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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (13 page)

BOOK: Futuro azul
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Stefan hizo rechinar los dientes, tanto por frustración como para acallar la sonrisa que estaba a punto de aflorar a sus labios.

—Lorito, uno de estos días voy a tener que apuntarte a un parvulario, así que ayúdame un poco, ¿quieres? De acuerdo, llévate a Mona y bajad cerca del nivel del suelo. Pero no corráis ningún riesgo. Esta no es la clase de gente con la que estamos acostumbrados a tratar, estos son asesinos armados. Si podéis ayudar a alguien, ayudadlo, pero mi consejo es que antes le administréis un sedante. Y poneos las placas para la cabeza, nunca se sabe.

Lorito sonrió.

—Stefan, eres encantador.

El niño Bartoli se deslizó entusiasmado por el hueco de una escalera que conectaba con la planta inferior, con movimiento firme y seguro. Mona se fue tras él, refunfuñando entre dientes. Se desplazaron por varios tubos y barandillas hasta que se sentaron a horcajadas sobre un conducto de cables que había justo encima de la cadena de montaje. En caso de catástrofe, les resultaría muy sencillo tender un puente al nivel del suelo.

Stefan siguió su avance a través de sus gafas especiales.

—Están a salvo.

Cosmo estaba sentado a su lado.

—¿No deberíamos bajar con ella... con ellos?

Stefan no apartó la vista de la escena que se desarrollaba debajo.

—Te daré un consejo, Cosmo. No te encariñes demasiado con Mona. Es la mejor Oteadora que he conocido, pero algún día seguirá su propio camino. Y en respuesta a tu pregunta, podemos cubrirlos desde aquí. Si los pillan, podemos crear un poco de distracción, apartar de ellos el foco de atención.

Cosmo lanzó un suspiro. Apartar de ellos el foco de atención sonaba aún más peligroso que cualquier cosa que hubiesen hecho hasta entonces.

Stefan malinterpretó el suspiro.

—No te preocupes, chaval —lo animó, tamborileando con los dedos en la placa robótica de Cosmo—. Ya me imagino que en el Clarissa Frayne no enseñan tácticas militares.

El tamborileo le recordó a Cosmo que había partes de su cuerpo que no eran las originales. Cuántas cosas habían cambiado en solo una semana... Una nueva rodilla, una nueva frente, nuevos amigos, nueva vida... Cosmo miró abajo al centenar de pandilleros armados. Una nueva vida... ¿por cuánto tiempo?

A Lorito no le costó ningún trabajo mantener el equilibrio en el conducto de cables, pues era un gimnasta nato a pesar de su tamaño. A lo mejor se había acostumbrado a su cuerpo después de décadas de que este no hubiese sufrido ningún cambio.

—Así que te gusta ese chaval, ¿eh? —dijo en un tono burlón que contrastaba con su rostro angelical—. Ese chico tuyo.

—Sí, claro que me cae bien. Es un buen chico. Aprende rápido.

Mona se tumbó boca abajo encima del conducto, rastreando entre el gentío en busca de Miguel. Si tenía ocasión de salvar a alguien, salvaría a Miguel, quien la había adoptado en la calle cuando un par de sus chicos la habían pillado con las manos en la masa a punto de perpetrar un pequeño
booshka
en un coche de los Encantos. En lugar de castigarla, Miguel le había dado trabajo.

Lorito se rió.

—¿Que es un buen chico? Vamos, Vasquez, que estás hablando conmigo... Estás muchísimo menos gruñona que de costumbre desde que él ha llegado.

—Por la compañía, ¿vale? Está bien tener a alguien de mi edad en la calle Abracadabra, ¿sabes?

Lorito siguió pinchándola.

—Porque no se puede decir que sea guapo, la verdad. No tiene pelo, y con esa frente parece que esconda un puerco espín ahí debajo.

—Bueno, al menos es alto —replicó Mona, lanzándole una clara indirecta.

