—Eso lo podríamos haber solucionado desde aquí. Habéis venido desde muy lejos para tan poca cosa.
—Sin ánimo de ofender, pero es que vosotros cobráis un riñón y parte del otro solo por limpiar las placas solares, y estábamos por los alrededores. Tenemos el código, así que actívanos el puerto y ya está.
—Introducid el código primero. Luego ya hablaremos de vuestro puerto de mantenimiento.
Stefan le dio el teléfono a Mona, que introdujo el código de diez dígitos dos veces. La segunda, a modo de verificación.
—Vale —rezongó el hombre de seguridad de mala gana—. Estáis dentro. Puerto setenta y cinco. Seguid las luces de aterrizaje y no dejéis vuestro puerto.
—Recibido, Satélite. Que tenga un buen día.
La orden de seguir las luces de aterrizaje era innecesaria, pues fue el ordenador el que se acopló a la frecuencia de los faros rojos y dirigió el HALO al puerto setenta y cinco. Los faros estaban dispuestos en círculos concéntricos que actuaban como una diana, acercándolos a una pasarela de acero que se extendía del plato, una de las cientos de pasarelas que estaban ensambladas en aquella parte. El logotipo de Krom estaba pintado en la pasarela. La nave aterrizó con una sacudida chirriante y dos
dish-jockeys
se apresuraron a asegurar los cables de proa y de popa.
—Ya estamos dentro —anunció Stefan, al tiempo que desabrochaba el arnés de Lorito—. Pon a punto los cables mientras me visto con el traje. — Cogió una maleta del compartimento superior y desapareció en la letrina.
Lorito desenrolló un conducto enroscado de la bahía de carga. En su interior había dos cables: un cable de electricidad y otro de módem. La vieja nave no iba equipada con un sistema
wireless
para aquel volumen de información.
—Para Myishi, solo estamos recargando baterías y sustituyendo el chip de vídeo de Krom, pero mientras está ahí fuera el jefe, conectará el cable del módem y secuestraremos el Satélite para hacer una búsqueda clandestina.
—¿Cuánto tardará?
—No mucho, Cosmo. Debería bastar con un minuto. Si tarda más, Myishi sabrá lo que estamos haciendo. También hay que contar con que los de Krom de verdad estarán aquí de un momento a otro.
Stefan salió de la letrina. No llevaba el traje.
—Se suspende la misión —dijo—. Tendremos que encontrar otra manera.
Mona hizo girar el asiento para encararse con él.
—¿Qué? ¿Otra manera? ¿Por qué?
Stefan les enseñó el traje. Llevaba el nombre de Floyd garabateado en la placa de identificación con tinta roja.
—Este traje. Es demasiado pequeño.
—No —repuso Mona—. Los trajes espaciales son talla única. El diseño de los brazos y las piernas es de acordeón.
Stefan suspiró.
—Por lo general así es, pero este traje es del siglo pasado. Hecho a medida para un individuo en concreto. Un individuo bajito. No va a funcionar. Se suspende la misión, antes de que nos descubran.
Mona se desabrochó los botones de su chaleco antigravedad.
—Entonces iré yo, Stefan.
—Aunque me gustase la idea, no es práctica. Tú eres el piloto, Mona. Si el ordenador de a bordo se estropea, cosa que bien podría suceder en este trasto volador, entonces dependerá de ti que volvamos o no a casa.
Mona se mordió el labio inferior. Stefan tenía razón.
—Lorito. Tú sabes cómo funcionan los ordenadores. Irás tú.
El niño Bartoli se cruzó de brazos. El lenguaje corporal fue más que elocuente para todos, pero solo por si acaso quedaba todavía alguna duda dijo:
—Ni lo sueñes, Vasquez. Ni una caja entera de hormonas de crecimiento haría que me metiese en ese traje. Además, tal como ha dicho Stefan, el traje no es ajustable. Si me pones esa cosa, pareceré un bebé jugando a disfrazarse de gigante.
A Cosmo se le secó la garganta de repente. Nadie iba a pedirle que lo hiciera él; él era el novato. Dependía de él ofrecerse como voluntario.
—Yo lo haré —soltó.
Stefan lo amenazó con un dedo rígido.
—No —dijo con una rotundidad apabullante—. Cierra la boca, Cosmo. No sabes lo que dices.
El cerebro de Cosmo estaba de acuerdo con él: no tenía ni idea de lo que decía, pero formaba parte del equipo y había que completar aquella misión.
—Yo iré. El traje me irá bien, y solo tengo que conectar unos cuantos cables, ¿verdad?
Mona no estaba tan entusiasmada como él esperaba.
—No sé, Cosmo. Podría ser peligroso. A lo mejor deberíamos suspender la misión.
Lorito subió flotando hasta la altura de su cabeza.
—Escucha a Vasquez, chico. Yo no me preocuparía por el trabajo, lo que debería preocuparte es la posibilidad de quedarte flotando en el espacio para toda la eternidad.
Cosmo señaló el parabrisas. La pasarela apenas medía seis metros.
—Veo el puerto desde aquí. Iré sujeto en todo momento. ¿Qué podría salir mal?
