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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (44 page)

BOOK: Fuera de la ley
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Con un cierto recelo, asentí con la cabeza.

—No estoy jugando a hacerme la dura, Ivy. Lo digo totalmente en serio. No puedo.

La rigidez de sus hombros desapareció y giró la cabeza para mirar a la gente que nos rodeaba.

—Lo sé. Sé lo asustada que estabas cuando pensaste que te encontrabas atada. Alguien intentó violarte robándote tu sangre.

Entonces recordé el terror que sentí y cómo ella me consoló, transmitiéndome seguridad y comprensión y diciéndome que no me preocupara. Lo que compar­timos en aquellos momentos fue casi tan intenso como el éxtasis que habíamos experimentado anteriormente. Tal vez era ahí adonde quería llegar. Quizás era aquello lo que de verdad importaba.

En aquel momento, tras dejar caer los hombros dando una inusual muestra de cansancio, se inclinó hacia delante. Con su pelo casi rozando mis hombros, susurró:

—Si el miedo a que te pudiera morder podría haber provocado que te mar­charas, significa que la razón por la cual has decidido quedarte es que te gusto.

Seguidamente, tras tomar un sorbo de café, echó a andar lentamente por el pasillo segura de sí misma.

Yo me quedé con la boca abierta, y salí tras ella.

—¡Eh! Espera un momento, Ivy.

Ella se detuvo y sonrió.

—Yo te gusto, pero no por el efecto que tienen en ti las malditas feromonas vampíricas. Puedo obtener la sangre de cualquiera, pero si tú sigues negándote, es porque te gusto. Y saberlo hace que la frustración sea más soportable.

Entonces le quitó la tapa al café y la tiró cuando pasamos junto a una pa­pelera. Yo intenté mirarle a la cara sin dejar de fijarme por dónde iba para no chocarme con nadie mientras nos aproximábamos a la puerta principal, donde el tráfico de personas era mayor. Tenía una expresión sosegada y apacible. Las arrugas de preocupación e incerteza que tan mal le sentaban habían desapare­cido. Había encontrado la serenidad. Tal vez no era el tipo de serenidad que le hubiera gustado, pero no dejaba de ser serenidad. Yo, sin embargo, no era de las que dejaban estar las cosas.

—Entonces… ¿todo arreglado?

La sonrisa de Ivy estaba llena de emoción. Entonces echó a andar de nuevo, balanceando los brazos con seguridad, y su mera presencia de ánimo hizo que la gente se girara para mirarla.

—Sí —respondió mirando hacia delante.

El corazón me latía a mil por hora y la tensión hizo que me pusiera rígida.

—Ivy…

—Shhhh —me chistó, y yo me detuve en seco cuando se paró justo en la puerta y se giró para ponerme un dedo sobre los labios. Tenía los ojos a escasos centímetros de los míos, y yo me quedé mirándolos, estupefacta.

—No lo estropees, Rachel —añadió alejándose—. Déjame una pequeña ilusión. Es lo único que puede impedir que me vuelva loca teniéndote al otro lado del pasillo.

—No voy a acostarme contigo —le dije intentando que quedara bien claro, y haciendo que el hombre que entraba en ese momento se nos quedara mirando de reojo.

—Lo sé —respondió ella quitándole importancia a mis palabras. Luego empujó la puerta y abandonó el centro comercial—. Por cierto, ¿qué tal te fue ayer con David?

Yo la miré con recelo mientras salíamos a la luz del sol. No acababa de fiarme del todo de sus palabras.

—Quiere que me haga un tatuaje de manada —le expliqué con cautela mien­tras me apartaba el pelo que se me había metido en la boca por culpa del viento.

—¿Y que vas a hacerte? —me preguntó alegremente—. ¿Un murciélago?

Mientras caminaba junto a ella y le contaba lo que tenía en mente, me di cuenta de lo mucho que le había afectado que nuestro encuentro vampírico hubiera fracasado. La verdad es que había metido la pata hasta el fondo. Había creído que me avergonzaba de ella y que iba a marcharme. No obstante, se­guíamos siendo amigas y nada había cambiado.

