto en la abadía, en Amesbury; se extrañaba ahora de no haberse dado cuenta de todo eso en Stonhenge. Había logrado el descanso, el regalo de la muerte, y no sabia cuántas veces había regresado para despedazarlo a él, por los niños y por el amor.

Intentando recordar aquella primera vida, no tenía idea de cuándo había sido Ginebra, hija de Leodegrance, y había cabalgado para casarse en Camelot, lugar ahora perdido y considerado sólo un sueño.

Había sido un sueño, pero también algo más que eso. Había llegado a Camelot desde el palacio de su padre, y allí había hecho lo que había hecho, había amado como había amado, había roto un sueño y había muerto.

Sólo se había enamorado dos veces en su vida, de los dos hombres más esplendorosos del mundo. El segundo no era menos resplandeciente que el primero. No lo era, pese a lo que se hubiera dicho después. Y los dos hombres también se habían amado uno al otro, haciendo así todos los ángulos iguales y perfectamente trazados para la tragedia.

La historia más triste de todos los cuentos jamás contados.

Pero, se decía a si misma no podría repetirse de nuevo esta vez, en Fionavar. El no está aquí, había dicho ella, y lo sabía con certeza, pues de ninguna otra cosa estaba más segura que de eso. No había ningún tercero caminando por allí, con sus envidiados y ágiles pasos, con las manos que tanto había amado. He sido mutilada pero, por lo menos, no te traicionaré, le había dicho, mientras caía una lluvia de estrellas.

Y no lo haría. Todo era muy distinto allí, completamente distinto. Rakoth Maugrim había extendido su sombra entre los dos, a través de la lanzadera del Tejedor en el Telar, y todo se había hundido. No más penas, nunca más, para ella que había visto la tenebrosidad de Starkadh, pero si no podía cruzar esa sombra para amarlo, tampoco le rompería el corazón como antes había hecho.

Permanecería donde estaba. Rodeada por las sacerdotisas vestidas del mismo tono gris con el que se había recubierto el alma, caminaría entre las mujeres del santuario mientras Arturo luchaba contra la Oscuridad por amor a ella, porque la había perdido, y también por los niños.

Eso la llevó a pensar en Darien, mientras recorría los apacibles salones del santuario. Y en aquellos con los que al parecer se había reconciliado. En el comportamiento de Paul, a quien nunca había entendido, pero en el que ahora confiaba. Ella había hecho lo que había hecho y ya verían adónde conducía ese camino.

La pasada noche, Jaelle le había hablado de Finn y habían permanecido juntas un rato. Su corazón se había entristecido por aquel muchacho arrebatado entre las frías estrellas. Luego, muy tarde, Kevin había llamado a las puertas del templo, había ofretido sangre,

como debían hacer. todos los hombres, y les había dicho que Paul estaba con el niño y que por tanto todo iba bien, todo lo bien que podía ir.

Jaelle los había dejado solos, y Jennifer se había despedido de Kevin, que salía por la mañana hacia el este. No podía ofrecerle nada en respuesta a la inquieta intensidad de su mirada, pero ahora su dulzura podía comunicar con la tristeza que ella había visto siempre en sus ojos.

Luego, por la mañana, Jaelle también se había marchado, dejándola a ella en el apacible templo más serena de lo que nunca soñó llegar a estar, hastael momento en que oyó llorar a alguien con desesperación en una retirada alcoba cerca de la cúpula.

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