Cosmo se señaló las orejas, negando con la cabeza.
El jockey sacó una ventosa sónica de su cinturón y pegó el pequeño altavoz al casco de Cosmo. El contacto fue inmediato.
—¿...diablos estás haciendo, chico? ¿A quién se le ocurre desatarse así? ¿Es que te has vuelto loco?
—Mmm... lo siento.
—¿No lees el correo de la empresa? El Satélite está inestable. Últimamente estamos teniendo cada vez más averías como esta. Por suerte para ti, te he visto. ¿Para qué empresa trabajas?
Cosmo se esforzó por recordar.
—Mmm... Para Krom. Trabajo para Krom.
El jockey puso los ojos en blanco.
—Krom. Muy típico de ellos. Seguro que no tienes más de un par de horas de espacio sideral de experiencia. Dar empleo a aficionados y ahorrar dinero, esa es la política de Krom. Debes de ser un crío. ¿Qué edad tienes?
—Veintidós —murmuró Cosmo, esperanzado—. Bebo mucha agua, por eso parezco más joven.
—Veintidós —repitió el jockey mientras volvía con él a la antena, enrollando cuerda—. Debo de estar haciéndome viejo.
El jockey completó una vuelta espacial y los depositó a ambos de nuevo en la plataforma. Volvió a sujetar a Cosmo a su cuerda.
—Voy a tener que informar de esto —dijo, arrancando un cuaderno electrónico de un ordenador de muñeca—. ¿Cómo te llamas?
Cosmo se acordó del nombre que llevaba en el traje justo a tiempo.
—Mmm... Floyd. Floyd Faustino.
—Muy bien, Floyd —dijo el jockey, escribiendo en el teclado del ordenador—. Esto va a suponer una multa para Krom y probablemente para ti también. —Imprimió una tarjeta y se la metió a Cosmo en el bolsillo de su traje espacial—. Tienes catorce días para pagar esa multa o te retirarán el permiso de
dish-jockey.
—Sí, señor —respondió Cosmo con humildad—. Lo siento, señor.
El jockey no estaba impresionado.
—No me des más disculpas, tú paga la multa y ya está.
Y una vez dicho esto, el jockey se autopropulsó a través del plato para ayudar a asegurar la unidad residencial. Cosmo se arrastró con movimiento tembloroso hasta la nave.
Mona lo esperaba en el interior de la cámara estanca.
—Imbécil —lo insultó, al tiempo que le propinaba un golpe en el hombro.
—Ya lo sé —dijo Cosmo con tristeza, sintiendo cómo le flaqueaban las piernas dentro del traje—. Por favor... ¿podemos volver a la Tierra? ¿Por favor?
Stefan estaba leyendo los resultados en el escáner.
—No lo sé, Cosmo. Cuando oigas los resultados de este escaneo, puede que quieras quedarte aquí arriba.
Cosmo se quitó el casco.
—¿Por qué? —exclamó riéndose—. ¿El nido de Parásitos no estará, por ejemplo, debajo del Clarissa Frayne?
Nadie más se rió. Ni siquiera sonrieron.
Calle Abracadabra
COSMO
no había hablado demasiado durante el viaje de vuelta del espacio. No es que estuviese enfurruñado exactamente, porque no había nadie con quien estar enfadado, solo se preguntaba cuándo iba a acabar todo aquello. ¿Cuántas veces había que escapar de la muerte en una semana? Y ahora encima le pedían que regresase al lugar de sus pesadillas, el lugar del que había pasado los últimos espantosos catorce años tratando de escapar.
—¿Lo harás? —le preguntó Stefan cuando se hubieron reunido en torno a la mesa.
Cosmo estudió los rostros que lo miraban. Los Sobrenaturalistas. Él era ahora uno de ellos; a fin de cuentas, había salido al hiperespacio por ellos. Sin embargo, aquello no era por él, ni siquiera por el grupo: el Pulso de Energía debía ser detonado por todos los seres humanos que habitaban el planeta. Cuando se era huérfano, a veces era difícil pensar en otra persona que no fuese uno mismo, pero ahora tenía a Mona, y a Stefan y a Lorito.
—Es un plan muy sencillo —continuó Stefan.
—Ah, sí, como el último plan muy sencillo —dijo Cosmo. —Ese era un plan muy sencillo, hasta que empezaste a improvisar. Esta vez solo nos indicarás el camino.
—Haces que suene sencillo, pero pasará algo, siempre pasa algo. Me he dado cuenta de que mi nueva rodilla empieza a dolerme cada vez que se avecina algún peligro, y ahora me duele una barbaridad.
—Confía en tu rodilla, Cosmo —dijo Lorito con voz lúgubre.
—Cierra el pico, Lorito —le espetó Mona—. Esto es importante.
—Sí, claro, es muy importante que pongamos la bomba de Myishi en lugar de dejar que lo hagan ellos mismos.
