Stefan aterrizó de espaldas, pero no sintió dolor. No había dolor porque un Parásito solitario se le había abrazado al pecho. La agonía fluyó del cuerpo del Sobrenaturalista a la criatura.
—Toma —dijo Stefan, arrastrando las palabras—. Sé libre.
El Parásito extrajo el dolor en un cordón de color plata reluciente. En apenas segundos, su corazón seco empezó a palpitar con energía de nuevo. Los ojos redondos y cálidos del Parásito se clavaron en los de Stefan.
—Ahora lo entiendo —dijo Stefan. Y aún pronunció una palabra más después de eso. Una palabra con su último aliento—: Mamá.
El Parásito extendió una mano de cuatro dedos y la apoyó en el hombro de un hermano agonizante. Una ráfaga de energía fluyó del uno al otro y liberó al segundo. Y así, el dolor de Stefan se extendió y se dividió entre miles de Parásitos, que se dieron unos a otros la energía suficiente para escapar del reactor nuclear y encontrar la energía para liberar a más Parásitos. Subieron correteando por las paredes, esquivando los pegotes de hidrogel, y se diseminaron por el laboratorio como la hojarasca atrapada en un torbellino.
El corazón de Stefan había dejado de latir, pero aún tuvo tiempo de verlos marchar. Y en medio de todo ese azul, vio algo más. Un lugar distinto. Un lugar diferente.
Cosmo y Lorito estaban asomados al borde de la parte central del reactor. Lorito parecía un niño de verdad, con unos lagrimones rodándole por las mejillas.
—Tenías que hacerlo, Stefan —exclamó entre sollozos—. Tenías que hacerte el héroe, idiota. No te habría servido nada más.
Cosmo, como de costumbre, no podía creer lo que estaba ocurriendo.
—¿Quieres decir que provocó al francotirador adrede?
—Pues claro. Una bala era el único modo de atravesar el plastiglás. Estaba esperando el destello en la boca del arma. Balas lentas, ¿sabes?
Los Parásitos se arremolinaron alrededor de los muchachos en busca de energía. Algunos de ellos ya habían regresado a través de las ventanas hechas añicos, cargados de nueva energía para liberar a los demás. Un Parásito se quedó suspendido encima del hombro de Cosmo, con la cabeza ladeada en actitud expectante.
Cosmo dio un paso hacia atrás.
—Está percibiendo algo.
Un punto rojo apareció en su pecho.
—¡Oh, no! —exclamó Lorito—. El francotirador sigue ahí arriba. No te muevas. Intentaré negociar.
Lorito levantó las manos y se volvió hacia el origen de la raya roja.
—Faustino ha muerto —gritó a las sombras—. No tiene que hacer esto. Tenemos dinero.
Durante unos instantes no hubo ninguna reacción, pero luego el ruido familiar de una bala de celofán al ser disparada y hacer impacto inundó el espacio. Mona surgió de entre las sombras, arriba, en las vigas del techo.
—Aproveché la confusión —dijo—. Es lo que Stefan me enseñó. —Hizo una pequeña pausa tratando de reunir el coraje para preguntar—: ¿Ha muerto?
—Sí —contestó Cosmo—. Ha muerto.
Y también había desaparecido el Parásito que tenía encima del hombro.
Mona se quedó en silencio unos minutos y Cosmo creyó ver cómo temblaba su esbelto cuerpo. Después de eso, la joven se serenó.
—Entonces será mejor que nosotros también nos vayamos. Las alarmas están sonando en todo el edificio. Los leguleyos llegarán de un momento a otro.
Era verdad. Cosmo ya oía el aullido de las ambulancias a lo lejos. Se asomó al borde por última vez y luego salió corriendo hacia la escalera y la libertad.
Utopian Acres, afueras de Ciudad Satélite, dos semanas más tarde
POR
increíble que parezca, Ellen Faustino sobrevivió para comparecer ante el presidente de Myishi Corporation. En cuanto le hubieron insertado los injertos cutáneos la llevaron en helicóptero a la finca del alcalde Ray Sol en Utopian Acres.
El alcalde Ray Sol, quien, casualmente, también era el presidente de Myishi Corporation en Ciudad Satélite, interrumpió especialmente un partido de golf para hablar con ella. Ray era un personaje extravagante que nunca se vestía de manera informal, en ninguna ocasión. El atuendo de ese día consistía en un suéter de cuadros rosa y amarillos con gorra de visera a juego, pantalones bombachos de tweed y calcetines de rombos.
