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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (24 page)

BOOK: Fuego Errante
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La alcoba no tenía puerta; al pasar por delante, miró y se detuvo al ver que era Leila quien lloraba. Iba a retirarse, porque el dolor surgía descarnadamente y sabia que la muchacha era muy orgullosa, cuando Leila levantó la vista del banco donde estaba sentada.

-Lo siento -dijo Jennifer-. ¿Puedo hacer algo por ti o prefieres que me vaya?

La muchacha, a la que recordaba jugando al ta’kiena, la miró con los ojos llenos de lágrimas.

-Nadie puede hacer nada por mi -dijo-. He perdido al único hombre al que amaba.

Pese a su compasión y a su apacible serenidad, Jennifer tuvo que hacer esfuerzos por no sonreír. La voz de Leila estaba tan sobrecargada por el desespero de la adolescencia que Jennifer recordó las aflicciones por las que ella misma había pasado a esa edad.

Pero ella jamás había perdido a nadie de la forma en que la joven acababa de perder a Finn, ni jamás había estado sintonizada con alguien de la forma en que lo habían estado Leila y Finn. Se le pasaron las ganas de reír.

-Tienes motivos para llorar. Lo siento -repitió de nuevo-. ¿Te servirá de consuelo el que te diga que el tiempo lo mitiga todo?

Como si apenas la hubiera oído, la muchacha murmuró:

-En el solsticio de invierno, dentro de medio año, me preguntarán si quiero ser consagrada con estos hábitos. Aceptaré. No amaré a ningún otro hombre.

Era sólo una niña, pero en su voz Jennifer leyó una firme resolución.

Se sintió conmovida.

-Eres muy joven -le dijo-. No dejes que la pena te aleje tan rápidamente del amor.

La joven la miró.

-¿Y eres tú quien me habla así? -dijo.

-Eso es injusto -respondió Jennifer tras un crispado silencio.

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Leila.

-Quizá -dijo-, pero, ¿cuántas veces has amado tú? ¿Acaso no lo has estado esperando durante toda tu vida? Y ahora que Arturo está aquí, tienes miedo.

Había sido Ginebra y era capaz de hacerle frente a aquella situación. El enfado tenía demasiados colores, por eso dijo con suavidad:

-¿Es eso lo que te parece?

Leila no esperaba semejante tono.

-Si -dijo, pero esta vez sin aquel tono desafiante.

-Eres una niña muy inteligente -dijo Jennifer-. Quizá no seas sólo una niña. No estás del todo equivocada, pero no debes atreverte a juzgarme, Leila. Hay pesares mayores y menores; estoy tratando de encontrar los menores.

-Pesares menores -repitió Leila-. ¿Y dónde está la felicidad?

-No aquí -contestó Jennifer.

-Pero ¿por qué? -Era la pregunta de una criatura herida.

Se sorprendió a si misma al contestar:

-Porque lo rompí en pedazos una vez, hace tiempo. Y porque yo fui rota en pedazos aquí, la primavera pasada. El está condenado a la infelicidad y a la guerra, y yo no puedo cruzar hasta él, Leila. Aunque lo hiciera, terminaría por destrozarlo. Siempre lo hago.

-¿Es que debe repetirse siempre la historia?

-Una y otra vez -dijo ella. La eterna leyenda-. Hasta que se le conceda el descanso.

-Entonces, concédeselo -dijo Leila con sencillez-. ¿Cómo va a redimirse él si no es a través del dolor? ¿De qué otra forma puede ser? Concédele el descanso.

Al oir estas palabras, pareció que toda la antigua aflicción la alcanzaba de nuevo. El dolor estaba coloreado con todos los mafices de la culpabilidad y de la pena, y también con el recuerdo del amor, del amor y del deseo, y…

-¡No soy yo quien puede concedérselo! -gritó-. ¡Los quiero a los dos!

Resonó el eco. Estaban muy cerca de la cúpula y el sonido retumbó con fuerza. Leila abrió mucho los ojos.

