Fuera de la ley (41 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Fuera de la ley
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Ansiosa por recuperar mi vida anterior, bajé del coche de un salto y cerré con un enérgico portazo.

—Relájate, Rachel —murmuró David tras rodear el coche, agarrar su maletín y poner las sombras en su sitio.

—Estoy relajada —respondí yo, sacudiendo los pies con nerviosismo.
Por favor, que no sea Nick. Haz que, por una vez en la vida, haya hecho una buena elección
.

David vaciló y dirigió sus ojos negros hacia el perro, que asomaba por detrás de una ventana sin dejar de ladrar.

—No puedes arrestar a nadie. No tienes una orden judicial.

Yo le di un ligero empujoncito para que avanzara por el corto camino.

—Con un poco de suerte, alguien hará amago de pegarme y podré darle un buen golpe.

Con una mirada de recelo y una sonrisa irónica, David soltó una risotada.

—Limítate a decirme si los daños se deben a algún tipo de actividad demo­níaca, y luego nos marcharemos. En caso afirmativo, podrás volver y ponerle las pelotas por corbata a quien corresponda pero, en lo que a mí respecta, se trata solo de una encantadora dama con una grieta en una pared.

Sí, claro. Y yo soy la chica de los cosméticos de La cripta de Valery
.

—Como quieras —farfullé. Seguidamente me arreglé el vestido y revisé el hechizo para cambiar el color de la piel mientras nos metíamos en el porche. Quería recuperar mi noche de Halloween.

David se detuvo en el felpudo y ladeó la cabeza para observar al perro por el cristal de la ventana alargada que había junto a la puerta y que seguía ladrando como un descosido.

—Las invocaciones demoníacas no son ilegales.

Yo refunfuñé mientras introducía mis gafas de sol en aquella espantosa cartera marrón, justo al lado de la pistola de bolas, la tiza magnética y el amuleto para detectar hechizos pesados que, de momento, mantenía un agradable color verde.

—Lo ilegal es mandar a un demonio para que se cargue a alguien.

—Rachel… —dijo pacientemente intentando apaciguar los ánimos, mientras tocaba el timbre provocando que el perro se pusiera a dar saltos—. No hagas que me arrepienta de haberte traído.

Yo me quede mirando fascinada como aquella bola de pelo claro se ponía a dar volteretas.

—No sé de qué me hablas —pregunté poniendo cara de buena.

El pequeño animal se puso a aullar y, de repente, un pie lo apartó brusca­mente haciéndolo desaparecer. Cuando la puerta se abrió, yo parpadeé y me quedé mirando con la boca abierta y cara de imbécil a la mujer de mediana edad que llevaba un vestido con estampado de cachemir y un delantal como Dios manda. Esperaba de todo corazón que se tratara de un disfraz, porque el
look
años cincuenta no estaba muy de moda que dijéramos.

—Hola —dijo con el típico tono de una muñequita interpretando el papel de la perfecta anfitriona. Entonces arqueó las cejas, y yo me pregunté si me habría hecho una carrera en las medias. No parecía una invocadora de demonios, pero tampoco tenía pinta de haber perdido recientemente a su marido. Tal vez era la cocinera.

—Soy David —dijo mi compañero cambiándose el maletín y estrechándole la mano—. David Hue. Y esta es Ray, mi ayudante. Somos de la compañía de seguros. ¿Ray? Yo lo miré con severidad. No estaba allí de incógnito.

—Señorita Morgan —dije tendiéndole la mano. Ella la sacudió con una sonrisa evasiva. Entonces percibí el aroma a secuoya que indicaba que, más que de una hechicera, se trataba de una bruja, y que había estado preparando hechizos recientemente. La imagen de la dulce ama de casa no colaba conmigo. Lo más probable es que fuera capaz de estrellarme contra la pared.
Será mejor que me muestre educada
.

—Yo soy Betty —dijo dando un paso atrás y asestando un nuevo empujón al perro. Este se resbaló hacia un lado, y finalmente se colocó bajo el arco que daba al comedor—. Adelante.

David me hizo un gesto para que le precediera, y yo, sin quitarle ojo al perro, que me observaba jadeando alegremente, entré. La falda de Betty se balanceó mientras colocaba un teléfono inalámbrico junto a la puerta, entre un cuenco de caramelos y un plato de galletas escarchadas que tenían forma de calabazas naranjas y gatos negros. ¡Caray! ¡También se dedicaba a la repostería!

—Tengo entendido que ha sufrido algunos daños causados por el agua —dijo David.

Yo sentí un escalofrío al oír el ruido seco de la puerta cerrándose. La casa presentaba un aspecto de lo más pulcro, y estaba iluminada por la luz que penetraba a través de un gran ventanal. El vestíbulo era espacioso; era evidente que aquella mujer tenía mucho dinero. El reciente fallecimiento de su marido a causa de un infarto no se percibía ni en la casa ni en su rostro. Nada.

La mujer se adentró en el pasillo taconeando.

—Es en el sótano —nos comentó por encima del hombro—. Síganme. He de reconocer que estoy sorprendida de que trabajen en Halloween.