Sin embargo, cuando subí al coche y bajé la capota para disfrutar del sol, noté que mis dedos se deslizaban lentamente hacia las marcas ribeteadas de rojo, que seguían inflamadas e irritadas. Entonces recordé la sensación de nuestras auras fundiéndose, y sentí un escalofrío.

Bueno, habían cambiado muy pocas cosas.

19.

El agradable sonido de las bolas de billar al chocar me recordaba a los amaneceres que pasaba en la discoteca de Kisten mientras esperaba a que dispusiera de un poco de tiempo para estar juntos. Entonces cerré los ojos para sentir el calor de la lámpara que colgaba encima de la mesa y casi pude percibir el aroma que dejaban en el ambiente un centenar de vampiros divirtiéndose mezclado con el de la sabrosa comida, el buen vino y el sutil dejo de azufre.

No, no tenía un problema. No me había vuelto adicta. Ni mucho menos. Yo no. Pero cuando abrí los ojos y vi a Ivy, me asaltaron las dudas.

No importa
, pensé preparándome para golpear la bola y sintiendo como me tiraba la piel que rodeaba las marcas que me había dejado Ivy. Es posible que aquella tarde hubiera tenido miedo de decirle que no le iba a permitir morderme nunca más, pero lo había hecho. Y me sentía bien por ello.

Notándome cada vez más animada, me concentré en la bola con la franja amarilla y el número nueve y apunté con el taco. Vale, era la noche de Halloween y estaba encerrada en casa con una blusa roja y unos vaqueros, en vez de andar de bar en bar vestida con ropa de cuero y algo de encaje, pero al menos tenía amigos. Aferrándome a la decisión de convertirme en una nueva Rachel, responsable pero aburrida, decidí que no podía confiar en que Tom se comportara de forma inteligente y, a pesar de que abandonaba cada dos por tres la zona consagrada para asaltar el frigorífico, arriesgarme a que una sala entera de borrachos acabara en urgencias, solo porque tenía ganas de salir por ahí, hubiera sido demasiado.

Ivy, a la que no le había sorprendido en absoluto que el agente de la división Arcano, Tom Bansen, fuera la persona que había estado invocando a Al, estuvo de acuerdo conmigo. De hecho, cuando se lo dije, soltó una carcajada y comentó:

—Al menos no se trata de un descerebrado.

Yo seguía barajando la idea de demandarlo ante la SI alegando invocaciones demoníacas, aunque solo fuera por no tener que pagar los desperfectos de la tienda de hechizos, pero Ivy opinaba que, por mi propia salud, era mejor dejar a los demonios en paz. Si a lo largo de aquella semana no sucedía nada, quizá lo dejara estar, pero si Al volvía a atacarme, iba a darle a Tom donde más le dolía: en su talonario de cheques.

A pesar de lo mucho que me jodía tener que quedarme en casa la noche de Halloween, estaba de buen humor. Jenks y yo nos ocupábamos de atender la puerta, e Ivy estaba en el rincón viendo una comedia clásica postrevelación con un montón de motosierras y una destoconadora. Marshal no me había llamado, pero después de lo sucedido el día anterior, no me sorprendía. Mi leve decepción solo hacía que confirmar mi idea de que debía poner distancia entre nosotros antes de que adquiriera el estatus de novio. Y francamente, tampoco necesitaba más quebraderos de cabeza.

Resoplando, empujé suavemente la bola blanca, que chocó contra la esquina, y rodó en dirección a la número nueve, golpeándola justo donde no debía.

Apenas me erguí, sonó la campana de la puerta, seguida de un coro de voces que gritaban «¡Truco o trato!».

Desde debajo de un techo lleno de murciélagos de papel, los ojos de Ivy buscaron los míos, y yo me puse en marcha.