-Lo siento -dijo-. Lo siento mucho.

Y corrió para esconder su cabeza en el pecho de Jennifer, que había viajado por mares más profundos que los que ella conocía.

Mientras acariciaba lentamente sus cabellos, Jennifer vio que las manos le temblaban. Sin embargo era la muchacha la que lloraba y ella la que tenía que consolarla. Una vez, en otro tiempo, ella había estado en el jardín del convento de Amesbury cuando llegó un mensajero, hacia la puesta del sol. Luego, al aparecer las primeras estrellas, ella había consolado a las otras mujeres, que se iban reuniendo con ella en el jardín, llorando ante la noticia de la muerte de Arturo.

Hacía mucho frío. El lago estaba helado. Mientras llegaba a la orilla norte junto a las sombras del bosque, Loren se iba preguntando si tendría que recordarle al rey la tradición. Pero, una vez más, Aileron lo llenó de sorpresa. Cuando llegaron al puente sobre el río Latham, el mago lo vio dar la señal de alto. Sin mirar atrás, el rey retuvo su montura hasta que se le adelantó Jaelle sobre un caballo gris pálido. Arturo llamó al perro a su lado. Luego la suma sacerdotisa cruzó el puente para conducirlos hacia Gwen Ystrat.

El río también estaba helado. En cierto modo, el bosque los protegía del viento, pero, bajo las amontonadas nubes grises de la última hora del atardecer, la tierra aparecía severa y triste. Loren Manto de Plata sentía en su corazón una creciente destemplanza a medida que, por primera vez en su vida, se adentraba en la provincia de la Madre.

Cruzaron el segundo puente, sobre el río Khan, que también desembocaba en el lago Leinan. La carretera torcía hacia el sur y se alejaba del bosque donde estaban los lobos. Los cazadores echaban ojeadas por encima de los hombros a los árboles de invierno. Sin embargo, los pensamientos de Loren estaban muy lejos. Contra su voluntad se dio la vuelta y miró hacia el este. Allí, en la distancia, se levantaban las montañas de la Sierra de Carnevon, helada e impávida guarda de Khath Meigol, donde estaban los fantasmas de los paraikos. Las montañas eran muy hermosas, pero apartó su mirada de ellas y la dirigió hacia otro lugar más cercano, a dos días de caballo, sólo más allá de las colinas más cercanas.

Era difícil precisarlo por el oscuro color gris del cielo, pero le pareció que se levantaba humo de Dun Maura.

-Loren -dijo Matt de pronto-, creo que, por causa de la nieve, hemos olvidado algo.

Loren se volvió hacia su fuente. El enano nunca se sentía cómodo a caballo, pero la expresión ceñuda de su cara mostraba algo más que incomodidad. Y lo mismo mostraba la de Brock, que cabalgaba junto a Matt.

-¿De qué se trata?

-Maidaladan -dijo el enano-. El solsticio de verano es mañana por la noche.

Un juramento se escapó de la boca del mago. Poco después, sin darse apenas cuenta, estaba rogando de todo corazón al Tejedor en el Telar para que Gereint de los dalreis, de quien había sido la idea de que se encontraran allí, supiera lo que estaba haciendo.

El único ojo de Matt escrutaba con atención y la mirada de Loren examinaba otra vez hacia el este. ¿Humo o las sombras de las nubes? No sabría decirlo.

Y en aquel momento sintió la primera agitación de deseo.

Por su entrenamiento estaba preparado para resistir, pero a los pocos segundos supo con seguridad que ni siquiera los seguidores de la ciencia de los cielos de Amairgen serían capaces de negar el poder de Dana en Gwen Ystrat, y mucho menos la noche antes de Maidaladan.

