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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (31 page)

BOOK: Fuego Errante
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Ella se echó a reír. Era una risa amable, indulgente, tierna; la risa de una madre que acuna a su hijo.

-Bienamado -dijo ella-. Oh, bienvenido seas de nuevo, Liadon. Bienamado Hijo… Maidaladan. Ella te amará, te amará.

Y la Guardiana del Umbral, anciana pero ya no decrépita, puso un dedo sobre la herida y él sintió que la piel se cicatrizaba y la sangre dejaba de manar bajo su caricia.

Se puso de puntillas y lo besó en los labios. El deseo se desbordó en él como una ola bajo el viento huracanado.

-Mil doscientos años separan la reclamación de mi deuda y el sacrificio libremente consumado -dijo ella con los ojos llenos de lágrimas-. Ve ahora. La medianoche nos protege. Sabes adónde ir; lo recuerdas. Vierte el cuenco y el deseo de tu corazón, Bienamado. Ella estará allí. Vendrá con presteza a tu encuentro como hizo cuando el primer jabalí señaló al primero de todos sus amantes.

Mientras hablaba los largos dedos lo despojaban de su ropa.

Deseo, poder, la cresta de la ola. Él era la fuerza que latía tras la ola y la espuma cuando aquélla rompía. Sin decir palabra, se dio la vuelta, recordando perfectamente el camino, cruzó la cámara llevando la sangre en el cuenco de piedra y llegó hasta el extremo opuesto. Hasta el mismo borde del abismo.

Desnudo como había estado en el útero, se detuvo un momento allí. Esta vez no dejó que su mente se remontara a las cosas que había perdido, sino que concentró todo su ser en el único deseo de su corazón, en el único regalo que de ella solicitaba a cambio, y derramó la sangre que contenía el cuenco en el oscuro abismo, para pedirle a Dana que acudiera desde las raíces de la tierra en aquella noche del solsticio de verano. Tras él, en la sala, el resplandor se apagó por completo. Aguardó expectante en medio de la oscuridad; sentía en su interior un poder enorme, un inmenso anhelo. El anhelo que había sentido toda su vida lo había conducido a ese lugar, a ese preciso lugar, a esa sima. Dun Maura. Maidaiadan. El deseo de su corazón. El jabalí. La sangre. El perro allí fuera, en la nieve. La luna llena. Todas las noches, todos los viajes a través de todas las noches de amor. Ahora por fin.

Ahora por fin ella había llegado, y era más que nada en el mundo, más que todo. Ella estaba allí, y estaba allí en la oscuridad por él, suspendida en el aire sobre el abismo.

-Liadon -susurró ella y él se sintió arder en el ronco deseo que latía en aquella voz.

Luego, para consumarlo, para darle forma, pues ella lo amaba y lo amaría, susurró:

-Kevin, ¡oh, ven!

Y él saltó.

Ella estaba allí y sus brazos lo abrazaron en la oscuridad mientras lo reclamaba como suyo. Le pareció que flotaba un momento, y luego comenzó la larga caída. Las piernas de ella lo entrelazaron; él buscó y encontró sus pechos. Le acarició las caderas, los muslos; sintió que ella se le abría bajo las caricias como una flor, y se sintió a si mismo penetrándola exultante. Cayeron los dos. No había luz, ni muros. La boca de ella sonaba al besarlo. El empujó y la oyó gemir; oyó sus propios jadeos y sintió que la tormenta estallaba. Sintió el poder y supo que aquello era el destino por el que había vivido; oyó que Dana pronunciaba su nombre, todos sus nombres en todos los mundos, y sintió que explotaba dentro de ella, con el fuego de su semilla. En un éxtasis transfiguranre ella llameó resplandeciente; ardía con lo que él le había dado y, a la luz del deseo de ella, él vio que la tierra se alzaba para recogerlo en su seno, y supo que había llegado a casa, al final de su viaje. El final del anhelo, mientras el suelo se precipitaba a su encuentro y los muros ondeaban. No se arrepentía; sentía mucho amor y poder, una cierta esperanza, deseo saciado y una sola pena por la que entristecerse en el último medio segundo, cuando por fin la tierra se alzó a su encuentro.

