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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (26 page)

BOOK: Fuego Errante
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Era una vasija rota, un junco con el que podría jugar el viento si hubiera podido soplar. Era un alma sin forma. El anillo se había apagado por completo y ella había hecho todo lo que había podido.

Pero con ella había alguien más, que seguía cantando.

«¿Quién?», transmitió ella mientras todo comenzaba a desvanecerse.

«Ruana», contestó él, «sálvanos, sálvanos».

Y entonces ella comprendió. Y, al comprender, supo que no podía abandonar. Todavía no le había llegado la hora del descanso. En aquel lugar no existían direcciones, pero aquel canto venía del noreste.

De Khath Meigol, donde en otro tiempo habían vivido los paraikos.

«Todavía vivimos», le transmitió él. «Sálvanos.»

El anillo se había apagado. Con sólo aquel suave canto como guía en las tinieblas, comenzó el largo ascenso hacia la luz.

Cuando el Baelrath se encendió, Ivor cerró los ojos, más por el dolor que le causó el grito de la vidente que por el rojo resplandor. Sin embargo, se les había requerido como testigos, y, haciendo un esfuerzo, logró abrirlos de nuevo.

Resultaba difícil mirar el deslumbrante brillo de la Piedra de la Guerra. Apenas podía vislumbrar a la joven vidente y a los demás en torno a ella; se dio cuenta de la tremenda tensión que reflejaban los rostros de Matt y Barak. Expresaban una lucha imponente, un esfuerzo casi demoledor. Jaelle estaba temblando, y Gereint parecía una máscara mortuoria de Eridu. El corazón de Ivor se encogió por ellos, que estaban viajando tan lejos en combate tan silencioso.

Mientras lo asaltaban tales pensamientos, la cámara fue sacudida por ecos de voces, y Jaelle y Gereint, casi simultáneamente, comenzaron a gritar de desesperación y dolor. Por un momento Matt Soren permaneció callado con el rostro inundado por el sudor; luego la fuente de Loren empezó a gritar con desgarradores ayes y cayo al suelo.

Mientras Arturo y Shalhassan corrían a socorrerlo, Ivor oyó que Loren murmuraba con voz sorda:

-Demasiado lejos. Fue demasiado lejos. Todo ha terminado.

Ivor cogió en sus brazos al sollozante Barak y lo llevó hasta un banco junto a la pared. Luego volvió e hizo lo mismo con Gereint. El chamán se estremecía como la última hoja de un árbol bajo el viento de otoño. Ivor temía por su vida.

Aileron, el soberano rey, no se había movido de su sitio ni había apartado sus ojos de Kim. La luz todavía brillaba y ella permanecía de pie. Ivor miró su rostro y apartó enseguida la vista: tenía la boca completamente abierta en un interminable grito insonoro. Parecía como si la hubieran quemado viva.

Volvió al lado de Gereint, que respiraba con desesperados estertores y cuyo rostro, incluso en medio de aquel rojo resplandor, era grisáceo. Y entonces, mientras Ivor se arrodillaba junto al chamán, la luz explotó de nuevo de forma tan salvaje que hizo que el primer resplandor pareciera sólo un destello. En torno a ellos latía el poder como una desencadenada furia. A Ivor le pareció que todo el templo se estremecía.

Oyó que Aileron gritaba:

-¡Aparece una imagen! ¡Mirad!

Ivor trató de hacerlo. Se dio la vuelta a tiempo de ver que la vidente caía al suelo, a tiempo de ver que junto a ella se dibujaba una borrosa imagen; pero la luz era demasiado roja, demasiado brillante. Estaba cegado, deslumbrado. No podía ver nada.

Luego se hizo la oscuridad.

