Fuera de la ley (45 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Fuera de la ley
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—¿Qué quieres? ¿Caramelos? —le pregunté irritada, apartándome por si se trataba de Al disfrazado. Entonces recordé a Quen y luché contra la necesidad de preguntarle si se encontraba bien y el deseo de llamar a la AFI y decirles que un hombre disfrazado de Trent Kalamack me estaba acosando. Ya le había dicho que no. No iba a conseguir que cambiara de opinión.

Jenks salió disparado apenas oyó mi exclamación, y sus alas adquirieron un brillo anaranjado como consecuencia del incremento en la circulación.

—¡Eh, Ivy! ¡Ven un segundo! Sé lo mucho que te gusta ver a Rachel pa­teando tipos malos.

Un trío de brujos con varitas brillantes, que cotorreaban sin parar, esquivó la calabaza de Jenks y subió las escaleras corriendo y gritando «truco o trato». Con expresión afligida, Trent se retiró el pelo de la cara y se hizo a un lado, claramente nervioso. Ivy apareció detrás de mí, y yo le entregué el bol cuando los tres chicos se marcharon dándonos las gracias, obedeciendo a sus madres, que estaban en la acera. Saltaron los dos últimos escalones, y yo apoyé el puño en la cadera, deseosa de decirle a Trent que se largara.

—Quiero que vengas conmigo —dijo lacónico antes de tener tiempo de añadir nada. Seguidamente, miró a Ivy.

En ese instante se me ocurrieron más de cien respuestas maleducadas, pero me limité a decirle:

—No. Lárgate.

Luego me acerqué a la puerta, sorprendida cuando Trent colocó el pie para evitar que la cerrara. Tras verme obligada a detener a Ivy para que no le diera un empujón, el rostro de Trent se sonrojó. Entonces, con lo que debió de haber sido un esfuerzo hercúleo, retiró el pie y dijo en un tono mucho más conciliador:

—¿Por qué lo haces todo tan difícil?

—Porque me ayuda a seguir con vida —le espeté—. Pero en este caso, tam­bién me divierte. Esta noche estoy ocupada. Quítate de los escalones para que los niños puedan subir.

¿Cómo demonios había permitido Jonathan que saliera por su cuenta? Raras veces iba acompañado de todo un séquito, pero nunca lo había visto solo.

Lo ahuyenté de los escalones y su rostro mostró un atisbo de miedo.

—Por favor.

Jenks se alzó dejando tras de sí una columna de chispas doradas.

—¡Por todas las margaritas! Creo que voy a cagarme en mis calzoncillos de seda. ¡Ha dicho «Por favor»!

Trent lo miró con cara de fastidio.

—Te lo pido por favor. He venido por Quen. No lo hago por mí, y mucho menos por ti.

Yo inspiré hondo antes de responder, pero Jenks se me adelantó.

—Vete a chuperretear un huevo lleno de babas —le soltó poniéndose a la defensiva, algo poco habitual en él—. Rachel no le debe nada a Quen.

En realidad aquello no era del todo cierto, pues me había salvado el culo el año anterior cuando me enfrenté a Piscary, y en aquel momento empecé a sentir una pizca de vergüenza. ¡Maldita sea! Si no visitaba a Quen, me iba a sentir culpable durante el resto de mi vida. ¡Cuánto detestaba aquello de madurar!

Ivy se cruzó de brazos y adoptó una postura desafiante, mientras que Trent bajó la mirada intentando calmarse. Cuando volvió a concentrarse en mí, percibí un destello de miedo en su mirada. No por él, sino por Quen.

—No pasará de esta noche —dijo. El jaleo de los niños suponía un macabro contraste con sus palabras—. Quiere hablar contigo. Te lo ruego.

Jenks se dio cuenta de que estaba empezando a considerarlo y, con un arranque de rabia, me iluminó el hombro con un montón de polvo dorado.

—¡Ni se te ocurra, Rachel! Solo quiere que abandones el terreno consagrado para que Al pueda matarte.

Yo me estremecí, pensativa. Quen me había proporcionado información con anterioridad, y la gente hacía cosas muy extrañas cuando estaba en el lecho de muerte. Últimas voluntades, y cosas del estilo. Sabía que debía permanecer en terreno consagrado, pero llevaba toda la noche entrando y saliendo. Iba a ir. Tenía que hacerlo. Quen conocía a mi padre. Era posible que fuera mi última oportunidad de averiguar algunas cosas sobre él.

Ivy me lo leyó en la cara y descolgó su abrigo de la percha.

—Voy contigo.

El pulso se me aceleró y la expresión de Trent se volvió confusa ante mi repentino cambio de opinión.

—Voy a por tus llaves —dijo Jenks.

—Espera. Iremos con mi coche —replicó Ivy, girándose para coger su cartera.

—No —intervino Trent, haciendo que se detuviera en seco—. Solo ella. Ni pixies ni vampiros. Solo ella.

Cabreada como una mona, Ivy lo miró de arriba abajo.

Como me descuidara, los dos iban a acabar agarrándose por el cuello incluso aunque Trent cediera y le permitiera acompañarnos.