Lorito se dio una palmada en la frente.
—Tenías que decirlo, ¿no? Ahora serás gafe seguro.
—Sé lo importante que es esto —aseguró Cosmo—. Si volvemos a Ciudad Satélite sin ese escaneo, ¿cuánto tiempo tendrá que pasar para que se nos presente otra oportunidad? No veo cuál es el problema. Esto es mucho menos peligroso que ir por ahí saltando por los tejados, y no teníais ningún problema con eso.
—Ya lo sé, Cosmo —dijo Stefan—, pero he aprendido mucho a lo largo de la semana pasada. He recobrado el sentido común.
Cosmo extendió las manos para que le dieran el traje.
—Cinco minutos y tendremos el mapa de todos los nidos de Parásitos de la ciudad.
Stefan se lo dio.
—Cinco minutos, Cosmo. Luego te traemos adentro.
Cosmo tenía el mundo a sus pies. Al mirar abajo, a través de la rejilla metálica de la pasarela, veía la Tierra, más de ochenta kilómetros más abajo. Desde ahí arriba parecía muy dañada: a través de los huecos entre los bancos de niebla tóxica multicolor, Cosmo veía con toda la claridad los incendios forestales de Los Ángeles que habían ocupado los titulares de las noticias de todo el mundo durante más de un mes.
El plato de la antena del Satélite se cernía sobre él como la gigantesca oleada congelada de un maremoto, dispuesto a abalanzarse sobre él y las demás lanzaderas atracadas en los distintos puertos de un momento a otro. Había al menos otras cuarenta naves acopladas solo en aquel nivel. Docenas de
dish-jockeys
estaban haciendo lo mismo que él hacía en esos momentos: conectar el ordenador de su HALO con el Satélite.
El casco de Floyd no llevaba intercomunicador, así que lo único que oía Cosmo era su propia respiración, amplificada por el casco esponjoso. Al menos el visor estaba recubierto de un espray antiniebla, por lo que la visión era nítida, aparte de unas cuantas rayas y marcas en el cristal del visor.
Cosmo empezó a hablar consigo mismo, para hacerse un poco de compañía.
—Muy bien, Cosmo. Esto no tiene ningún secreto: coges el cable y lo enchufas al puerto. Conectas el ordenador de bolsillo, esperas sesenta segundos, y luego vuelves a enrollar el cable. Es así de sencillo.
Las botas de Floyd no eran magnéticas, así que Cosmo tuvo que arrastrarse por el casco de la nave centímetro a centímetro. El espacio parecía absorberlo suavemente, animándolo a que se dejase llevar. Sin embargo, aunque lo hiciese, había una cuerda extensible que lo mantenía sujeto al HALO.
—Todo saldrá bien. Manos a la obra.
Stefan y Mona estaban asomados a la ventanilla, observando sus movimientos con ansiedad. Cosmo les hizo una señal de que todo iba bien para tranquilizarlos y luego se agachó para coger el cable del tubo hermético. Sacó el tubo blanco y se lo pegó a una cinta de velero que llevaba en el pecho. Sus movimientos eran lentos y torpes debido a la baja gravedad.
Cosmo se dirigió al puerto, tratando de controlar sus miembros mientras, a su alrededor, los
dish-jockeys
hacían piruetas y rebotaban en la cara del plato de la antena.
Al tacto, la barandilla de seguridad le parecía minúscula con aquellos guantes acolchados, y la comprobaba constantemente para asegurarse de que la sujetaba de veras. Avanzó por la pasarela arrastrándose centímetro a centímetro, con las botas flotando tras de sí y el cordón umbilical de la cuerda extensible formando ondulaciones como una comba a cámara lenta.
Por fin, Cosmo llegó al plato del Satélite. Su primera tarea consistía en conectar la placa pirata de Lincoln, así que se sacó la placa Lockheed de un bolsillo y la ensambló directamente con otra. Las placas eran tan finas que, desde lejos, era prácticamente imposible discernirlas. Solo estaba a tres metros de los puertos de conexión. Los pasamanos zigzagueaban por toda la superficie del plato y Cosmo tiró de sí hacia arriba, dejando la estela de ambos cables detrás. Ya solo le quedaba un metro y medio, ya casi había llegado.
Los enchufes de conexión del módem y de electricidad tenían una tapa de seguridad abatible. Lo único que debía hacer Cosmo era abrirla y enchufar ambos cables. Muy sencillo... solo que no llegaba. Debido a la curvatura del plato, la tapa de seguridad quedaba más lejos que las placas solares y el cable extensible de Floyd era poco más de medio metro demasiado corto. Cosmo extendió el cable hasta el límite de su elasticidad, pero seguía siendo demasiado corto. Le parecía increíble haber llegado tan lejos y no poder conseguirlo por tan poco.
Se volvió despacio para mirar la nave. En el interior, Mona le hacía señas para que regresase.
—¿Qué puedo hacer? —se dijo con la voz retumbándole en el casco—. No hay otra solución.
«Más que desatar el cable extensible. Solo un segundo.»