La compañía seguía a la suma sacerdotisa a través de Morvran mientras caía la nieve. Había gente en las calles. Se inclinaban a su paso, pero no aplaudían. No era un día para aplausos. Más allá de la ciudad estaba el templo, y Loren y Matt vieron que las nueve mormae, vestidas de rojo, los esperaban allí. Detrás, a un lado, estaba Ivor de los dalreis y el ciego chamán, Gereint; más allá, con el alivio pintado en sus rostros, estaban Teyrnon y Barak. Al verlos a ambos, sintió que en parte se disipaba su inquietud.

Delante de todos se erguía una mujer de un metro ochenta de altura, ancha de hombros y de cabellos grises, con la espalda muy recta y la cabeza alzada con gesto arrogante. También iba vestida de rojo, y Loren supuso que tenía que tratarse de Audiart.

-Bendita sea la hora de tu retorno, primera entre las de la Madre -dijo con fría cortesía.

Su voz era demasiado profunda para una mujer. Jaelle estaba delante de ellos y Loren no podía verle los ojos. Incluso en aquel encapotado atardecer sus cabellos rojos resplandecían, y en la cabeza llevaba una diadema de plata. Audiart, no.

Tuvo tiempo de observar todo esto porque Jaelle tardaba en contestar a la otra mujer. De pronto un pájaro salió volando del muro del templo, tras las mormae, y el batir de sus alas se oyó con toda claridad en el silencio.

Luego Jaelle sacó delicadamente el pie calzado con botas del estribo de la silla y se lo tendió a Audiart.

A pesar de la distancia, Loren vio que ésta palidecía, mientras un leve murmullo se levantaba entre las mormae. Por un instante, Audiart permaneció inmóvil, con los ojos fijos en el rostro de Jaelle; luego dio dos largos pasos y ahuecó las manos al caballo de la suma sacerdotisa para ayudarla a desmontar.

-Sigue -murmuró Jaelle y, dándole la espalda, entró en el templo entre las mormae vestidas de rojo. Loren vio que, una a una, todas se arrodillaban para recibir su bendición. Juzgó que todas le doblaban la edad. Poder sobre poder, pensó, sabiendo que aún vendría mas.

Audiart hablaba de nuevo.

-Sé bienvenido, Guerrero -dijo; había timidez en su voz pero no se arrodilló-. Gwen Ystrat da la bienvenida al que fue coronado por tres reinas en Avalon.

Gravemente y en silencio Arturo asintió con la cabeza.

Audiart dudó un momento como si esperara alguna otra respuesta. Luego, se dirigió despacio hacia Aileron, cuyo rostro bajo la barba había permanecido impasible mientras esperaba, y le dijo:

-Me alegro de que hayas venido. Han pasado muchos años desde la última vez que un rey de Brennin vino a Gwen Ystrat durante el solsticio de verano.

Había levantado la voz y Loren oyó que un súbito murmullo se levantaba entre los hombres; también vio que Aileron no había caído en cuenta del día en que estaban. Era el momento de intervenir.

Avanzó hasta situarse junto al soberano rey, y dijo con voz sonora:

-No me cabe la menor duda de que los ritos de la diosa se llevarán a cabo como siempre, pero no son de nuestra incumbencia. Tú le pediste ayuda al soberano rey y él ha venido para dártela. Mañana habrá una batida de lobos en el bosque de Leinan.

La miró fijamente sintiendo que la cólera antigua se despertaba en él, y luego continuó diciendo:

-También hemos venido por una segunda razón, que cuenta con la aprobación y el asentimiento de la suma sacerdotisa. Quiero que quede muy claro que los rituales del Maidaladan no deben interferir con ninguna de las dos cosas que hemos venido a hacer.

-¿Acaso un mago se atreve a dar órdenes en Gwen Ystrat? -preguntó ella con voz cortante.

-Es el soberano rey quien lo hace. -Tras recobrarse de la sorpresa, Aileron hablaba en tono contundente-. Y como guardiana de mi provincia de Gwen Ystrat te hago responsable de que todo se llevará a cabo tal como te ha ordenado mi primer mago.

A Loren no le cupo la menor duda de que ella se vengaría.