—No vais a venir ninguno de los dos —dije tajante—. Trent no vive en terreno consagrado…

—Por eso mismo vamos a ir contigo —me interrumpió Ivy.

—Y a mí me resultará más fácil cuidar de mí misma si no tengo que estar preocupándome por vosotros. —A continuación inspiré profundamente y alcé la mano para anticiparme a nuevas protestas—. Tom no va a invocar a Al. Tiene miedo de que se lo mande de vuelta. —Al oír mis palabras, Trent se puso blanco, y yo lo miré con frialdad—. Voy a por mis cosas —concluí, antes de dirigirme a la cocina.

Cuando regresé al vestíbulo, Ivy y Jenks estaban teniendo una acalorada discusión y, mientras Trent observaba en silencio, saqué mi pistola de bolas, revisé la tolva y me la metí en la parte trasera del pantalón. Todavía tenía un trozo de tiza magnética y unos cuantos amuletos de la misión que había llevado a cabo con David unas horas antes, y cuando Ivy sacudió la mano en el aire y miró a Jenks con cara de pocos amigos, me pasé el cordón del detector de magia de alto nivel por la cabeza. Aquello me permitiría disponer de unos cuantos segundos si Al se presentaba.

—Os llamaré dentro de un par de horas —dije y, haciendo sonar las llaves de mi coche, atravesé el umbral y salí de la influencia de la iglesia con decisión.

Con el corazón a mil, escuché el alboroto de los hijos de Jenks y sentí la noche. El aire estaba cargado de un penetrante olor a calabaza quemada, y me detuve unos instantes en espera de oír una voz con acento británico diciendo algo como: «Buenas noches, Rachel Mariana Morgan» o «Truco o trato, queri­da». Sin embargo, nada de eso sucedió. Al no iba a aparecer. Había sabido cómo cuidar de mí misma.
Si, señor
.

Jenks aterrizó en mi pendiente de aro pero, cuando intenté atraparlo, echó a volar de nuevo.

—Tú te quedas, Jenks.

—¡De ninguna manera! —respondió dirigiéndose a toda velocidad hacia un sorprendido Trent y obligándolo a dar un paso atrás—. Ivy y yo hemos esta­do hablando del tema y voy a ir contigo. No puedes impedírmelo y lo sabes. ¿Quién va a ayudarte a encerrar a Al en un círculo si decide presentarse? ¿Trent? Debería estar suplicándome que os acompañara. Él nunca podría detener a un demonio. —Seguidamente, colocándose justo delante de su cara, preguntó—: ¿O tienes algún talento especial que todavía no conocemos?

Cansada, miré a Trent. El joven elfo frunció el ceño.

—Puede venir hasta la puerta de acceso de la verja. Y nada más —dijo.

Luego, con un elegante gesto, se giró y empezó a bajar las escaleras.

—¿Solo hasta la puerta de la verja? ¡Por todos mis zurullos verdes de libélula!

La preocupación se asentó en mi pecho y miré a Ivy, que se encontraba junto a la puerta, sola y con los brazos cruzados. Dios, salir corriendo hacia la fortaleza de Trent para sentarme a hablar con un moribundo era una estupidez. Pero la culpa, y tal vez la curiosidad, eran más fuertes que mi miedo.

—Sabes que quiero ir —dijo ella, y yo asentí con la cabeza. Quen había sido mordido por un vampiro y tenía una cicatriz no reclamada. No podía pedirle que obviara la presencia de Ivy.

—Te llamaré en cuanto sepa algo —dije. Luego me quedé allí quieta, sin saber qué más decir y, cuando Jenks aterrizó de nuevo en mi pendiente, comencé a descender los escalones. Al ver que me dirigía hacia la cochera, Trent bajó la ventanilla de su coche y gritó:

—Sube, Morgan. Yo te llevo.

—No, gracias. Prefiero coger mi coche —repliqué sin aminorar la marcha—. No pienso meterme en tu mansión sin ningún medio para volver a casa.

—Como quieras —respondió secamente justo antes de subir la ventanilla.

Luego apagó las luces de emergencia y me esperó.

Yo me quedé mirando a Ivy, que estaba de pie junto a la calabaza de Jenks. En algún momento desde que le había abierto la puerta a Trent hasta que me había subido al coche, algo se había apagado. No parecía feliz, pero yo tampoco.

—Espero que esté bien —dije mientras habría la puerta del coche.

—Me preocupa más lo que pueda pasarnos a nosotros, Rache —puntualizó Jenks.

Una vez dentro, cerré de un portazo, y me acomodé.

—Tom es un cagón —le dije con calma—. No va a invocar a Al.

Las alas de Jenks me refrescaron el cuello.

—¿Y si lo hiciera algún otro?

En aquel momento arranqué el coche y el motor se puso en marcha con un decidido estruendo.

—Gracias, Jenks. Es justo lo que necesitaba.

20.

La larga carretera de dos carriles que partía directamente de la interestatal y que conducía a la residencia de Trent y al lugar donde tenía sus oficinas cen­trales estaba muy concurrida. La vía de acceso serpenteaba sinuosa a través de un bosque de árboles centenarios que había sido creado a propósito y que crecía sin ningún control. No obstante, después de haberme visto obligada a recorrerlo perseguida por un montón de perros y caballos intentando salvar mi vida, había perdido gran parte de su encanto.