El alcalde aposentó su oronda barriga detrás de un escritorio con patas de marfil y se sirvió un vaso de agua purificada, mientras Faustino hacía una mueca. Bebió durante largo rato, eructó suavemente y lanzó un suspiro.
—Ellie, Ellie, Ellie... ¿Qué estabas haciendo en ese laboratorio de I+D? — Hablaba con delicadeza, pero Faustino sabía que era el hombre más cruel que había conocido en toda su vida.
—Ray... Presidente Sol, con todos mis respetos, usted sabía exactamente qué estaba haciendo. Se lo expliqué.
—Ah, ¿sí? —exclamó Sol con aire inocente—. Pues no recuerdo haber mantenido esa conversación, y parece ser que tampoco ha quedado registrada en ningún sitio. No, me temo que esta vez tendrás que arreglártelas sola, Ellie. Es una pena que la prensa le haya echado el guante a ese vídeo. Fabricando un reactor nuclear... pero ¿en qué estabas pensando?
Faustino se enfureció.
—Estaba pensando en salvar a esta empresa de la ruina. Ya vio las cifras... Y lo habría conseguido de no haber sido.
—Ya lo sé, de no haber sido por una panda de naturistas que entraron desnudos en tu laboratorio.
—Sobrenaturalistas —replicó Faustino, apretando los dientes con fuerza—. Y son mucho más peligrosos de lo que usted cree, aunque haya muerto su cabecilla.
—Sí, bueno, a lo mejor los someto a vigilancia. Bueno, el caso es que no tienes que preocuparte por eso, teniendo en cuenta que estarás muerta.
A Faustino se le heló el corazón.
—¿Muerta? Pero, señor presidente, no hay necesidad de...
Sol la hizo callar con un movimiento de la mano.
—No muerta, muerta, Ellie. Muerta periodísticamente hablando. Tenemos que dar a los periodistas un chivo expiatorio, y vas a serlo tú. Por desgracia, el cuerpo quedó demasiado desfigurado para poder ser identificado y no creo que nadie pueda reconocerte, no con tu nueva cara.
Faustino se ruborizó, algo que no hacía desde que era una colegiala.
—Entonces, ¿qué es lo que tiene Myishi planeado para mí?
Sol se recostó en su asiento hasta que este crujió.
—El hecho, Ellie, es que tu reactor era nuestra mejor apuesta. No sé cómo lo hiciste, pero las cifras de las pruebas que hiciste eran muy prometedoras. Tus criaturas Especnoides 4 lo estaban haciendo la mar de bien.
A Faustino se le iluminó el rostro.
—Entonces, ¿no va a cancelar el proyecto?
—Pues claro que no, pero vamos a tener que ser mucho más discretos.
—¿Cómo de discretos?
Sol sonrió.
—Como en el Polo Sur. —Faustino estuvo a punto de protestar, pero sabía demasiado bien qué le pasaba a la gente que ponía objeciones a Ray Sol—. ¿Te parece bien?
Ellen compuso una sonrisa forzada.
—El Polo Sur. Aislados. Sin interrupciones. Bien.
El alcalde Ray Sol se levantó y se alisó el jersey de cuadros.
—Así me gusta, Ellie. Un helicóptero te espera para transportarte a las instalaciones del Antártico. Que tengas un buen viaje.
—Excelente. Muchas gracias, señor alcalde.
Faustino se levantó con ayuda de una muleta y se fue renqueando hacia la puerta del despacho.
—Ah, y... ¿Ellie?
—¿Sí, señor alcalde?
—Solo tienes una segunda oportunidad. Si vuelves a fastidiarla, puede que necesites a uno de esos Especnoides 4 para ti sola. ¿Queda claro?
—Como el agua, señor alcalde.
1405 de la calle Abracadabra
Del almacén de la calle Abracadabra quedaba poco más que las ventanas y las paredes, y casi todas las ventanas estaban agujereadas por donde habían entrado los leguleyos. Los Sobrenaturalistas estuvieron dos semanas limpiando, arreglando y llorando la muerte de su compañero, tratando de reparar los daños infligidos por Myishi. Todavía les quedaba mucho por hacer.
—Todavía nos quedan los catres para dormir —dijo Mona, intentando poner al mal tiempo buena cara tras una jornada especialmente agotadora.
Lorito dio una patada a los restos rotos del frigorífico.
—Caramba, una buena noticia... Catres, menos mal. Pero no hay nada de comer.
Cosmo trataba de conectar un disco duro destrozado a un ordenador destripado.