Su tono sonó algo agrio, e imaginé que Betty solo se había ofrecido a reci­birnos ese día porque pensaba que no trabajaríamos. Nadie más lo hacía.

David se aclaró la garganta.

—Nos gusta resolver las reclamaciones cuanto antes, para que ustedes puedan retomar su vida con normalidad.

Te he pillado en una mentira
, añadí para mis adentros mirando la decoración. Era todo ángulos y colores fuertes que me hicieron sentir incómoda. Olía a huevos cocidos. Sobre una mesa había un centro de lirios y rosas negras. De acuerdo, alguien se había ocupado de que todo estuviera perfecto.

Los suaves golpecitos de las uñas del perro en mi tobillo me hicieron bajar la vista y el animalito se puso a jadearme alegremente como si yo fuera su mejor amiga.

—Vete —le dije en voz baja apartándolo con la pierna. Él comenzó a dar saltos a mi alrededor con ganas de jugar.

Betty se detuvo ante una puerta blanca carente de adornos, se giró, y lo miró con cara de pocos amigos.

—¡Ya basta, Sampson! —dijo bruscamente, y el alegre perrito se sentó a mis pies barriendo las baldosas del suelo con la cola a toda velocidad.

Tras echarle una última mirada furibunda, Betty abrió la puerta, encendió la luz y comenzó a descender las escaleras. Yo miré a David, y él me indicó que bajara yo primero. Yo negué con la cabeza. No me gustaba el contraste de los tablones desnudos y las toscas paredes en comparación con la claridad de las habitaciones de la planta superior.

Él suspiró y entró en primer lugar.

Betty refunfuñó por algo, y yo inspiré hondo para mantener la compostura. No me apetecía nada bajar, pero era la razón por la que estábamos allí. Con el ceño fruncido, miré a Sampson.

—No habrá nada de qué preocuparse ahí abajo, ¿verdad, amiguito? —le pregunté. Él se puso en pie y empezó a mover la parte posterior del cuerpo solo para recibir atención.

—¡Perro estúpido! —farfullé mirando hacia abajo. Aunque tal vez no era tan estúpido, teniendo en cuenta que se quedó arriba, disfrutando de la luz del sol mientras yo seguía a la viuda Betty hacia un sótano iluminado por lámparas eléctricas. Tras bajar los dos primeros escalones, abrí la cartera y comprobé el amuleto de hechizos mortales. Nada. Sin embargo, el que indicaba la utilización de magia de alto nivel brillaba con la suficiente intensidad como para permitir leer junto a él.

—Desconozco cuánto tiempo lleva filtrando agua —se oyó decir a Betty mientras llegaba al final de las escaleras y abría una segunda puerta. Era algo inusual, pero debían de haber instalado la puerta para vampiros para aumentar su valor en caso de que decidieran revenderla—. Solo bajo cuando tengo que almacenar algo —dijo encendiendo las luces y permitiendo que se dispersara el olor a limpiador de alfombras—. Descubrí la mancha de humedad hace unas semanas, pasé el extractor por la alfombra y me olvidé por completo. Sin embargo, a principios de esta semana, la grieta se abrió y la cosa empeoró considerablemente.

David terminó de acceder al sótano y, después de echar un rápido vistazo a los amuletos, me detuve al final de la escalera. Todavía no estaba lista para que aquella mujer se interpusiera entre la puerta y yo. Era muy gruesa, y tenía una cerradura convencional en el exterior y un cerrojo en el interior. Genial. Me apostaba lo que fuera a que estaba insonorizado. A nadie le gusta que le interrumpan el descanso dominical con un montón de gritos.

Al verme allí, David hizo un gesto de asentimiento prácticamente imper­ceptible y se dirigió a la larga mesa de conferencias que estaba en medio de la espaciosa habitación. Olía demasiado a limpio, teniendo en cuenta que Betty solo bajaba allí muy de vez en cuando. Lejía y, tal vez, el espray que Ivy había utilizado el verano anterior para eliminar los restos de los círculos de sangre. El muro de bloques de cemento que estaba bajo la puerta principal presentaba una grieta del grosor de mi dedo meñique, que se extendía desde el suelo hasta el techo y de la que partían unas fisuras más delgadas que seguían las líneas de la argamasa.

Betty se acercó a David cuando el ruido de los cierres del maletín retumbó débilmente contra las paredes. Él sacó unos cuantos papeles, y yo, sintiéndome más segura, me aproximé a las grietas. Sentí un escalofrío cuando la mujer me escrutó con la mirada, incluso cuando empezó a firmar los formularios. Si aquello eran daños causados por filtraciones de agua, yo era un elfo.

Había una segunda habitación detrás de los falsos paneles de madera de pino. El techo de plafón era bajo y la moqueta marrón, que servía tan­to para el exterior como para el interior, parecía llena de mugre. No me extrañaba que a Al le gustara mi cocina; aquel era un lugar bastante des­agradable para que te invocaran. Más allá de donde se encontraban David y Betty, justo debajo de las típicas ventanas altas propias de los sótanos, se alzaba una tribuna de unos veinte centímetros de altura que ocupaba toda la pared del fondo. Entonces miré de nuevo la grieta y sonreí. Sí. Aquel lugar apestaba a invocaciones demoníacas. Había visto los daños que podían causar. El agua del suelo probablemente era la consecuencia de haber intentado quitar los restos de sangre de la moqueta.

