—Dígame que eso no es lo que creo que es, Faustino. Ni siquiera usted podría ser tan despiadada.
Faustino se echó a reír con su risa entusiasta de chiquilla.
—Vaya, Stefan, veo que todavía te queda una chispa de decencia. Te recuerdo en la academia, siempre tan ingenuo... Te incorporaste a la policía para ayudar a la gente y veo que todavía intentas ayudarla.
—Pero ¿un reactor nuclear? ¿Después de todas las catástrofes que la energía nuclear ha provocado en el mundo? No hay ningún gobierno que acepte la energía nuclear. ¿Cómo ha podido Myishi hacer esto?
A Stefan le costaba mucho esfuerzo hablar. Incluso el hecho de permanecer consciente requería concentración.
Faustino tamborileó con los dedos en su propia barbilla.
—Mi trabajo aquí es oficialmente extraoficial. Bueno, Ray Sol sabe perfectamente lo que estoy haciendo, pero finge que no lo sabe. De ese modo, si algo sale mal, yo cargo con toda la responsabilidad. En eso consisten todos los negocios: en encontrar alguien a quien hacer responsable. Solo que esta vez no habrá responsabilidad, solo beneficios.
Stefan se acercó tambaleándose hacia el generador. Ambos extremos eran tradicionales, pero el centro era un cubo de doble cristal y plastiglás aislado con hidrogel. La placa de la superficie era del tamaño de un campo de fútbol y, en el interior del cubo, al menos un millón de Parásitos se retorcían y daban sacudidas mientras la radiación pasaba por sus filtros biológicos.
—Recogimos a los Especnoides 4, que vosotros tuvisteis la gentileza de noquear para nosotros, con un electromagneto, y los retuvimos prisioneros con el hidrogel. El laboratorio entero tiene las cámaras de aire de las paredes repletas de hidrogel. Por eso no hay ningún Parásito encaramado a tu pecho ahora mismo.
El reactor era la viva imagen de una cámara de tortura: las criaturas que debían estar cumpliendo su función natural aliviando el dolor se retorcían en las entrañas de un reactor nuclear.
Faustino permanecía impasible ante su propia crueldad.
—La verdad es que es un invento muy inteligente. El reactor en sí es un modelo de agua, pero hemos sustituido el agua por criaturas vivas: los Especnoides 4.
Stefan se sujetó las rodillas para que no le flaqueasen.
—Está desquiciada, Faustino. Completamente loca.
Ellen Faustino arqueó ambas cejas y miró a su guardaespaldas, como si aquella fuese la afirmación más estúpida que hubiese oído en su vida.
—¿Loca? ¿Tienes idea de lo que he conseguido con esto?
—No —dijo Lorito, ansioso por ganar tiempo—. Díganoslo.
—Ah, sí, señor Lucien Bonn, el niño Bartoli. La gente también llamaba locos a los Bartoli, ¿sabéis? —Faustino se paseaba por la plancha de plastiglás del nivel del suelo que sellaba la sección central del reactor. A sus pies, cientos de miles de Parásitos se estremecían de dolor—. El problema con el reactor de agua en ebullición era que contaminaba el agua y, en última instancia, las aspas de la turbina. Los Especnoides 4 resuelven ese problema. No solo eso, sino que son mucho más eficientes para ralentizar los neutrones y devolverlos al núcleo de uranio. Mantienen el reactor completamente limpio, cien por cien eficaz, y solo usan una décima parte del total de uranio. Los Especnoides 4 son un milagro natural.
—Pero la gente sufre sin ellos —repuso Stefan entre jadeos.
—Vamos, Stefan, crece de una vez —le espetó Faustino, con su verdadera naturaleza violenta asomando a través de su imagen sofisticada—. La gente sufre a todas horas. Yo no provoco el sufrimiento. Con el NeoSol Faustino, la verdad es que tal vez ayude a la gente. Puede incluso que ponga en marcha uno de esos proyectos sociales ficticios de los que te hablé. Aunque la ayuda social solo será algo anecdótico, principalmente hago esto por dinero.
—El NeoSol Faustino —dijo Stefan con amargura. Se acercó tambaleándose al borde del generador. Unas turbinas gigantes runruneaban bajo los pies de Faustino, chispas de energía pura que danzaban alrededor de sus aspas en movimiento.
—¿Por qué, profesora? ¿Por qué todos esos «accidentes»? Arriesgar todas esas vidas... Mi madre es uno de los muertos.
Los últimos vestigios de cortesía cayeron de los ojos de Faustino como si fueran escamas.
—¡El Satélite se está cayendo, idiota! —gritó—. Está cayéndose del cielo porque pesa demasiado y está demasiado bajo. Hay demasiadas unidades comerciales para que las aguante la estructura original. Para mantenerlo en su órbita actual, en su órbita comercialmente viable, Myishi necesita un nuevo generador, un generador un poco más eficaz. Si no consigue uno, Myishi perderá todos sus contratos de publicidad. Miles de millones de dinares. Miles de millones. Y eso es solo la punta del iceberg. Myishi tiene un contrato para diez satélites más. ¡Diez! Es el trato comercial más importante de la historia mundial. Y el NeoSol Faustino proporcionará la energía necesaria para cada uno de ellos.