O así lo pareció. Había antorchas en los muros y velas en el altar de piedra; pero, después de la enloquecedora luminosidad del Baelrath, que todavía cegaba su mente, Ivor se sintió rodeado por las tinieblas. Lo invadió una sensación de debilidad. Algo había ocurrido; de alguna forma, sin la ayuda de los magos, Kim había transmitido una imagen y ahora yacía en el suelo mientras el rey se inclinaba sobre ella. Ivor no tenía ni idea de lo que les había transmitido con lo que parecía haber sido el supremo esfuerzo de su alma. No podía ver si seguía respirando. Apenas podía ver nada.

Una sombra se movió. Matt Sóren se había puesto de pie.

Se oyó una voz.

-Ha sido demasiado deslumbrador -decía Shalhassan-. No he podido ver nada.

El dolor latía en su voz.

-Yo tampoco -murmuró Ivor, que estaba recuperando la vista cuando ya era demasiado tarde.

-Yo si lo vi -dijo Aileron-. Pero no comprendo su sentido.

-Era una Caldera -la voz de Arturo Pendragon estaba llena de tranquila seguridad-. Lo vi con toda claridad.

-Una Caldera, sí -dijo Loren-. En Cader Sedat. Ya sabemos algo.

-Pero no tiene sentido -protestó débilmente Jaelle, que parecía al borde del colapso-. Sirve para resucitar a los recién muertos. ¿Qué tiene que ver la Caldera de Khath Meigol con el invierno?

En efecto, ¿qué tenía que ver?, pensó Ivor, y entonces oyó que Gereint decía con voz áspera y casi inaudible:

-Joven, ha llegado la hora de los magos. Para esto has nacido y vivido. Primer mago de Brennin, ¿qué está haciendo él con la Caldera?

«La hora de los magos», pensó Ivor. Nada menos que en el templo de Gwen Ystrat. El Tejido del Tapiz estaba desde luego fuera del alcance de cualquier comprensión.

Consciente de la suplicante mirada de todos, Loren se volvió muy despacio hacia su fuente. Mago y enano se miraron como si no hubiera nadie más en la habitación, en todo el mundo. Incluso Teyrnon y Barak los contemplaban y estaban a la espera. Conteniendo el aliento, Ivor se dio cuenta de que tenía húmedas las palmas de las manos.

-¿Te acuerdas -dijo de pronto Loren, e Ivor oyó en su voz el timbre de poder que se encerraba en la de Gereint cuando hablaba en nombre del dios-, te acuerdas del libro de Nilsom?

-Maldito sea su nombre -replicó Matt Sóren-. Nunca lo he leído, Loren.

-Yo tampoco -dijo Teyrnon en voz baja-. Maldito sea su nombre.

-Yo si -dijo Loren-. Y también Metran.

Tras una pausa continuó:

-Sé lo que está haciendo y cómo lo está haciendo.

Con un jadeo, Ivor expulsó el aire de sus pulmones y tomó de nuevo aliento. Oyó que a su alrededor los demás hacían lo mismo. En el único ojo de Matt leyó destellos del mismo orgullo que a veces tenía Leith cuando lo miraba. Con gran calma, el enano dijo:

-Sabia que lo conseguirías. Así pues, ¿libraremos una batalla?

-Así te lo prometí hace tiempo -respondió el mago. A Ivor le pareció que había crecido a la vista de todos.

-¡Que el Tejedor sea loado! -exclamó de pronto Aileron.

Todos lo miraron al instante. El soberano rey se había agachado y sostenía entre sus manos la cabeza de Kim; Ivor se dio cuenta de que ella respiraba otra vez con normalidad y de que el color había vuelto a sus mejillas.

Todos esperaban en un silencio tenso. Ivor, a punto de llorar, advirtió qué joven era aquel rostro enmarcado por los blancos cabellos. Sabía que era propenso a las lágrimas. Por ese motivo a menudo Leith se mofaba de él. Pero ahora tenía motivos. Vio lágrimas en el rostro del soberano rey y un sospechoso brillo en los ojos del duro Shalhassan de Cathal. En tal compañía, pensó, ¿qué podía hacer un dalrei sino llorar?

Al cabo de un momento ella abrió los ojos. Había dolor en su gris mirada, y un gran cansancio, pero cuando habló su voz sonó firme.