—Es un pulso. Un Pulso de Energía.
—Eso dicen ellos, pero ¿quién sabe lo que hace ese cacharro en realidad?
Stefan abrió el maletín y lo hizo girar para que el niño Bartoli lo tuviese delante.
—Es un pulso, Lorito, ¿de acuerdo? Yo mismo lo comprobé.
Lorito no hizo caso del aparato.
—Sí, claro, lo que sea. ¿También te ha dado Myishi opciones de compra de acciones?
Mona perdió la paciencia.
—¿Es que eres incapaz de decir nada positivo? Empiezo a preguntarme de qué lado estás.
Lorito se puso de pie, aunque no supuso una gran diferencia.
—¿Qué se supone que significa eso?
Stefan puso la mano en el brazo de Mona.
—Déjalo.
—No. Empiezo a pensar que no quieres que atrapemos a los Parásitos.
Lorito se puso colorado como un tomate.
—A lo mejor no quiero hacerles el trabajo sucio a los de Myishi y atrapar a los bichos en lugar de dejar que se encarguen ellos.
—Bueno, entonces a lo mejor deberíamos encontrar otra línea de trabajo.
Se quedaron mirando fijamente el uno al otro durante varios segundos hasta que Lorito interrumpió el contacto visual y salió corriendo hacia el ascensor.
—Te has pasado de la raya, Mona —le dijo Stefan cuando los ecos de la discusión se hubieron apagado.
Mona se cruzó de brazos con gesto resuelto.
—Él también.
Stefan se levantó y escogió un traje de la barra de colgar.
—Vas a tener que pedirle disculpas antes de que yo vuelva.
—Antes de que los dos volvamos —le corrigió Cosmo—. Nunca conseguirás meterte ahí sin mí.
Stefan le arrojó un traje más pequeño de la barra.
—Bien hecho, Cosmo. Necesito que me lleves a la boca del lobo. Vas a volver al Clarissa Frayne, por última vez.
Instituto Clarissa Frayne para Chicos con Dificultades de Relación con los Padres
El ex supervisor Redwood no se preocupó demasiado cuando vio entrar a aquellos dos hombres trajeados por la puerta principal. Lo más probable era que fuesen representantes médicos que venían a probar un nuevo producto. Parecían la típica pareja de las comedias del cine: uno alto y el otro bajito. Por Redwood, como si querían ser traficantes de esclavos. Si querían secuestrar a los huérfanos, Redwood los ayudaría a cargar el camión. No le debía absolutamente nada al Clarissa Frayne, sobre todo desde que lo habían metido tras el mostrador de una garita de seguridad con una investigación interna pendiente. Y todo por culpa de aquel escurridizo no-patrocinado, Cosmo Hill. Por lo visto, Cosmo había sobrevivido a la caída desde la azotea y ahora estaba en las listas de fugitivos. Si Cosmo se hubiese limitado a portarse bien y a morirse cuando le tocaba, entonces Redwood no tendría que quedarse allí sentado con aquellos imbéciles descerebrados viendo la CCTV ocho horas al día.
Fred Allescanti, posiblemente el mayor descerebrado de toda Ciudad Satélite, estaba tomando no-café sentado en la única silla decente de la garita de seguridad.
—Oye, Fred. ¿me dejas sentarme un rato en la silla giratoria?
Fred tomó un nuevo e irritante sorbo de aquel líquido marrón.
—No puedo hacer eso, Redwood. La espalda me duele horrores si no la mantengo derecha.
Redwood frunció el ceño.
—¿Y si te quito la silla sin más? Pongamos que me vuelvo loco, por ejemplo, y te tiro por la ventana y me siento en tu silla mientras a ti te curan las heridas, ¿qué te parece eso, eh?
—Adelante, tío listo —contestó Fred, sonriendo—. Me vendrá muy bien el dinero de la indemnización.
A lo mejor Allescanti no era tan tonto como parecía.
—Bueno, pues al menos deja ya de sorber ese no-café. Te lo juro, Fred, me estás volviendo loco. Quién sabe lo que podría llegar a hacer...
Fred señaló la cámara que tenían encima de la cabeza.
—Asegúrate de que lo haces delante de la cámara, Redwood. Puedo usar las imágenes en mi juicio ante el tribunal.
Redwood se puso lívido de ira. Hasta el inútil de Allescanti se estaba volviendo insolente desde que a él lo habían degradado. Necesitaba volver a las calles, volver a donde todavía conservaba cierto poder. Si al menos pudiese volver a capturar a Cosmo Hill...
De repente, una alerta roja empezó a parpadear con suavidad en uno de los ordenadores de seguridad. El icono tenía la forma de un hombre corriendo: uno de los no-patrocinados se estaba desplazando fuera del perímetro de un área vigilada. Por fin alguien con quien desahogar toda su frustración... Redwood activó el programa de localización y realizó una búsqueda de coincidencias. Uno a uno, la máquina fue eliminando a los huérfanos, puesto que los localizaba o bien en sus camas, o bien en las zonas de ocio delimitadas. ¿Quién se estaba moviendo? ¿Quién quedaba? La señal era muy débil, como si la mayor parte de la capa de solución electronegativa que se empleaba para localizar a los huérfanos hubiese sido eliminada o se hubiese fundido.
