Fuera de la ley (47 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Fuera de la ley
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—Rachel —dijo girándose y cruzando las piernas una vez que las sacó de debajo de la mesa. Entonces se quedó mirando inquisitivamente el amu­leto para detectar magia de alto nivel que rodeaba mi cuello magullado y las marcas de las mordeduras. Al oír su voz y evocar las numerosas veces que me había puesto en evidencia delante de toda la clase, el párpado me empezó a temblar.

—Me alegra verte tan estupenda —prosiguió mientras el interno nos miraba alternativamente intentando dilucidar cuál era nuestro estado de ánimo—. Doy por hecho que te las arreglaste para romper el vínculo familiar con tu novio… —Seguidamente, sonriendo con la calidez de un pingüino, preguntó—: ¿Puedo preguntarte cómo lo hiciste? ¿Con otra maldición, tal vez? Tienes el aura hecha un asco. —Entonces inspiró, como si su larga nariz fuera capaz de olfatear las manchas de mi alma—. ¿Qué has hecho para se te ponga así?

Yo me detuve a un metro de distancia, con actitud desafiante, e imaginé lo bien que me sentiría si le diera una patada en la garganta y la estrellara, junto con la silla, contra la pared. La muy arpía había fingido su propia muerte de­jando que tuviera que ser yo misma la que averiguara cómo romper el vínculo.

—Se rompió por sí solo cuando me convertí en la familiar de un demonio —le espeté esperando dejarla estupefacta.

El interno emitió un grito ahogado y se volvió a sentar, con sus almendrados ojos como platos y el pelo ligeramente de punta.

Sintiéndome como una sabihonda, agarré una silla y apoyé el pie en el asiento en lugar de sentarme.

—Cuando vio que el vínculo no funcionaba a través de las líneas —comencé a explicar como quien no quiere la cosa, disfrutando de la cara de espanto del interno—; forzó una conexión más sólida haciéndome tomar una parte de su aura. Eso permitió que se rompiera el vínculo original con Nick. Él no se lo esperaba.

—¿Eres familiar de un demonio? —farfulló el joven provocando que la doctora Anders le lanzara una severa mirada para darle a entender que debía cerrar el pico.

Todo aquello me estaba cansando, y cuando Takata cambió el registro y comenzó a tocar una de sus baladas, negué con la cabeza.

—No. Llegamos a un acuerdo porque los vínculos familiares no se pueden forzar. Ese era el trato. No soy familiar de nadie salvo de mí misma.

La expresión de la doctora Anders cambió tornándose ávida.

—Cuéntame cómo lo hiciste —me ordenó inclinándose ligeramente hacia delante—. He leído algo al respecto. Puedes almacenar energía de líneas lumi­nosas en tu mente, ¿verdad?

Yo la miré con cara de asco. ¿Me había avergonzado y humillado delante de dos clases por reivindicar la magia terrenal en vez del dominio de las líneas lu­minosas, y esperaba que le revelara cómo convertirse en familiar de uno mismo?

—Tenga cuidado con lo que desea, doctora Anders —respondí secamente. La bruja frunció los labios y se me quedó mirando con una antipática cara. Entonces me acerqué a ella, apoyándome en mi rodilla doblada para que mis palabras alcanzaran su objetivo—. No puedo decírselo —dije suavemente—. Si lo hago, seré suya. Del mismo modo que usted pertenece a Trent, pero de un modo más honesto.

Sus mejillas adquirieron un tenue rubor.

—No le pertenezco. Trabajo para él. Eso es todo.

El interno estaba empezando a ponerse nervioso, y tras bajar el pie de la silla, me puse a hurgar en mi bolso.

—¿Te ayudó a escenificar tu muerte? —le pregunté tras sacar el móvil y abrir la carpeta de los mensajes. «2 a.m. Sin demonios. Sigo viva». Ella no dijo nada, y después de volver al menú principal, me aseguré de que estuviera activada la opción de vibrar, lo tiré y añadí mi pistola de bolas—. Entonces le perteneces —añadí con crueldad pensando en Keasley y esperando que él no se encontrara en la misma situación.

Sin embargo, la doctora Anders se recostó en su silla y soltó un bufido por su larga nariz.

—Te dije que no estaba matando a las brujas que utilizaban líneas luminosas.

—Pero el pasado junio mató a aquellos hombres lobo.

La anciana bajó la vista y yo sentí que la ira me invadía. Lo sabía. Es posible que incluso le hubiera ayudado. Asqueada, volví a colocar la silla en su sitio, negándome a sentarme a la mesa con ella.

—Por cierto, gracias por ayudarme con mi problema —añadí.

Mi acusación hizo que se tambaleara, y su rostro se enrojeció de rabia.

—Si lo hubiera hecho, me habría arriesgado a echar a perder mi tapadera. Tenía que fingir que había muerto, de lo contrario me hubieran matado de verdad. No eres más que una niña, Rachel. No te atrevas a darme lecciones de moralidad.