—¡Ya voy! —exclamé apoyando el taco en la pared. A continuación me dirigí al oscuro vestíbulo con el enorme bol de caramelos. Ivy lo había llenado de velas para que resultara aún más espeluznante. En las horas previas a la media noche habíamos apagado todas las luces de la iglesia para impresionar a los niños humanos, pero después ya no nos molestamos porque solo venían inframundanos. Para ellos, una iglesia iluminada con velas resultaba tan ate­rradora como un bol lleno de caramelos y chocolatinas.

—¡Jenks! —grité, y un intenso zumbido golpeó uno de mis oídos.

—¡Cuando quieras! —respondió. Entonces abrí la puerta y él emitió un in­creíble chirrido que imitaba el de las bisagras sin engrasar. Fue lo suficientemente intenso como para que me dolieran los dientes y los niños allí congregados se quejaron a voz en grito mientras se tapaban los oídos. El maldito pixie era peor que un hombre lobo arañando con sus garras el encerado.

—¿Truco o trato? —corearon cuando se hubieron recuperado. Sin embargo, cuando vieron a Jenks brillando por encima del bol de caramelos se les iluminó la cara, tan hechizados como de costumbre. Tuve que agacharme para que la más pequeña de ellos, que iba disfrazada de hada con alas ilusorias, alcanzara a coger algo. Era monísima, con los ojos grandes, y parecía entusiasmada. Probablemente aquel iba a ser el primer Halloween del que tendría memoria, y en aquel momento entendí por qué a las madres les encantaba ocuparse de abrir la puerta. Poder ver el desfile de disfraces y de niños rebosantes de alegría merecía los sesenta dólares que me había gastado en caramelos.

—¡Toca la campana! ¡Toca la campana! —pidió un niño disfrazado de dragón apuntando con el dedo hacia el techo. Atendiendo sus deseos, dejé a un lado el bol y agarré el tirador, gruñendo mientras tiraba con fuerza del nudo hasta que casi me llegó hasta las rodillas. Ellos se me quedaron mirando expectantes mientras la cuerda volvía de nuevo a su posición original. Un instante después, un gran talán resonó por todo el vecindario.

Los niños gritaron y aplaudieron, y yo los espanté preguntándome qué tal llevaría Bis el ruido. A continuación escuché el débil sonido de las campanas de otras dos iglesias cercanas. Era una sensación muy agradable, como una distante confirmación de que pertenecíamos a una comunidad, y me quedé mirando a los niños que echaban a correr para reunirse con sus madres, que los aguardaban a poca distancia con sillitas y carritos. La calle estaba llena de furgonetas que merodeaban desplazándose lentamente entre luces parpadeantes y el ir y venir de los disfraces. La calabaza de Jenks, con sus correspondientes ojos y boca, brillaba a los pies de la escalera como si fuera la mismísima cara de Al. ¡Maldición! ¡Adoraba Halloween!

Con una sonrisa, esperé con la puerta abierta a que Jenks terminara de ilu­minar los escalones para los más pequeños. Al otro lado de la calle, vi a Keasley sentado solo, en su porche, preparado para repartir caramelos. Ceri había ido a la basílica al ponerse el sol para rezar por Quen, recorriendo el camino a pie como si fuera una especie de penitencia. Mientras cerraba la puerta fruncí el ceño, y me pregunté si la cosa era realmente tan grave. Tal vez no debería haberme negado a verlo.

—¡Ivy! ¿Te apetece una partida? —pregunté cansada de golpear siempre las mismas bolas.

Ella levantó la vista y negó con la cabeza. Estaba sentada con la espalda apo­yada en el brazo del sofá, y tenía un sujetapapeles sobre las rodillas dobladas. A su lado había una jarrita de porcelana rota llena de lápices de colores, y estaba intentando que una serie de hojas de cálculo y organigramas nos dieran la respuesta de quién mató a Kisten. Lo único que había sacado en claro, después de haber pasado toda una noche investigando y de que yo hubiera recordado que se trataba de un hombre, era que Piscary entregó a Kisten a alguien que no pertenecía a su camarilla. Eso significaba que debíamos buscar al asesino fuera de la ciudad, ya que Piscary nunca se lo habría entregado a un vampiro local de un grado inferior. Cuando Ivy se empeñaba en algo, no cejaba hasta conseguirlo. No importaba cuánto tiempo tardara.