Abba, pensó. Todo había acabado.

En el templo, Jaelle se despertó. Se incorporó en el lecho y aguardó. Poco después oyó de nuevo aquel sonido, y esta vez estaba despierta, no había posibilidad de error. No para ella, no en aquella noche. Era la suma sacerdotisa, iba vestida de blanco y permanecía inmaculada, pues tenía que haber alguien sintonizada a la Madre para que pudiera oir el grito si se producía. De nueyo volvió a oír el sonido que nunca había esperado oír, un grito que no había sido proferido durante tanto tiempo que ningún ser vivo podía reconocer. ¡Oh!, el ritual había sido cumplido; se había celebrado todas las mañanas tras el Maidaladan, desde que el templo había sido construido enGwen Ystrat. Pero el lamento de las sacerdotisas a la salida del sol era algo diferente; era sólo un símbolo, un recuerdo.

La voz que había sonado en su mente era completamente distinta. Era un lamento por una pérdida en absoluto simbólica; era el lamento por el Bienamado Hijo. Jaelle se levantó, consciente de que estaba temblando, sin poder creer todavía lo que oía. Pero el sonido era fuerte y convincente, cargado de un dolor atemporal; ella era la suma sacerdotisa y comprendió lo que acababa de suceder.

Había tres hombres durmiendo en la habitación de al lado, pero ninguno de ellos se movió cuando ella pasó por allí. No salió al corredor, sino que salió por una puerta más pequeña y, descalza pese al frío, recorrió deprisa un estrecho pasillo y abrió otra puerta que había al final.

Estaba en la sala abovedada, detrás del altar y del hacha. Se detuvo. Pero en su interior resonaba la voz, urgente y exultante; pese al dolor, seguía resonando.

Era la suma sacerdotisa. Era la noche del Maidaladan, y, aunque pareciera imposible, el sacrificio acababa de consumarse. Puso sus manos sobre el hacha que sólo la suma sacerdotisa podía levantar. La separó de la peana, la alzó y luego la dejó caer sobre el altar. El sonido resonó. Cuando enmudeció, pronunció unas palabras que resonaron en lo más profundo de su ser:

-Rahod hedai Liadon -gritó Jaelle-. Liadon ha muerto de nuevo.

Sollozó. La pena desbordaba su corazón. Supo que todas las sacerdotisas de Fionavar la habían oído. Era la suma sacerdotisa.

Todos en el templo se despertaron. Acudieron corriendo somnolientos, y la vieron a ella, con las vestiduras rasgadas, la cara llena de sangre y el hacha levantada de su peana.

-¡Rahod hedai Liadon! -gritó de nuevo Jaelle, sintiendo que las palabras surgían de lo más profundo de su ser.

Las mormae la rodearon; vio cómo rasgaban sus vestiduras y se arañaban la cara con un dolor desesperado y oyó que alzaban sus voces para proferir los lamentos que ella había proferido.

Junto a ella lloraba una acólita que le traía su manto y sus botas. Con predpitación, la suma sacerdotisa se los puso. Luego se apresuró a conducirlas a todas hacia el este, hacia el lugar donde se había consumado el sacrificio. Había algunos hombres en la habitación –los dos magos, los reyes-, también con los ojos llenos de lágrimas. Se hicieron a un lado para abrirle paso, pero una mujer no lo hizo.

-Jaelle -dijo Kirn-. ¿Quién ha sido?

Ella apenas aminoró el paso.

-No lo sé. ¡Vamos!

Salieron del templo. Las luces de Morvran estaban encendidas y por la larga calle que venía de la ciudad vio que las sacerdotisas acudían a su encuentro corriendo. Le trajeron el caballo. Montó y sin esperar a nadie tomó el camino hacia Dun Maura.