-Encontré algo -dijo-. Traté de trasmitíroslo. ¿Lo conseguí? ¿Fue suficiente?

-Lo conseguiste y fue suficiente -contestó con rudeza Aileron.

Ella sonrió con la inocencia de un niño.

-Me alegro -dijo-. Entonces ahora podré dormir. Soy capaz de dormir varios días seguidos.

Y cerró los ojos.

Capítulo 11

-Ahora ya sabes -dijo Carde con un guiño- por qué los hombres siempre parecen cansados en Gwen Ystrat.

Kevin sonrió y vació su vaso. La taberna estaba incomprensiblemente desierta, dadas las energías imperantes en la noche. Era evidente que tanto Aileron como Shalhassan habían dado órdenes terminantes. Sin embargo, la banda de Diarmuid, como siempre, parecía gozar de inmunidad respecto a las órdenes disciplinarias.

-Eso -le dijo Erron a Carde- es tan sólo una verdad a medias. -Levantó la mano para pedir otra jarra de vino de Gwen Ystrat, y luego se dirigió a Kevin-. Te está tomando el pelo. En cierto modo esa sensación se experimenta todo el año, según me han dicho, pero sólo en parte. Esta noche es diferente, o mejor dicho, mañana, sobre todo cuando caiga la noche. Lo que ahora estamos sintiendo sólo sucede en Maidaladan.

El posadero les llevó más vino. Oyeron que una puerta se abría en el piso de arriba, y poco después se asomaba Kell por la baranda de la escalera.

-¿Quién es el siguiente? -preguntó con una sonrisa.

Kevin sacudió la cabeza.

-Yo paso -dijo mientras Kell bajaba saltando las escaleras.

Carde levantó una ceja.

-Nunca segundos platos -dijo-. Bueno, yo no soy tan generoso, no con tan pocas mujeres.

Kevin se echó a reír.

-Diviértete -le dijo levantando el vaso que Erron le había llenado.

Kell se dejó caer en el asiento de Carde. Se sirvió un vaso, lo apuró de un trago y luego contempló a Kevin con escrutadora mirada.

-¿Estás nervioso por lo de mañana? -le preguntó en voz baja, para que no pudieran oírlo en las otras mesas.

-Un poco -dijo Kevin.

Le resultó muy fácil decirlo, y al instante se dio cuenta de que eso le proporcionaba una excusa.

-Para hacer honor a la verdad -continuó-, bastante mas que un poco. Esta noche estoy de mal humor. Creo que voy a ir a acostarme.

-No es mala idea, Kevin -coincidió Erron-. De todos modos lo bueno vendrá mañana. Lo que ahora sentimos mañana será diez veces más fuerte. Con el trofeo de un lobo en tu cinturón, tendrás con seguridad una sacerdotisa en tu cama, o tres.

-¿Es que salen del templo? -preguntó Kevin sorprendido.

-Sólo esa noche en todo el año -dijo Erron-. Forma parte de los ritos de Liadon. La única parte buena.

Le sonrió con ironía y Kevin le devolvió la sonrisa.

-Entonces esperaré a mañana. Nos veremos a primera hora.

Golpeó a Kell en el hombro y, tras ponerse la chaqueta y los guantes, se dirigió hacia la puerta y se internó en el frío de la noche.

Era penoso, iba pensando, tener que mentir a los amigos. Pero la realidad era ardua, enajenante y además intransferible. Que pensara que tenía miedo de la cacería; siempre seria mejor que la verdad.

La verdad era que no había senrido ni el más leve síntoma del deseo que estaba asaltando a los demás. Sólo por lo que le habían dicho había colegido que algo anormal estaba sucediendo. Fuera cual fuese la carga de erotismo inherente en el solsticio de verano, tanta que incluso las sacerdorisas de la diosa salían del templo para hacer el amor, fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo, no se estaba tomando la molestia de afecrarlo a él.