Stefan hizo señas a Cosmo y a Mona, que corrieron en su auxilio y lo ayudaron a levantarse, uno de cada brazo.
—Subidme —susurró con la voz cargada de agonía.
El dolor volvía a apoderarse de su cuerpo. Los jóvenes Sobrenaturalistas hicieron lo que les decía y ayudaron a Stefan a subir a la plataforma.
El guardaespaldas de Faustino se acercó un paso.
—Demasiado cerca, chico. No me hagas dislocarte unas cuantas cosas.
—No se preocupe, Manuel —dijo Faustino poniéndose de puntillas con sus sandalias—. Stefan nunca pudo ganarme en ningún combate cuando estábamos en la academia, y ahora tengo unos cuantos litros de sangre más que él y ningún agujero en el pecho.
Stefan se arrodilló en el plastiglás. Debajo de él había un infierno azul, un infierno que había creado él mismo. Un océano de Parásitos flotaba debajo de él, con la mirada vidriosa y sin vida.
Faustino se arrodilló.
—¿Es así como termina, Stefan? ¿Gimoteando en el suelo? Para eso, deberías haberte quedado en la cubeta.
El guardaespaldas se quitó las gafas de sol.
—Directora Faustino, estoy un poco nervioso. Tengo que decírselo. Y eso que no me pongo nervioso fácilmente...
—Tranquilízate, Manuel. Tú cubre a los niños. ¿Crees que podrás hacerlo?
Manuel apoyó las gafas en el puente de una nariz que le habían roto tantas veces que casi era plana.
—Sí, señora directora. Tengo a los niños vigilados.
Faustino se quitó las sandalias de un puntapié y empezó a dar saltitos como un boxeador.
—Bueno, Stefan, ¿todavía tienes fuerzas para un asalto más?
Los espasmos se apoderaron del pecho de Stefan.
—No voy a luchar contra usted, profesora.
—¿De verdad? Venga, vamos. Soy la única responsable de la muerte de tu madre, ¿recuerdas?
Stefan no respondió a la provocación.
—Hay una forma mejor de hacerle daño, Faustino.
La mujer dejó de dar saltos y de sonreír.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué forma es esa?
—Luchando desde dentro —contestó Stefan con voz casi inaudible—. Atacando desde la retaguardia, ¿recuerda?
Stefan estaba moviendo las manos, escondidas entre los pliegues de su abrigo.
—¿Qué haces? ¿Qué es lo que tienes ahí?
—Nada peligroso, solo mi teléfono móvil. Nada de qué preocuparse, directora Ellen Faustino.
—¿Un teléfono? ¿Y a quién vas a pedir ayuda?
—A nadie. No voy a pedir ayuda a nadie. Solo voy a enviar un mensaje de correo.
Faustino se acercó unos pasos.
—¿Correo?
—Tengo un amigo en la prensa que daría lo que fuese por ver el vídeo que estoy grabando ahora mismo. Me va a deber una.
Faustino tardó unos segundos en comprender lo que estaba ocurriendo, pero cuando lo hizo su cara se transformó en una versión de Halloween de sí misma.
—¡Está enviando un vídeo! Si la prensa consigue imágenes de nuestro reactor antes de que estemos preparados, será el fin.
La mujer se abalanzó sobre el ruso herido e hincó sus manos como garras en su torso. Obligó al chico a mostrarle las manos... que estaban vacías.
—¡Sorpresa! —exclamó Stefan al tiempo que abrazaba a Faustino con una fuerza animal. Ella empezó a golpearle el pecho con los puños, pero era en vano—. El abrazo del moribundo —gimió Stefan, mientras se le acumulaba el sudor en las cejas—. Será lo último que haga en mi vida.
Cualquiera familiarizado con una academia de policía había oído hablar del abrazo del moribundo: si un sospechoso se estaba muriendo y lo sabía, era mejor mantener las distancias con él, porque lo último a lo que solían aferrarse muchas veces terminaba en la tumba con ellos. Era asombroso cómo alguien a quien apenas le quedaban segundos de vida podía reunir la fuerza capaz de doblar objetos metálicos y romper huesos.
El francotirador de las vigas del techo desplazó la mira del láser a la cabeza de Stefan.
Manuel habló a un micrófono que llevaba oculto en la manga.
—No. No dispares. Repito. No dispares. Yo me ocuparé de esto.
—No soy yo el que está grabando imágenes de vídeo —susurró Stefan—. Es Lorito.
—¡Coge al chico! —gritó Faustino—. ¡Al rubio!
Manuel apuntó a Lorito con su vara electrizante.
—¿Tienes un teléfono, chico? Pues venga, dámelo.
—Sí, tengo un teléfono. Tranquilo, Manuel. Solo voy a meter la mano en el bolsillo y a sacarlo.
Manuel asintió con la cabeza.
—Muy bien. Hazlo, pero que sea muy despacio. No me hagas que te empaquete.
Lorito mantuvo una mano en el aire y metió la otra en el bolsillo. Sacó el teléfono con dos dedos.