La idea le surgió de la nada. ¿Desatar la cuerda? Una locura.
Solo un segundo. Engancharla a las barandillas y conectar el cable. Dos pasos y ya estaba.
Tal vez, pero un paso en falso y se quedaría perdido en el espacio para siempre.
«Dos pasos.»
—Idiota —se dijo Cosmo, al tiempo que desataba la cuerda.
Vio a Stefan por el rabillo del ojo. Unas nociones básicas de lectura de los labios le dijeron que, básicamente, el Sobrenaturalista estaba de acuerdo con la opinión que Cosmo tenía de sí mismo: era un idiota. Mona estaba golpeando la pantalla de plastiglás con las palmas de las manos. Ella tampoco parecía demasiado impresionada.
Cosmo utilizó una mano para sujetar la cuerda extensible a la barandilla, con mucho cuidado de no soltarse con la otra. No es que fuese a convertir aquello en una costumbre, con una sola vez sería suficiente. Siempre y cuando no perdiese la concentración, todo iría bien.
Apenas dos pasos después, ya estaba en el puerto de conexión. Cosmo pasó el brazo por los barrotes de la barandilla y encajonó el codo entre ellos. Ni dos rinocerontes tirándole de las botas conseguirían arrancarlo de allí. Arrancó el tubo de la tira de velero del pecho y lo conectó al puerto. En el interior, el cable de corriente y el cable del módem encajaron en su sitio. Una luz verde parpadeó en un panel junto al portal. Contacto. Ahora lo único que tenía que hacer era contar hasta sesenta.
Stefan estaba encorvado sobre el portátil que había conectado al ordenador de a bordo.
—¿Funciona? —preguntó Mona con la cara y las manos apretadas contra el cristal.
Stefan levantó un dedo.
—¡Espera!
—No me puedo creer que se haya desatado. Será estúpido... Espero que no crea que con eso va a impresionarme, porque no me impresiona. ¿Funciona?
Stefan dio una palmada.
—¡Está funcionando! Ahora lo único que necesitamos son sesenta segundos.
A pesar de que Mona fingía no estar impresionada, Lorito sí que lo estaba.
—Adiós a otro Oteador. Vamos a tener que poner un anuncio en la tele: «Se busca chico loco con inclinaciones suicidas». Placas robóticas incorporadas.
—Sé un poco más optimista —le espetó Mona—. Lo único que tiene que hacer es aguantar sesenta segundos.
Lorito se echó a reír.
—Sesenta segundos. Con la suerte que está teniendo últimamente, como si tiene que aguantar toda la vida. No me extrañaría nada que un meteorito decidiese estrellarse contra el Satélite justo ahora.
Cosa que, por supuesto, no sucedió.
Cosmo estaba contando.
—...Cincuenta y ocho elefantes, cincuenta y nueve elefantes, sesenta... elefantes.
Un elefante más, solo por si acaso. Había llegado el momento de volver a la cuerda extensible. Estaba desconectando el tubo con los cables cuando un temblor apenas perceptible sacudió la totalidad del Satélite.
Cosmo miró hacia arriba: una unidad residencial parecía un poco torcida. En su interior, se veía a la gente dando tumbos por delante de las ventanas. Otro temblor, en esta ocasión mucho más fuerte. A su alrededor, los
dish-jockeys
empezaron a tambalearse y a flotar hasta el extremo de sus cuerdas. Decididamente, le pasaba algo a aquella unidad residencial: dos de sus esquinas se habían despegado por completo de la estructura principal. Entonces se produjo un tercer temblor, una sacudida monstruosa comparada con las otras dos. El cubo residencial se separó por completo... y también Cosmo.
Con un grito de sorpresa que solo él podía oír, los dedos del adolescente fueron arrancados de cuajo de la barandilla y se fue flotando a la deriva en el espacio.
A su alrededor, las luces de emergencia empezaron a parpadear en los cascos de todos los
dish-jockeys,
alertándolos del peligro. La unidad residencial siguió separándose de la estructura principal, empujada por el gas que emitían los tubos de mantenimiento, arrancados. Lo único que podía hacer Cosmo era observar y no permitir que el pánico se apoderase de él. Si caía presa del pánico, tendría que respirar más profundamente y sus reservas de oxígeno ya se estaban aproximando al color rojo.
El rescate fue fantástico. Docenas de
dish-jockeys
se lanzaron al vacío, tratando de capturar la unidad antes de que saliese fuera de su alcance. Envolvieron los miembros alrededor de cualquier protuberancia, aferrándose a ellas como anclas humanas. Varios saltaban repetidamente en uno de los extremos de la unidad para así darle la vuelta y hacer que los propulsores de gas la devolvieran al Satélite. Era algo formidable: aquellos seres eran cowboys del espacio. A Cosmo le dieron ganas de aplaudir... justo antes de recordar su propia desgracia.
Algo se estrelló contra su pecho. El primer pensamiento de Cosmo fue fugaz y absurdo: «¡Un extraterrestre!». Pero no, era un
dish-jockey.
El hombre tenía la cara roja y arrojaba saliva al interior de su visor.