Yo me acerqué para incordiarla, puesto que era su parte preferida de la pe­lícula y necesitaba un descanso.

—¡Solo una partidita! —insistí dándole un codazo—. Si quieres, coloco yo las bolas.

Los ojos marrones de Ivy tenían una expresión serena, mientras cruzaba las piernas por debajo de ella.

—Estoy trabajando. Cambia de tamaño a Jenks y juega con él.

Yo levanté las cejas, y desde la tranquilidad del escritorio, que estaba detrás de mí y en el que todavía no había niños, se oyó una grosera carcajada.

—¿Cambiarme de tamaño? —se mofó el pixie—. Ni por todas las hadas del mundo.

Cuando le tendí el taco, Ivy dirigió la atención hacia mi muñeca, el lugar donde había estado la pulsera de Kisten a lo largo de los últimos tres meses. Inmediatamente después, me miró a los ojos con expresión acusadora, y yo apreté la mandíbula.

—¡Te has quitado la pulsera de Kisten!

El pulso se me aceleró y solté el taco.

—Sí, me la he quitado —admití sintiendo la misma punzada de profundo pesar que llevaba toda la tarde intentando superar, desde el momento en que la había metido en mi joyero y había cerrado la tapa.

—Pero no la tiré. Existe una gran diferencia. Piensa un poco —concluí en un tono beligerante.

—¡Ey! ¡Chicas! —exclamó Jenks revoloteando nerviosamente entre noso­tras. No tenía ni idea de lo que habíamos estado hablando cuando habíamos estado de compras. Lo único que tenía claro es que, antes de que saliéramos de casa la tensión se mascaba en el ambiente, y que habíamos vuelto con un tarro de miel para él y un rollo de papel parafinado para que sus hijos se deslizaran desde el campanario. Y era lo único que le interesaba saber.

La expresión de Ivy se relajó, y después apartó la mirada con expresión com­prensiva. No me había desecho de la pulsera, la había guardado como recuerdo.

—De acuerdo. Una partida —dijo poniéndose en pie de forma desgarbada y dejando en evidencia su delgado cuerpo, cubierto por su ropa de deporte y el largo y ancho jersey que ocultaba la parte superior.

—Yo coloco las bolas y tú sacas —dije colocándole la tiza en la mano

En aquel preciso instante se oyó la campana de la puerta e Ivy soltó un suspiro.

—Ya las coloco yo —dijo—. Tú ve a abrir la puerta.

Jenks se quedó junto a Ivy, y yo, tras apartar contenta un murciélago que estaba demasiado bajo, agarré el bol de caramelos. Sintiendo que estaba en paz con el mundo, abrí la puerta y mi buen humor se desvaneció transformándose en un destello de fastidio. ¿
Trent
?

Tenía que ser él. Tenía la misma apariencia de siempre, excepto por el hecho de que llevaba un traje que le hacía bolsas por todas partes y al que le sobraban casi diez centímetros de largo, junto con un par de zapatos que le añadían cinco centímetros de altura. Era evidente que iba disfrazado. Mis ojos se dirigieron a la chapa en la que se leía: «Kalamack para la alcaldía 2008», y él se sonrojó. Había un coche deportivo aparcado junto al bordillo, con las luces de emer­gencia encendidas y la puerta abierta. Trent se quedó mirando los murciélagos que había detrás de mí, a continuación echó un vistazo a las magulladuras que decoraban la parte inferior de mi mandíbula, donde me había agarrado Al, y finalmente se concentró en mis nuevos mordiscos ribeteados de rojo. Quizá pensaba que se trataba de un disfraz. Quizá.

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