—Mira, aquí está. Ningún problema. Ahora te lo llevo.
—No, quédate donde estás. Tírame el teléfono.
Lorito hizo a Cosmo una señal casi imperceptible.
—¿Quieres que te lo tire?
—Eso he dicho. ¿Qué te pasa? ¿Eres idiota además de contrahecho?
—Muy bien, Manuel. No te pongas nervioso, ahí va.
Lorito lanzó el teléfono al aire, mucho más alto de lo necesario. Un par de ojos siguieron su trayectoria, los de Manuel. Cosmo y Mona desenfundaron sus varas electrizantes y dispararon al guardaespaldas al menos cuatro balas de celofán. El virus se propagó por su cuerpo y lo envolvió por completo en apenas segundos.
Lorito sonrió.
—Eso ha sido digno de admiración —comentó mientras recuperaba el teléfono.
—Idiota —exclamó Faustino con la voz amortiguada por el cuerpo de Stefan—. Imbécil.
—Se le acaban las opciones, profesora —dijo Stefan débilmente.
Faustino se retorció para encararlo.
—No te engañes, Stefan. Todavía me queda mi francotirador. Puede mantener a tus Sobrenaturalistas lejos del plastiglás hasta que te mueras, cosa para la que ya no debería faltar mucho.
La mira del láser del francotirador fue de un objetivo a otro. El hombre de las vigas no sabía a quién cubrir.
—Ríndete, Stefan. No tienes escapatoria.
El punto rojo se perdió por el plastiglás y Cosmo, Mona y Lorito se agacharon detrás de una hilera de vagones de monorraíl.
Stefan sonrió. Tenía sangre en los labios.
—Ahora están a salvo. Estamos solos usted y yo.
—Nada ha cambiado. Sigue siendo una simple cuestión de tiempo.
La voz de Lorito perforó el zumbido del generador.
—No lo hagas, Stefan. Tiene que haber otro modo.
—¿De qué está hablando? —inquirió Faustino.
Stefan no le respondió.
—Lo siento, Lorito. Lo siento por todos vosotros. A partir de ahora tendréis que arreglároslas solos.
Cosmo agarró a Lorito del hombro.
—¿Qué ha querido decir con eso?
Lorito enterró la cabeza en las manos.
—Stefan se está muriendo. La bala le ha dado demasiado cerca del corazón. Quiere que su muerte tenga sentido.
—¿Que tenga sentido? —dijo Mona—. ¿Qué sentido?
Lorito asomó la cabeza por encima de lo alto del vagón.
—El fin del dolor.
Con la última gota de fuerza que le quedaba en las piernas, Stefan se puso de rodillas, arrastrando consigo a la inmovilizada profesora Faustino.
El punto del láser le parpadeó en los ojos y se detuvo en su frente.
—¡Voy a matarla! —gritó a las vigas del techo—. Mató a mi madre.
Faustino intentó gritar, pero tenía la cara asfixiada en el pecho de Stefan.
—¡Lo digo en serio! ¡Voy a matarla!
El punto empezó a titubear. El francotirador no estaba seguro de querer disparar.
—¡Es mujer muerta!
El pistolero oculto tomó su decisión. La boca de un cañón emitió un destello entre las sombras y lanzó una bala subsónica que recorrió la trayectoria del haz del láser y desparramó su capa de gel mientras se desplazaba.
Stefan vio el destello. Lo había estado esperando. Había contado con él. Dejó que le fallaran las rodillas y se desplomó en el suelo una centésima de segundo antes de que la bala subsónica le pasara rozando la oreja y atravesase perforando directamente las capas gemelas de plastiglás.
Faustino vio cómo el gel burbujeaba a través de los agujeros.
—No —acertó a decir con un hilo de voz.
La bala se incrustó en el interior del reactor y arrancó una esquirla de una de las turbinas. La esquirla salió disparada en espiral hacia arriba y agujereó el plastiglás como si fuera un dedo atravesando la arena. Cada vez se desparramaba más y más hidrogel y dispersaba a los Parásitos que aún tenían fuerzas para moverse. Las luces de alarma se encendieron en una docena de paneles de mandos, que cerraron y sellaron automáticamente las secciones nucleares del reactor. Sin embargo, la zona de los Especnoides 4 estaba irremediablemente resquebrajada: decenas de grietas recorrían la superficie, compitiendo unas con otras para ser las primeras en llegar al borde. Cada grieta daba origen a un centenar más, hasta que no quedó un solo centímetro cuadrado sin plastiglás intacto. El hidrogel caía en oleadas y provocaba una docena de incendios en el suelo, debajo. Los Parásitos se apartaban de su camino, pero no podían huir sin energía limpia.
Faustino apoyó la mejilla en el plastiglás.
—Suéltame —suplicó.
Stefan la soltó.
—Es demasiado tarde, profesora —dijo—. No se preocupe, no sentirá nada.
Faustino se levantó, pero antes de haber podido avanzar media docena de pasos la superficie transparente se vino abajo por completo y arrojó a ambos al vientre de la sección central del reactor. Todas las ventanas del edificio estallaron, mientras ríos de hidrogel seguían manando de los paneles de cristal doble.