—Vaya, vaya... Mira quién se ha puesto a la defensiva... ¿Detecto una grieta en la armadura de Vasquez?

Mona nunca lo admitiría ante el niño Bartoli, pero en cierto modo tenía razón. El huérfano era un chico interesante. Había irrumpido de forma espectacular en sus vidas, tendido y humeante en la azotea de un edificio. Luego había salvado la vida de Mona. Después de eso, habría tenido que ser un auténtico ogro para que a ella no le gustase.

—Solo es un amigo, eso es todo. Aunque quizá la amistad sea un concepto demasiado «grande» para que tú lo entiendas.

Lorito volvió a sonreír, encantado de que sus pullas estuviesen surtiendo efecto.

—¡Caramba! ¡Qué «gran» sentido del humor! Puede que yo sea pequeño, Vasquez, pero tengo más cerebro dentro de mi escuchimizada cabeza que los demás Sobrenaturalistas juntos.

Mona apuntó con su vara electrizante a su minúsculo compañero.

—Deja de incordiarme, Lorito. ¿Crees acaso que no soy capaz de lanzarte una bola de chicle? ¿Es eso lo que crees? Porque si es así, estás muy, pero que muy equivocado.

Lorito levantó las manos.

—¿Amenazas violentas? No me había dado cuenta de que esto iba tan en serio. Y tan rápido, además. ¿Quién lo iba a decir? —Hizo una pausa y esbozó una sonrisa sincera—. Ahora hablando en serio. Es majo, ese chico, Cosmo. Me alegro de que hayas encontrado un amigo.

Mona chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—Haces que parezca un cachorrito.

—Solo intento hablar en serio. Tú eres joven, Mona, una adolescente. Necesitas a alguien con quien hablar. Puede que no lo parezca, pero yo soy demasiado viejo, y Stefan... Bueno, la mayor parte del tiempo no está de humor para hablar.

El teléfono de Lorito vibró en su bolsillo.

—Un mensaje de texto de arriba —anunció, leyendo la pantalla. «¿A qué jugáis vosotros dos? Mantened la boca cerrada y los ojos abiertos.» El niño Bartoli señaló en dirección a Stefan—. Será mejor que te concentres en el trabajo, Mona, o tendré que hacer valer mi rango.

Mona sonrió.

—¿Sabes una cosa? Si no midieses noventa centímetros...

—Noventa y cinco —la corrigió Lorito.

En el suelo de la fábrica que había a sus pies, las cosas se estaban poniendo al rojo vivo. Las carreras menos importantes ya habían finalizado y ahora los coches más valiosos se preparaban para subirse a la cadena de montaje. Los Bulldogs estaban apiñados en torno a un Charger con tracción a las seis ruedas, creando un gran estruendo y disparando descargas eléctricas al aire. El Charger tenía neumáticos de ancho especial, calcomanías de plasma en las portezuelas y tubos de escape dobles que vibraban en la parte trasera. Como los propios Bulldogs, el coche hacía mucho ruido y parecía muy resistente. Los Bulldogs estaban obsesionados con el aspecto; seguramente, el vencedor de la carrera de esa noche invertiría sus ganancias en implantarse una prótesis muscular debajo de la epidermis.

El bólido Myishi parecía manso y dócil a su lado: tenía la carrocería curvada hacia atrás, un único tubo de escape asomaba por debajo del parachoques trasero y solo contaba con cuatro ruedas. Un aspecto francamente ridículo. Los Bulldogs no estaban en absoluto impresionados, así que se pusieron a aullar al techo, su método particular de expresar desdén.

Mona puso los ojos en blanco.

—Los Bulldogs, las sobras de la naturaleza.

Mona no estaba tan tranquila como aparentaba. Sea lo que sea lo que fuese a suceder, sucedería pronto. La muerte se respiraba en el mismísimo oxígeno, y los Parásitos también la percibían, porque se estaban descolgando cada vez más abajo en las paredes de la fábrica.