Pero antes de que Audiart pudiera hablar, llegó hasta ellos el sonido de una sonora carcajada. Loren miró hacia allí y vio que Gereint, balanceándose hacia atrás y hacia adelante sobre la nieve, se reía alborozadamente.

-¡Ay, joven! -exclamó el anciano-. ¿Todavía sigues siendo tan impesuoso en tus pasiones? ¡Acércate! Hace mucho tiempo que no palpo tu rostro.

Loren tardó un momento en comprender que Gereint se estaba dirigiendo a él. Con una añoranza que le hizo retroceder más de cuarenta años, desmontó del caballo.

En el preciso instante en que tocó el suelo sintió otro estremecimiento de deseo, esta vez aún más profundo. Apenas pudo disimularlo y vio que la boca de Audiart se fruncía de satisfacción. Reprimió el impulso de decirle algo en verdad desagradable. Avanzó hacia donde se encontraban los dalreis y abrazó a Ivor como a un viejo amigo.

-Te encuentro espléndido -le dijo-. Revor estaría muy orgulloso de ti.

El rechoncho Ivor sonrió.

-No tanto como Amairgen lo estaría de ti, primer mago.

Loren sacudió la cabeza.

-Todavía no lo soy -dijo lacónicamente-. No hasta que el último primer mago haya muerto y yo haya maldecido sus huesos.

-¡Siempre tan impulsivo! -dijo Gereint de nuevo, como si en modo alguno se sintiera defraudado.

-¡Ojalá se cumplan mis deseos, anciano! –replicó Loren en voz baja para que nadie, excepto Ivor, pudiera oírlo-. A menos que tú puedas decir que no compartes mi maldición.

Esta vez Gereint no rió. Sus cuencas vacías se dirigieron hacia Loren y sus nudosos dedos recorrieron la cara del mago. Se le había acercado mucho para hacerlo y por eso habló en un susurro:

-Si el odio de mi corazón pudiera matar, Metran estaría muerto más allá del poder resucitador de la Caldera. No olvides que él también fue mi discipulo.

-Lo recuerdo -murmuró el mago mientras sentía que las manos del otro acariciaban su rostro-. ¿Por qué estamos aquí, Gereint, justo en vísperas del Maidaladan?

El chamán dejó caer sus manos. Loren oyó que en retaguardia se estaban dando órdenes y que los hombres se dispersaban hacia los alojamientos que se les había asignado en el pueblo. Teyrnon se les acercó con una sonrisa en su rostro bonachón de inteligente mirada.

-Tenía pereza -dijo Gereint-. Hacia frío y Paras Derval estaba muy lejos.

Nadie dijo palabra ni se rió, ni siquiera Ivor. Luego el chamán continuó en tono más solemne:

-Te referiste a dos motivos, joven: los lobos y nuestro ruego. Pero sabes tan bien como yo, sin la menor duda, que la diosa siempre actúa de tres en tres.

Ni Loren ni Teyrnon replicaron nada. Ninguno de ellos miró hacia el este.

El anillo permanecía tranquilo, lo cual era una bendición. Se sentía completamente exhausta por lo que había tenido que hacer la noche de la víspera. No estaba segura de poder vérselas de nuevo con el fuego tan pronto, aunque lo había estado esperando desde el preciso momento en que atravesaron el primer puente. Latía mucho poder en torno, podía sentirlo, aunque la piedra verde del vellin que llevaba en la muñeca la protegiera del poder mágico.

Luego, mientras la atractiva Audiart habló del solsticio de verano, la parte de Kim que pertenecía a Ysanne, y que por tanto compartía su sabiduría, comprendió de dónde procedía el poder.

Sin embargo no podía evitarlo. Aquel lugar, Dun Maura, no tenía nada que ver con el poder de la vidente, ni siquiera con el Baelrath. Cuando la compañía comenzó a disolverse y vio que Kevin se internaba a caballo en Morvran con Brock y dos de los hombres de Diarmuid, Kim siguió a Jaelle y a los magos dentro del templo.

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