El trayecto hasta llegar allí una vez que dejamos la ciudad había sido rápido y tranquilo. Jenks había permanecido en silencio, sumido en sus pensamientos, desde el momento en que le había sugerido que se quedara pacíficamente en el exterior de las puertas de acceso hasta que pudiera burlar a los guardias y reu­nirse conmigo. Apenas habían pasado cinco minutos de aquello y ya empezaba a echar de menos al pixie de siempre. Preocupada, eché un vistazo a mi bolso, que estaba en el asiento del conductor. Lo había dejado abierto para que pudiera esconderse en su interior cuando apareciera. Hubiera sido muy estúpido por mi parte pensar que Trent no se esperara que Jenks intentara sortear las medidas de seguridad, pero serviría para demostrarle que estaba haciéndose un flaco favor a sí mismo rechazando a los pixies como expertos en la materia. Teniendo en cuenta que Quen estaba agonizando, iba a tener que buscar una alternativa.

¿
Realmente estará agonizando
?, pensé entonces sintiéndome culpable por no haberlo tomado en serio el día anterior. ¿
Y por qué piensa que es culpa mía
?

En aquel momento eché un vistazo al velocímetro y solté el acelerador para evitar chocarme con Trent. Cuando finalmente divisamos el complejo de edificios de varias plantas en el que se encontraban tanto las oficinas como los laboratorios de investigación reduje drásticamente la velocidad y comencé a avanzar muy lentamente. En el exterior había una multitud de visitantes apiñados ante las puertas invadiendo el césped. En un lateral había varios autobuses escolares pintados de blanco y uno de esos autobuses que utilizan los grupos de música cuando van de gira. Yo me quedé mirando la parte posterior de la cabeza de Trent en el coche que tenía delante asqueada. ¿Quen se estaba muriendo y él daba una fiesta?

En ese momento reduje la velocidad aún más y bajé la ventanilla para oír el murmullo de la muchedumbre confiando en que Jenks se escondiera. Había gente disfrazada por todas partes, y todos ellos se movían rápidamente por el entusiasmo pululando por el lugar antes de dirigirse a la zona donde el camino se ensanchaba y que permitía el acceso a la entrada principal. Las luces de freno del coche de Trent emitieron un breve destello y, cuando yo misma pisé el pedal para evitar golpearle en la parte posterior, sentí una descarga de adrenalina. Entonces, justo cuando estaba a punto de soltarlo, alcancé a ver un fantasma de un metro de altura que corría por entre los coches y una mujer con cara de agobio que lo perseguía con una tablilla con sujetapapeles en la mano.

Se trataba del gran espectáculo que Trent ofrecía todos los años con motivo de Halloween, en el que los más desfavorecidos se codeaban con la gente pu­diente, y cuya finalidad, además de ayudarles, era tocar algunas fibras sensibles y hacer una audaz proclama política. ¡Cuánto detestaba los años en que se celebraban elecciones!

Apreté con fuerza la palanca de cambios y avancé lentamente observando a la gente y buscando un lugar donde aparcar. No podía creer que no hubiera mozos de aparcamiento pero, por lo visto, parte de la diversión consistía en fingir que llevabas una vida humilde.

Trent sacó el brazo por la ventanilla y señaló una entrada de servicio. Me pareció una idea excelente y giré a la izquierda después de él ignorando la señal de «prohibido entrar». En aquel preciso instante, un hombre vestido con un traje negro echó a correr hacia nosotros por encima del cuidado césped pero, cuando vio de quién se trataba, se detuvo y nos hizo un gesto con la mano para que continuáramos. No me pilló de nuevas. Desde el momento en que atravesamos la puerta principal, que se encontraba a unos cinco kilómetros de la casa, había­mos pasado por varios puestos de control, y en todos los casos los vigilantes nos habían hecho gestos con las manos para indicarnos que siguiéramos adelante.

Yo examiné los oscuros terrenos mientras seguía a Trent en dirección a su aparcamiento privado, que se encontraba bajo tierra, y tuve que entrecerrar los ojos hasta que me acostumbré a la luz eléctrica. Un segundo hombre trajeado de tamaño considerable se acercó a nosotros con el ritmo y la ac­titud de alguien que sabía quiénes éramos, pero que igualmente tenía que comprobarlo. Aquel tipo tenía una pistola y un par de gafas, y me hubiera jugado el cuello a que estaban bajo el efecto de un encantamiento para poder detectar hechizos. En ese momento bajé el cristal de la ventanilla para hablar con él, pero Trent, que ya había detenido su coche, salió y le ordenó con un gesto que se acercara a él.

—Buenas noches, Eustace —dijo alzando la voz para hacerse oír por encima del ruido de nuestros coches, aunque con una cadencia fatigada que jamás le había oído antes—. La señorita Morgan desea traer su coche. ¿Podrías encontrarle un hueco, por favor? Necesitamos llegar a las estancias privadas cuanto antes.

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