El teléfono de Lorito volvió a vibrar.

—Otro mensaje de texto —anunció con un quejido—. ¿Qué se cree Stefan? ¿Que soy su secretario? —Sacó el teléfono del bolsillo y leyó el mensaje.

—Será mejor que leas esto —dijo con la voz entrecortada.

Mona agarró el teléfono sin apartar la vista del todo de la escena que tenía lugar más abajo. Las letras eran negras sobre una pantalla de fondo verde.

«Los cerdos vuelan —decía el texto—. Los Bulldogs tienen apostado a un centinela detrás de ti.»

Mona oyó cómo alguien cargaba una batería en un arma detrás de su oreja.

Cosmo se levantó de golpe.

—Tenemos que ayudarles.

Stefan lo asió de las solapas y lo obligó a agacharse nuevamente.

—Agáchate, Cosmo, te estás poniendo a tiro sin necesidad.

—Pero ¡los van a matar! —protestó Cosmo.

Stefan rodó sobre sí mismo para acercarse a él y le tapó la boca con la mano.

—Escúchame con atención, Cosmo. Sé lo que hago, llevo haciéndolo durante los últimos tres años. Tú te has pasado la vida entera en un orfanato, y lo único que sabes sobre misiones de combate podría escribirse en los pantalones de Lorito, ¿entiendes lo que te digo?

Cosmo asintió con la cabeza.

—Bien. Observaremos la situación y esperaremos a ver qué pasa. Mona y Lorito podrían tener ideas propias.

Retiró la mano y Cosmo inspiró aire con movimiento tembloroso.

—¿Y si les disparan?

Stefan dirigió la mirada a la escena de abajo. Pestañeaba con nerviosismo y tenía las manos aferradas a las barandillas de la pasarela. No tenía la situación tan controlada cómo quería aparentar.

—Si les disparan, lo pagarán muy caro.

«Tal vez —pensó Cosmo—, pero no tanto como nosotros.»

El centinela de los Bulldogs iba completamente desnudo salvo por unos pantaloncitos cortos y tenía la piel muy oscura. Sin embargo, aquel moreno no era natural. Al cabo de unos segundos de examen minucioso, Lorito se dio cuenta de que el hombre llevaba la piel tatuada casi por completo. Al principio no veía nada en la tinta, pero luego, de repente, unos extraños remolinos y dibujos hipnóticos se materializaron como por arte de magia.

—¿Te gustan? —preguntó el centinela—. Cuerpo entero con hipnodibujos jamaicanos, solo cuesta treinta y nueve en el salón de tatuaje El Borrón de Tinta. Pregunta por Sasha.

—¡Caramba! —exclamó Lorito. Tenía todo el cuerpo repleto de dibujos. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

Mona hizo chasquear los dedos delante de su compañero.

—No mires la tinta, estúpido, o los hipnodibujos te dejarán grogui.

—Es verdad —corroboró el centinela—. Una vez, un taxista se me quedó mirando por el retrovisor y se quedó dormido al volante.

Apuntó a Mona con el cañón de su arma.

—Y ahora, en marcha. Levantaos. Tenéis el tiempo justo para concertar vuestra última cita con el tatuador.

Lorito abrió la boca para decir algo y Mona se la tapó con la mano.

—Ningún problema, amigo. Guíanos tú.

El centinela tatuado los obligó a bajar por una escalera muy pronunciada hasta el suelo de la fábrica. Los demás Bulldogs parecían mucho más altos si se los miraba de frente. Empujaron a los intrusos, blandiendo sus armas y aullando, sedientos de sangre.

El líder dio un paso hacia delante. Saltaba a la vista que era el líder porque llevaba inscritas en el pecho desnudo las palabras «Cabecilla de Líder» con iluminación subcutánea.