Todos la siguieron. Algunos caballos iban montados por dos jinetes pues los soldados llevaban a grupas a las sacerdotisas que habían saltado de sus camas llorando. Era pleno verano y pronto amanecería. El alba griseaba cuando llegaron frente a la cueva y vieron el perro.

Arturo desmontó y avanzó hacia Cavali. Por un momento contempló los ojos de su perro; luego se irguió y miró hacia la cueva. En la entrada, Jaelle se arrodilló entre las flores que ahora se abrían rojas sobre la nieve; las lágrimas corrían por sus mejillas.

El sol salió.

-¿Quién? -preguntó Loren Manto de Plata-. ¿Quién ha sido?

Se había congregado gran cantidad de gente, y se miraban unos a otros en la primera luz de la mañana.

Kim cerró los ojos.

Por doquier las sacerdotisas de Dana entonaban un canto por la muerte de Liadon; primero de forma desordenada, luego todas a coro.

-¡Mirad! -dijo Shalhassan de Cathal-. ¡La nieve se está fundiendo!

Todos miraron excepto Kim.

Oh, mí querído amigo, pensó Kimberly. El murmullo se iba convirtiendo en un rugido. Dolor e incredulidad, el comienzo de una desesperada alegría. Las sacerdotisas gemían entre el dolor y el éxtasis. El sol brillaba sobre la nieve derretida.

-¿Dónde está Kevin? -preguntó Diarmuid con voz áspera.

«Dónde, oh, dónde. Oh, querido amigo»

CUARTA PARTE - Cader Sedat
Capítulo 12

Como era el mayor de tres hermanos, Paul Schafer tenía una idea aproximada de cómo tratar con niños. Pero una idea aproximada no iba a servirle de mucho con semejante criatura. Por la mañana, Dan se convirtió en su problema personal, pues Vae ya tenía bastante con sus desgracias: llorar la pérdida de un hijo y escribir una difícil carta a la Fortaleza del Norte.

Él, tras prometerle su ayuda para que esa carta llegara a destino, se llevó a Dan fuera de la casa para jugar con él. Mejor dicho, para pasear sobre la nieve, porque el muchacho, que aparentaba a juicio de Paul unos siete u ocho años, no tenía humor para jugar y tampoco parecía confiar demasiado en Paul.

Acordándose de cómo eran sus hermanos quince años atrás, Paul comenzó a hablarle. No intentó forzarlo a decir o a hacer algo, ni intentó cogerlo en brazos; se limitó a hablarle, y no como haría con un niño.

Le habló de su mundo y de Loren Manto de Plata, el mago que podía viajar de un mundo a otro. Le habló de la guerra, de por qué Shahar, su padre, había tenido que marchase del hogar; de cómo otros hombres habían abandonado también a sus mujeres y a sus hijos para combatir con la Oscuridad.

-Pero Finn no era un hombre -dijo Dan. Y éstas fueron las primeras palabras que pronunció aquella mañana.

Estaban en pleno bosque, siguiendo un tortuoso sendero. A la izquierda se veían los reflejos del lago, el único -adivinaba Paul- de Fionavar que no se había helado. Miró al niño, sopesando las palabras.

-Algunos muchachos -dijo- se convierten en hombres antes que los demás. Finn era de ésos.

Dan, que llevaba un abrigo azul, bufanda, mitones y botas, lo miró pensativo. Tenía los ojos muy azules. Al cabo de un buen rato pareció haber tomado una decisión.

-Puedo hacer una flor en la nieve -dijo.

-Lo sé -dijo Paul sonriendo-. Con un palo. Tu madre me ha dicho que ayer hiciste una.

-No necesito ningún palo -dijo Danien.

Se alejó unos pasos e hizo con la mano un gesto hacia la nieve no hollada del sendero que se extendía ante ellos. El gesto de la mano en el aire se duplicó en la nieve. Paul vio cómo la silueta de una flor iba tomando forma.