¿Fundirse? El corazón de Redwood se le aceleró. Solo dos huérfanos podrían haber fundido sus gotas microscópicas: uno estaba muerto y el otro era Cosmo Hill.
Redwood activó el patrón de localización de Cosmo. Era muy débil, apenas una pulsación casi imperceptible pero decididamente activa. El ex supervisor dudaba de que los escáneres pudiesen recoger aquella señal si no se encontraba cerca. Muy cerca. De camino al sótano del edificio, por lo que parecía.
Redwood consultó los monitores de seguridad y se concentró en los dos hombres trajeados que había tomado por investigadores médicos. El más bajo debía de ser Cosmo. Por alguna extraña y disparatada razón, Hill había vuelto. Redwood no sabía por qué ni le importaba, pero aquella era la oportunidad del ex supervisor para reparar su error. Podía capturar a Hill y a su cómplice. Por supuesto, primero tendría que hablar con Hill a solas, para asegurarse de que ambos contaban la misma versión sobre la noche del accidente. Redwood se levantó y sacó una vara electrizante del armario de las armas.
—Eh, Redwood —dijo Fred—. ¿Se puede saber qué haces con una vara? Ya no eres supervisor de planta, ¿recuerdas?
Redwood ni siquiera lo miró.
—Voy a hacer mi ronda.
—¿Tu ronda? ¿Qué eres, médico? Somos de seguridad, aquí no hacemos rondas. Por eso tenemos cámaras.
—No, en el sótano no hay cámaras. Ya va siendo hora de que alguien eche un vistazo ahí abajo. ¿Me acompañas?
Allescanti se recostó en la silla giratoria y aferró con las manos una taza de café caliente.
—No, gracias, Redwood. Todo tuyo.
—Eso suponía yo —contestó Redwood, enfundando la vara.
Cosmo y Stefan entraron andando por la puerta principal. A Cosmo le flaquearon las rodillas en cuanto percibió el olor a desinfectante barato del instituto. Se quedó inmóvil durante un segundo, dejando que los recuerdos le inundaran la mente: Mordazas, Redwood y años de experimentos médicos. Inspiró profundamente varias veces para serenarse y armarse de valor.
Stefan lo miró por debajo del ala de un sombrero de fieltro.
—¿Estás bien, Cosmo? —dijo meneando los pelos de su bigote falso.
—Estoy bien. Vamos.
—¿Estás seguro?
Cosmo asintió.
—Diez minutos y ya habremos salido.
Se acercaron a la garita de entrada y Stefan enseñó dos documentos plastificados de identidad falsos a un guardia que jugaba con un vídeo-cubo portátil. Cosmo mantuvo la cabeza gacha, a la sombra de su propio sombrero.
—De Komposite, ¿eh? —dijo el guardia, tratando de aparentar interés—. Menudo incendio tuvisteis ahí la semana pasada, ¿eh?
Stefan asintió.
—Sí. Arrasó todo el bar, qué mala pata...
El guardia sacudió la cabeza con aire comprensivo.
—¿Qué venís a probar esta vez?
Stefan dio unas palmaditas al maletín que llevaba bajo el brazo.
—Podría decírtelo, pero luego tendría que matarte.
El guardia les dio dos pases de visitantes.
—Sí, claro. Qué bueno el chiste... Podréis recoger vuestros documentos de identidad a la salida.
Stefan se colgó un pase de la solapa y le dio el otro a Cosmo. El guardia ya estaba jugando con su videojuego antes de que hubiesen dado seis pasos.
—Ni siquiera me ha mirado —susurró Cosmo.
Stefan sonrió.
—A estos guardias no les pagan lo suficiente para que presten atención.
Cosmo le condujo por una zona de recepción abovedada y con las paredes repletas de fotos en tres dimensiones de una Clarissa Frayne fallecida hacía ya tiempo haciendo cosas nobles con los jóvenes: yendo de excursión, leyendo y cavando agujeros, entre otras actividades al aire libre. No había nada noble en el Instituto Frayne. Las autoridades mostraban más interés por sumergir a los no-patrocinados en cubetas experimentales que en llevarlos a hacer senderismo.
Pasaron junto a varios guardias, pero ninguno de ellos los interrogó. Simplemente eran dos hombres trajeados más, de alguna empresa farmacéutica. Y además, ¿quién narices iba a tener algún motivo para irrumpir ilegalmente en un orfanato? Cosmo mantuvo la cabeza agachada y el cuello de la chaqueta levantado, con la esperanza de que creyesen que era un hombre bajito y no un niño alto.