—¿Qué tenemos aquí, Sombra? —gruñó haciendo temblar la cresta metálica que llevaba en la coronilla.

Y, de hecho, el gruñido que soltó Cabecilla de Líder parecía de verdad: seguramente, hasta se había operado las cuerdas vocales para conseguir ese efecto.

Sombra exhibió a sus dos trofeos.

—Dos pequeños ácaros del polvo colgados de las vigas.

Cabecilla de Líder miró a los intrusos de arriba abajo.

—Vale, súbelos encima de los capós, serán unos adornos de primera.

Varias docenas de manos sujetaron a la pareja y los levantaron en volandas, sin ningún miramiento.

—Espera —dijo Miguel cerrando el paso al grupo de Bulldogs—, A mi capó no se sube nadie, Cabecilla. Esta máquina es aerodinámica, y si le coloco accesorios adicionales le impedirán alcanzar velocidad, ¿comprendes?

Mona lo fulminó con la mirada desde arriba, en medio de un océano de brazos.

—Muchísimas gracias, Miguel. Y yo que creía que mi vida te importaba algo...

El engranaje del cerebro de Cabecilla empezó a chirriar con gran estruendo, atando cabos.

—¿Conoces a esta cría?

Miguel lanzó un profundo suspiro. Otra noche metiendo la pata.

—Pues sí. Es mi... hermana pequeña. Le dije que se quedase en casa, pero a ella le gustan las carreras. Lo lleva en la sangre, supongo. Hacedme un favor y soltadla.

Las luces del pecho de Cabecilla de Líder parpadearon más rápido, al mismo ritmo que los latidos de su corazón.

—No lo sé, tío. Las reglas son las reglas.

Miguel insistió.

—Venga, hombre. No puedo volver a casa sin la nena.

—¿Por qué no, tío? Los adolescentes son un desperdicio de espacio y aire.

—Es verdad, pero la chica es una de nuestras mejores conductoras, es casi tan buena como yo. Sería una lástima malgastar todas las horas de conducción que hemos invertido. Dentro de un par de años será un as del circuito.

Una sonrisa malvada se desplegó en el rostro de Cabecilla. Su cresta de acero vibró mientras reía.

—Vale, tío. Hagamos un trato. La chica conduce en la última carrera.

—¡Que no! —protestó Miguel—. Ni hablar. Ese coche es como si fuera mi hijo.

—Tú eliges: o la chica va dentro del coche, o va encima.

Miguel se quitó el pañuelo y lo estrujó entre ambas manos.

—Vale. La chica conduce. —Señaló a Mona con un dedo rígido—. Si la fastidias, Mona, lo pagarás muy caro.

En realidad, no era cuestión de elección. ¿Dentro del coche o encima de él? Aunque no es que Mona tuviese elección. Una multitud de manos desconocidas la transportaron en volandas hasta el Myishi Z12 y sintió casi como si la doblasen por la mitad mientras la metían por la ventanilla lateral del bólido. A Lorito lo subieron a empujones al asiento del copiloto.

—También puedes llevarte a tu mascota —dijo Cabecilla, al tiempo que se subía en el coche de los Bulldogs—. Vas a necesitar toda la suerte del mundo.

—Mascota... —repitió Lorito entre dientes—, ¡Será imbécil! Maldito saco de implantes... Me encantaría desenchufarle esas luces del pecho, literalmente. — Se miró su melena rubia en el espejo de cortesía—. Sabrás conducir este cacharro, ¿verdad?

Mona examinó el confuso despliegue de cuadrantes y medidores.

—Sí. Puede ser. En teoría.

—¿Crees que nos dejarán dar una vuelta de calentamiento?

Fuera del coche, los grupos de líderes de las bandas estaban dando botes de entusiasmo, cargados hasta las cejas de adrenalina; una turba de jóvenes tatuados y estimulados por la testosterona, especialistas en trucar coches, que se habían apostado muchísimo dinero en aquella carrera.

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