—Mona ha traído unas
pazzas
antes. Las ha dejado encima del motor de la Furgomóvil. Aunque a lo mejor ya no te gustan las
pazzas,
después del incidente del HALO.
El niño Bartoli se frotó las manos.
—¿Estás de guasa? Sería incapaz de echarle la culpa de mi debilidad de estómago a un trozo de comida en perfecto estado —se rió, dirigiéndose al ascensor—.
Pazzas
y catres. ¿Qué más podría desear?
De repente, un cansancio inmenso se apoderó de los huesos de Cosmo. Enderezó una silla y se sentó en ella. Sin embargo, el hecho de sentarse no pareció ayudarle demasiado. Apenas había dormido cuatro horas seguidas desde que habían perdido a Stefan. A veces todo parecía tan absurdo...
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó a Mona después de varios minutos en silencio—. Sin él.
Mona se encogió de hombros.
—Sobrevivir, igual que hemos hecho hasta ahora, igual que hace todo el mundo. Ciudad Satélite va a sufrir muchos cambios. Cada vez más gente se va a ir a vivir fuera de los límites. Dentro de unos años, puede que incluso no exista ningún Satélite. Tendremos que ir labrándonos nuestro propio camino. Al menos estamos vivos. Al menos tenemos amigos.
Cosmo no estaba listo para sentir consuelo todavía.
—Pero él nos mantenía unidos. Nos hacía seguir adelante.
Mona se aclaró la garganta.
—¿Sabes una cosa, Cosmo? Técnicamente, allí, en el laboratorio, te salvé la vida.
Cosmo seguía mirando al suelo.
—Tienes razón. Con el francotirador. Quería darte las gracias pero es que todo sucedió tan...
De pronto, Cosmo recordó una conversación que habían mantenido en la azotea.
«A lo mejor la próxima vez eres tú quien me salva la vida a mí —le había dicho a la chica—. Y entonces te deberé un beso.»
Cosmo levantó la mirada. Mona tenía lágrimas en los ojos, pero estaba sonriendo. El joven se levantó despacio, preguntándose de repente si le sobresalía la placa de la frente.
—Te debo un beso.
Mona se señaló la mejilla.
—Tienes razón. Me lo debes.
La placa de la rodilla de Cosmo empezó a picarle.
—La verdad es que yo nunca... Nunca he...
Mona esbozó una sonrisa maliciosa.
—A lo mejor deberíamos olvidarnos del asunto.
Cosmo asintió con la cabeza.
—A lo mejor.
Y entonces la besó.
Por supuesto, Lorito escogió precisamente ese momento para volver cargado de
pazzas.
—¡Vaya, lo único que me faltaba! —exclamó tirando a la papelera de reciclaje un envoltorio vacío—. Ahora voy a tener que soportar vuestras miradas de tortolitos enamorados cada vez que salgamos a cazar criaturas sobrenaturales.
—¿Criaturas? —repitió Cosmo—. ¿Qué criaturas? Los Parásitos son buenos, ¿recuerdas?
Lorito empezó a trastear en la parte posterior de su televisor favorito.
—¿Parásitos? ¿Quién ha hablado de ellos? Para ser sincero, hay cosas mucho peores que los Parásitos. Solo porque vosotros no podáis verlas, eso no significa que no existan. Yo, en cambio, soy sensible, ¿recordáis? Un niño Bartoli. Nada puede ocultarse a mis ojos.
Lorito dio un enorme mordisco a su segunda
pazza.
—Creedme —farfulló con la boca llena—. El trabajo de los Sobrenaturalistas no ha terminado, ni mucho menos. Pero necesitamos equipo. ¿Qué nos queda?
Mona extrajo una tarjeta de arranque del bolsillo.
—Tenemos la Furgomóvil.
Lorito asintió con la cabeza.
—Por algo se empieza.
Eoin Colfer nació y creció en Wexford, Irlanda. Tiene cuatro hermanos, Paul, Eamon, Donal, y Niall. De niño asistió a la escuela Wexford Christian Brothers School. Su padre, Billy, era maestro de escuela primaria, así como artista e historiador. Su madre, Noreen, era una profesora de teatro. Desde la primaria demostró gran pasión por la escritura, leyendo libros sobre vikingos inspirado por sus lecciones de historia, cuando cursaba sexto grado de primaria escribió su primer trabajo: una obra de teatro sobre vikingos en la que todos los personajes morían, menos él. En 1986, Colfer se recibió como maestro de escuela, pero continuó escribiendo en su tiempo libre.