Pensado que hubiera podido divertirme aún más de lo que lo estaba haciendo, y con las suaves palabras de Takata como telón de fondo repitiendo «yo te quise mejor, yo te quise mejor», le reproché:

—Ni siquiera una niña hubiera sido capaz de dejarme colgada de ese modo. Habría bastado una carta. O una llamada de teléfono. Yo no le hubiera contado a nadie que estabas viva.

Seguidamente, sujetando con fuerza mi bolso, le pregunté:

—¿Y ahora pretendes que arriesgue mi alma para decirte cómo almacenar energía de líneas luminosas?

Su postura evidenciaba que se sentía incómoda. Sin moverme de donde estaba, me crucé de brazos y miré al interno.

—¿Cómo está Quen? —le pregunté, pero la doctora Anders le tocó ligera­mente el brazo para impedir que respondiera.

—Tiene un once por ciento de posibilidades de ver el amanecer —dijo ella dirigiendo la mirada hacia una de las puertas—. Si lo consigue, las posibilidades de que salga adelante ascenderían a un cincuenta por ciento.

Las rodillas empezaron a temblarme y las apreté con fuerza. Había espe­ranzas, y Trent me había dejado conducir hasta allí pensando que su muerte era inevitable.

—Trent dice que es por mi culpa —reconocí sin importarme que la palidez de mi cara le hiciera ver lo culpable que me sentía—. ¿Qué ha sucedido?

La doctora Anders me miró con la expresión fría y distante que reservaba para sus alumnos más estúpidos.

—No es culpa tuya. Quen robó el antídoto —respondió contrayendo el gesto con desdén, sin percatarse de la expresión de culpabilidad que cruzó el rostro de su interno—. Lo cogió de un botiquín que estaba cerrado con llave. Todavía no estaba listo para utilizarlo en los test, y menos aún para consumirlo. Y él lo sabía.

Quen se había apropiado de algo, y lo más probable es que ese algo hubiera alterado su estructura genética, de lo contrario, habría estado en un hospital. Entonces sentí que el miedo se apoderaba de mí al pensar en las monstruosi­dades que se llevaban a cabo en los laboratorios de Trent, e incapaz de seguir esperando, me dirigí con paso firme y decidido hacia la puerta que había indicado la doctora Anders.

—Rachel, espera —dijo ella, como era de prever. Yo apreté la mandíbula, agarré la manivela de la puerta de Quen, y la abrí por completo. Del interior surgió una brisa algo más fresca y, en cierto modo, más ligera, acompañada de una reconfortante humedad. La habitación se encontraba a media luz, y el trozo de moqueta que pude ver era de color verde moteado.

La doctora Anders se acercó a mí, pero el volumen de la música impidió que se oyera el ruido de sus pasos. Entonces deseé que Jenks estuviera allí para que interfiriera.

—Rachel —me dijo esforzándose por utilizar su mejor tono de profesora—, tienes que esperar a que venga Trent.

Por desgracia para ella, le había perdido todo el respeto que le tuve en su momento, y sus palabras no significaron nada para mí.

Entonces me agarró el brazo y yo lo sacudí intentando no reaccionar vio­lentamente.

—Quítame la mano de encima —le susurré en tono amenazante.

El miedo hizo que sus pupilas se dilataran y, con el rostro repentinamente lívido, me soltó.

Desde el interior de la habitación se oyó una voz áspera que gritaba:

—¡Morgan! Ya era hora.

Las palabras de Quen dieron paso a una tos espesa. Era horrible, como si alguien estuviera rasgando un trozo de tela húmedo. Había oído aquel ruido antes, y me provocó un escalofrío fruto de un recuerdo reprimido. ¡
Maldita sea
! ¿
Qué demonios estoy haciendo aquí
? Seguidamente respiré hondo intentando sofocar mi miedo.

—Disculpe —dije fríamente a la doctora Anders mientras entraba. Ella me siguió y cerró la puerta dejando fuera la mayor parte de la música. No me im­portó. ¡Con tal de que me dejara en paz!

Al entrar en la habitación en penumbra, empecé a relajarme. La suite de Quen resultó ser un lugar muy agradable, con el techo bajo y decorada con colores intensos. Los escasos muebles se encontraban a una distancia consi­derable los unos de los otros, dejando un montón de espacio libre. Todo había sido dispuesto para la comodidad de una persona, no de dos. Me recordaba a un sagrario, y aquella sensación tranquilizó mis pensamientos y apaciguó mi alma. Había una puerta corredera de cristal que daba a un patio de piedra cubierto de musgo y, a diferencia del resto de las ventanas de la fortaleza de Trent, hubiera apostado lo que fuera a que se trataba de una ventana real y no de una imagen de vídeo.

La respiración de Quen me condujo a una estrecha cama que se encontraba en una parte de la amplia estancia que estaba en un nivel más bajo. Él se me quedó mirando, y noté que se había dado cuenta de que me gustaba su habi­tación, se sentía agradecido.

—¿Por qué has tardado tanto? —me preguntó pronunciando las palabras con cautela para no ponerse a toser—. Son casi las dos.

El pulso se me aceleró y me acerqué.

—Ahí abajo hay una fiesta —bromeé—, y ya sabes que no puedo resistir­me a las fiestas. Él soltó una risotada y luego hizo un gesto de dolor, como si intentara mantener la respiración acompasada.