—Disculpe, señora —dijo David intentando captar la atención de Betty—. Necesito un par de firmas más y tomar unas cuantas fotos. Después nos mar­charemos y le dejaremos que continúe con sus cosas.

Betty firmó donde David le indicó, intentando no quitarme ojo, mientras yo extraía un poco de cemento de la grieta y descubría que estaba seco por debajo.

—¿Qué está haciendo? —inquirió Betty, poniéndose rígida.

David tomó aire antes de contestar, pero yo me adelanté.

—Soy la especialista en cuestiones demoníacas del señor Hue —dije en un tono agradable, consciente de que aquella mujer no era la principal responsable, y era con su superior con quien yo quería hablar.

David torció el gesto y a mí se me iluminó la mirada. Sabía que estaba enfa­dado, pero los dos teníamos asuntos que tratar, y los míos se habían quedado en segundo plano.

—¿Cuestiones demoníacas? —preguntó Betty con voz queda.

—Se trata de una ley estatal —le mentí—. Cuando se ve afectada la integri­dad estructural de una vivienda, hay que averiguar si los daños pudieran tener origen demoníaco. —En realidad la ley no existía, pero debería.

—Yo… no sabía nada —dijo Betty palideciendo.

David frunció el ceño y yo tomé la delantera.

—Todo apunta a que tiene usted un problema demoníaco, Betty. Y muy serio. Este muro se ha abombado hacia fuera, y no hacia dentro como cabría esperar de un daño por agua. Además, como puede comprobar por los restos que he podido extraer, el cemento del interior está seco. Tendremos que llevar a cabo algunas pruebas, pero me atrevería a aventurar que, o bien alguien ha utilizado una manguera para retirar los restos de sangre, o un demonio ha orinado por toda la moqueta. En ambos casos, la cosa no pinta bien. La orina demoníaca es muy difícil de quitar.

Betty empezó a recular mientras yo adquiría cada vez más seguridad en mí misma. No iba a hacer nada. Estaba asustada.

—Rachel… —me advirtió David haciéndome un gesto para que retrocediera.

Aun así, no pude resistirme.

—David, asegúrate de hacerle una foto a esa ventana. Hay una manguera justo detrás.

—Tendrán que disculparme un momento —dijo Betty, nerviosa—. Me parece que está sonando el teléfono.

—Y por aquí el olor es bastante fuerte —añadí. A continuación, para ase­gurarme de que llamaba a su amigo, la persona que se dedicaba a invocar de­monios, y no a la SI fingiendo sorpresa, saqué el hechizo para detectar magia de alto nivel. Presentaba un color rojo intenso que iluminó mis dedos—. ¡Oh, sí! —exclamé mirando la grieta y ladeando la cabeza—. Definitivamente, voy a tener que informar de esto al departamento de manifestaciones demoníacas. En este lugar alguien ha estado practicando magia de alto nivel en los últimos días.

David tenía la cabeza gacha y se frotaba la frente, mientras Betty me mira­ba con los ojos muy abiertos y visiblemente asustada. Estaba tensa, y parecía dispuesta a echar a correr en cualquier momento. La tenía casi donde quería, pero me faltaba darle la puntilla.

—La próxima vez que intente hacer pasar daños demoníacos por otra cosa, Betty, debería esperar a que sea luna llena para limpiar la inmundicia que dejan. Y ahora, mueva el culo y vaya a llamar a su jefecillo.

Betty se echó la mano a la boca y salió disparada. Yo me puse tensa cuando oí que cerraba la puerta con un portazo, aunque no me sorprendió lo más mí­nimo. El sonido del cerrojo no presagiaba nada bueno, y el ruido de sus tacones subiendo las escaleras era totalmente de esperar.

—Rachel… —se quejó David.

—¡Ey! —grité yo cuando se apagaron las luces—. Lo que faltaba —dije con los puños en las caderas y mirando al techo con el ceño fruncido.

—No era esto lo que habíamos planeado —dijo David, y yo pude oír que cerraba de golpe el maletín. Siendo un hombre lobo, sus ojos probablemente ya se habían adaptado a la tenue luz que entraba de las escasas ventanas, pero su sombra acercándose no auguraba nada bueno, sino que resultaba espeluznante.

—Sí que lo era —dije yo—. Querías saber si el daño tenía origen demoníaco, y yo te he dado mi opinión.

—¡No esperaba que lo hicieras delante de ella! —exclamó él. A continuación suspiró y se sentó a la mesa con el maletín delante, como si quisiera esconderse tras él.

—Lo siento —le dije, y salté cuando su mano golpeó mi hombro—. Estoy acostumbrada a tratar con este tipo de gente, y sé de sobra que el jefe no dará la cara a menos que lo haga venir. Ahora mismo lo estará llamando. Tendré una charla con él y todos podremos irnos a casa para repartir caramelos entre los niños.

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