-Es… magnífico -dijo con la mayor calma que pudo, mientras en su cabeza sonaban timbres de alarma.

Darien ni se volvió a mirarlo. Con otro movimiento, que ya no era un trazo, sino un simple gesto de los dedos, coloreó la flor que había dibujado. Los pétalos eran de color azul verdoso y el botón era rojo.

Rojo como los ojos de Darien mientras lo hacía.

-Es magnífico -logró repetir Paul.

Luego se aclaró la garganta y añadió:

-¿Quieres que volvamos a casa para almorzar?

Habían caminado largo rato y de regreso Darien se sintió cansado y le pidió que lo cogiera en brazos. Paul se lo subió a los hombros y lo hizo botar y balancear gran parte del camino. Dan se echó a reír por primera vez con una risa alegre, de niño.

Después de que Vae le hubo dado de almorzar, Dan durmió casi toda la tarde. Al atardecer estaba muy callado. A la hora de la cena, Vae, sin preguntar nada, dispuso tres servicios en la mesa. Ella tampoco hablaba demasiado; tenía los ojos enrojecidos, aunque Paul no la había visto llorar. Cuando el sol se puso, encendió las velas y avivó el fuego. Paul acostó al niño y lo hizo reír de nuevo haciéndole sombras chinescas sobre la pared, antes de correr las cortinas de la cama.

Luego le dijo a Vae lo que había decidido hacer y poco después ella comenzó a hablarle en voz muy baja de Finn. El la escuchaba sin decir nada. Por fin comprendió algo, aunque le costó mucho, pues era muy lento para estas cosas; se acercó a ella y la abrazó. Ella dejó de hablar e, inclinando la cabeza, se echó a llorar.

Pasó esa segunda noche en la cama de Finn. Dan no se levantó. Paul permaneció despierto, escuchando los silbidos del viento del norte en el valle.

Por la mañana, después de desayunar, se llevó a Dan al lago. Se detuvieron en la orilla y le enseñó cómo hacer saltar piedras sobre el agua. Sólo pretendía ganar tiempo pues todavía se sentía receloso e inseguro de la decisión que había tomado la noche pasada. Cuando por fin había logrado dormirse, había soñado con la flor de Darien y el botón rojo del centro se había convertido en el sueño en un ojo, al que Paul, lleno de miedo, era incapaz de mirar.

Ahora los ojos del niño eran azules, como el agua, y parecía muy interesado en aprender cómo hacer rebotar las piedras. Era casi posible auroconvencerse de que sólo era un niño y siempre lo seria. Casi posible. Paul se inclinó un poco.

-Así -dijo e hizo rebotar una piedra cinco veces sobre la superficie del lago.

Al incorporarse vio que el niño corría buscando más piedras para arrojar. Mientras lo seguía con la mirada vio que una figura de cabellos de plata aparecía en la curva de la carretera que venía de Paras Derval.

-¡Hola! -dijo Brendel mientras se acercaba. Luego desmontó y añadió-: ¡Hola, pequeño! Justo detrás de ti hay una piedra y creo que de las buenas.

El lios alfar se detuvo frente a Paul, y su mirada era serena y sabia.

-¿Kevin te lo dijo? -preguntó Paul.

Brendel asintió.

-Dijo que te enfadarías aunque no demasiado.

Paul torció el gesto.

-Me conoce muy bien.

Brendel sonrió, pero sus expresivos ojos tenían un color violeta.

-Me dijo algo más. Me dijo que, según parecía, en todo este asunto estaba implicada una elección entre Luz y Oscuridad, y que por tanto quizá convendría que estuviera presente un lios alfar.

Por un momento, Paul permaneció silencioso. Luego dijo:

-Es más listo que todos nosotros, ya sabes.

Allá en el este, en Gwen Ystrat, los hombres de Brennin y de Cathal se internaban en el bosque de Leinan mientras un jabalí blanco se despertaba de su largo sueño.

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