Me sentía terriblemente culpable. Trent decía que era culpa mía, mientras que la doctora Anders sostenía lo contrario. Escondiendo mi tensión tras una sonrisa fingida, bajé los tres escalones para acceder a la zona donde estaba Quen, y que hacía que estuviera por debajo del nivel del suelo. Me pregunté si se debía a cuestiones de seguridad, o era algo de los elfos. Había un cómodo sillón orejero de piel que sin duda habían llevado hasta allí desde otra parte dela casa, y una mesita auxiliar en la que había un diario con tipas de cuero sin nombre. Yo dejé el bolso en el sillón, pero no me pareció oportuno sentarme.

Quen se esforzó por no ponerse a toser, y yo aparté la mirada para que tuviera un poco de privacidad. A un lado había varios carritos similares a los de los hospitales y un soporte para la terapia intravenosa. El goteo ira la única cosa a la que estaba conectado, y yo agradecí no tener que soportar el desagradable pitido del monitor cardíaco.

Finalmente, la respiración de Quen se reguló. Tras reunir fuerzas, me senté indecisa en el borde del sillón dejando el bolso detrás de mí. La doctora Anders nos observaba desde la parte superior, no estaba dispuesta a romper la barrera psicológica de las escaleras y unirse a nosotros. Yo miré a Quen con solemni­dad, intentando evaluar los estragos que había dejado su lucha por sobrevivir.

Su piel, que por lo general era oscura, estaba pálida y lánguida, y las cicatrices que le había dejado la Revelación mostraban un color rojo intenso, casi como si estuvieran activas. Sus cabellos oscuros estaban enredados y sudorosos y unas marcadas arrugas poblaban su entrecejo. Sus ojos verdes brillaban con una pasión y una fiereza que hizo que sintiera un nudo en la garganta. Yo ya había visto aquel brillo en otra ocasión. Era la mirada de alguien que era capaz de ver más allá de las esquinas del tiempo y que tenía ante sí su propia muerte, pero que, a pesar de todo, estaba dispuesto a luchar. Maldita sea, una y mil veces.

Yo me acomodé. Todavía no estaba preparada para coger su pequeña pero musculosa mano, que reposaba sobre las sábanas grises de algodón.

—Tienes una pinta horrible —dije finalmente, provocando una dolorosa sonrisa en su rostro—. ¿Qué has hecho? ¿Engancharte con un demonio? Espero que ganaras —añadí intentando frivolizar… sin conseguirlo.

Quen inspiró lentamente un par de veces.

—¡Lárgate, bruja! —dijo alto y claro. Yo me sonrojé, y estaba a punto de ponerme en pie, cuando me di cuenta de que estaba hablando con la doctora Anders.

Aunque sabía perfectamente que se dirigía a ella, la doctora se acercó aún más y nos miró desde arriba.

—Trent no quiere que te quedes a solas…

—¡No estoy solo! —le espetó. Su voz iba ganando fuerza conforme la usaba.

—…a solas con ella —concluyó ella en un tono cargado de odio. Era un sonido realmente desagradable, y era evidente que molestó a Quen.

—Lár…ga…te —repitió quedamente, furioso porque su enfermedad le hubiera hecho creer que podía mandar sobre él—. Hice venir a Morgan por­que no quería que la persona que presencie mi último aliento sea un apestoso burócrata o un médico. Le hice un juramento a Trent y no pienso romperlo. ¡Y ahora, lárgate! —En aquel momento empezó a toser de nuevo, y aquel sonido, similar a una tela rasgándose, me partió en dos.

Sin levantarme de la silla, me giré y, mientras ella se adentraba de nuevo en la penumbra, le hice un gesto para que se marchara. En vez de mejorarlas, estaba empeorando las cosas. Estirada y enfadada, se apoyó en un tocador con los brazos cruzados. A pesar de la oscuridad, pude ver que tenía el ceño fruncido. El espejo devolvió su imagen creando la ilusión de que hubiera dos de ella. Alguien había colocado un trozo de cinta en la parte superior que caía hacia abajo formando un suave arco sobre el cristal, y me di cuenta de que Ceri había estado allí antes de ir a rezar. Había ido a rezar, recorriendo a pie todo el camino hasta la basílica, y yo no la había tomado en serio.

La distancia que la doctora Anders puso entre nosotros pareció satisfacer a Quen, y poco a poco su cuerpo contraído se relajó y las sacudidas que le provocaba la tos disminuyeron hasta desaparecer por completo. Me sentía te­rriblemente impotente, y la tensión hacía que me doliera la espalda. ¿
Por qué querrá que vea esto
?

—¡Ostras, Quen! Pensaba que no te importaba —dije.

Él sonrió, haciendo que todas las arrugas causadas por el estrés se unieran entre sí.

—Y no me importa, pero lo de los burócratas era en serio. —Luego se quedó mirando el techo e inspiró lentamente hasta tres veces emitiendo un sonido ronco. Sentí cómo el pánico se apoderaba de mí, instalándose en un lugar de mi alma que me resultaba familiar.
Yo he oído este sonido antes
.

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