El viento era muy molesto. Peor que el que había soplado un mes de diciembre durante unas vacaciones que había pasado en las praderas. Cortaba como un afilado cuchillo pese al abrigo que llevaba. No iba a poder resistir mucho tiempo a la intemperie. Nada podía resistir. ¿Cómo, pensaba Kevin, combatir con un enemigo que podía hacer semejante cosa? Había jurado vengar a Jennifer y al recordarlo su boca se torcía con amarga ironía. ¡Qué temerario había sido! Ni siquiera había una guerra en la que luchar; Rakoth Maugrin los estaba aplastando con el martillo del viento y del hielo. Además -y la evidencia de esa realidad lo había estado torturando desde que llegaron a Stonehenge- él no iba a servir de gran ayuda aunque de algún modo acabaran con el invierno y estallara por fin la guerra. Aún le dolía el recuerdo de su propia inutilidad durante la batalla en la llanura hacía tres noches.

No había tardado demasiado en vencer los celos, pues no formaban parte de su carácter. Sin embargo, siempre había servido para algo. Ya no sentía envidia por los tenebrosos y excesivos poderes de Kim y de Paul; la aflicción de Kim la noche antes junto al Bosque de Pendaran y la soledad de Paul habían convertido la envidia en un cierto sentimiento de piedad.

No envidiaba sus papeles ni la fuerza de Dave al blandir el hacha; ninguna persona en su sano juicio envidiaría tampoco ni un ápice del hado que le había correspondido a Jennifer. Lo único que deseaba era contar para algo; encontrar la manera, aunque fuera mínima, de llevar a cabo lo que sinceramente había jurado.

A decir verdad, por dos veces. La primera, en el Gran Salón cuando Brendel había llevado la noticia de la muerte de los lios alfar y del rapto de Jennifer. La segunda vez cuando Kim los había llevado de vuelta a casa y había visto lo que le habían hecho a la mujer que amaba; en aquel momento se había obligado a sí mismo a no desviar la vista de ella para que aquella imagen doliente estuviera siempre presente en él si alguna vez le fallaba el coraje.

Todavía tenía presente aquella imagen y, examinando a conciencia su alma, en modo alguno le faltaba coraje. No sentía temor por la cacería del día siguiente, pese a lo que los otros pudieran pensar; sólo le hacía daño la amarga y honesta conciencia de que él estaba de más en la cabalgada.

Y eso era, para Kevin Laine, lo más difícil de soportar en el mundo. Según parecía, en Fionavar era totalmente impotente. Otra vez, en medio del frío reinante, su boca se torció con amargura, pues no podía haber encontrado una palabra que describiera con más precisión su situación. Todos los hombres estaban sintiendo ahora en Gwen Ystrat el impulso de la diosa. Todos excepto él, en quien, desde que era adulto, los arrebatos de deseo habían sido profundos e insaciables, cosa que sólo sabían las mujeres que habían pasado con él alguna noche.

Si el amor y el deseo pertenecían a la diosa, era evidente que también ella lo abandonaba. ¿Qué le quedaba?

Sacudió la cabeza, compadeciéndose de si mismo. Lo que quedaba era Kevin Laine, a quien se suponía brillante y hábil, una estrella en la Facúltad de Derecho y en los procesos, cuando llegó a los tribunales. Gozaba de respeto y amistad y había sido también amado, más de una vez. Había nacido con estrella, le había dicho una mujer hacia muchos años. Era una curiosa expresión que siempre había recordado.

No había, se dijo a sí mismo, lugar para la autocompasión en una vida con semejante curriculum.

Sin embargo, el esplendor de tales habilidades sólo tenía cabida en su mundo. ¿Cómo podría disfrutar otra vez de falsos triunfos judiciales? ¿Cómo podría poner su mira en las excelencias legales después de todo lo que aquí había visto? ¿Qué podría tener sentido en su mundo después de haber visto surgir del Rangat aquella mano de fuego y haber oído en el viento del norte la risa de Rakoth?

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