Resignado, cogió un montón de papeles y lo dejó caer como si fuera un ladrillo.
—Todo eso era evidente. Carnot sufría algo que empeoraba cada día, un poco a la manera de un cáncer. Sin duda fuera de la cárcel hubiéramos tenido más pistas y más medios. Sin duda a Carnot se le habría hecho una resonancia magnética y un diagnóstico completo hace ya tiempo. Pero aquí todo va a paso de tortuga por el maldito papeleo y la cruel falta de medios. Y ahora, mi paciente ha muerto.
Lucie se inclinó decididamente sobre la mesa.
—Dígame, mirándome a los ojos: ¿cree que Grégory Carnot pudo cometer esos horrores debido a un problema de su cerebro? ¿Cree que, un año después de ser encarcelado, puede dudarse de su responsabilidad? ¿Cree que los doce jurados que lo juzgaron responsable de sus actos se equivocaron?
El hombre se aclaró la voz. Apartó su mirada de Lucie durante unos segundos, antes de mirarla de nuevo a los ojos.
—No. En aquella época era plenamente consciente de lo que hacía.
Lucie retrocedió en su silla, con una mano en los labios. La respuesta no la satisfacía. La voz era blanda. Carecía de seguridad. Le mentía para no poner en cuestión el veredicto y para que se marchara tranquila. Estaba convencida de ello.
—En aquella época… ¿No lo dirá sólo para tranquilizar mi conciencia? ¿Está seguro?
Comenzó a mover papeles, como si ordenara su mesa de trabajo. Rehuía por todos los medios la mirada de su interlocutora.
—Absolutamente seguro. Se lo digo a usted al igual que se lo he dicho al policía que la ha precedido. Carnot era responsable.
Lucie frunció el ceño.
—¿Me ha precedido un policía? ¿Cuándo?
—Hará un par de horas. Llegó temprano esta mañana. Un poli de la Criminal, del 36 del Quai des Orfèvres. Tenía cara de no haber dormido desde hace años. Aquí tengo su tarjeta. Bueno, su tarjeta… Si se la puede llamar así. Digamos un pedazo de cartón.
Abrió su cajón y sacó de él un rectángulo blanco, que tendió a Lucie.
Tuvo la sensación de recibir un puñetazo en el vientre.
En la tarjeta, escrito con bolígrafo en diagonal sobre una superficie blanca, figuraba un nombre: Franck Sharko.
—¿Está bien, señorita Henebelle?
Lucie le devolvió la tarjeta con los dedos temblorosos. Ya no tenía el número de Franck Sharko en su teléfono móvil. Lo había borrado hacía mucho tiempo, a la par que los sentimientos que pudo albergar por el policía. Por lo menos, así lo creía ella. Volver a ver aquel nombre, allí, en aquel momento, tan bruscamente, en semejantes circunstancias…
—¿De la Criminal? ¿Está seguro?
—Absolutamente.
Un silencio. Lucie aún no podía creerlo.
—¿Qué quería? ¿Qué ha venido a hacer aquí Franck Sharko?
—¿Lo conoce?
—Lo conocí.
Una respuesta seca, que impedía cualquier nueva pregunta. El psiquiatra no insistió y respondió:
—Me preguntó por Éva Louts, una estudiante que vino a visitar a Grégory Carnot hará unos diez días. Por lo que me ha dicho el comisario, ha sido asesinada.
En la cabeza de Lucie todo iba muy deprisa. Carnot estaba muerto, pero su espectro rondaba alrededor de ella más que nunca. Pensó en Franck Sharko. Por lo visto, aún ejercía, y había abandonado la OCRVP por la Criminal… ¿Por qué no había dejado aquella mierda de oficio como había dicho antes del secuestro de las gemelas? ¿Por qué una vez más estaba entre tripas y sangre, pateando la calle como si volviera a los orígenes?
Impactada por aquellas abruptas revelaciones, Lucie respiró hondo. Debía actuar con calma, con método. Como la policía que había sido…
Primero preguntó por las circunstancias del crimen. El psiquiatra le explicó lo que le había confiado el comisario de policía: Éva Louts había sido hallada asesinada en un centro de primatología, cercano a París. El mordisco en la mejilla, el robo de datos en su apartamento. El hecho de que hubiera solicitado entrevistarse con varios criminales violentos, por toda Francia. Lucie trató de reunir la máxima información, de relacionar los hechos. Contra su voluntad, su cerebro de ex oficial de policía se puso a funcionar a pleno rendimiento y ya recuperaba algunos reflejos.
—¿Por qué? ¿Por qué Éva Louts quería entrevistarse con esos criminales?
—Porque todos eran zurdos.
Observó hasta qué punto su respuesta conmocionó a su interlocutora y añadió unas precisiones.
—No es que todos los criminales sean zurdos, sino que Louts sólo había seleccionado a zurdos. Y los criminales más violentos habían asesinado en situaciones tan turbias que, en la mayoría de los casos, eran incapaces de explicárselo ni a sí mismos.
—Pero… ¿por qué? ¿Para qué?
—Para su tesis, creo. Cuando vino aquí, quería interrogar a Grégory Carnot en profundidad, pero en aquel momento no estaba en condiciones, así que actué de intermediario. Quería saber si sus padres eran zurdos… Si lo habían obligado a ser zurdo o diestro de niño. Y un montón de preguntas más que sólo servían para confeccionar estadísticas y esbozar hipótesis. ¿Sabía que Carnot era diestro la mayor parte del tiempo?
—No me importa.
—Comía y dibujaba con la derecha, porque sus padres adoptivos lo habían obligado a ser diestro, por lo que me explicó Louts. Desde el origen de los tiempos, siempre se ha considerado que ser zurdo era una maldición o una señal del diablo, sobre todo en la Edad Media. Carnot era, pues, un falso diestro, obligado a serlo por la educación que le dieron unos padres católicos.
Lucie guardó silencio mientras reflexionaba.
—Y, sin embargo, acuchilló a mi hija con la izquierda. Dieciséis cuchilladas sin titubear.
Duvette se puso en pie y sirvió café para los dos en unas tazas minúsculas. Lucie pensó en voz alta:
—Como si el hecho de ser zurdo estuviera en lo más hondo de él y no lo hubiera perdido nunca…
—Exactamente. Ese tipo de detalles le interesaba mucho a Éva Louts. Tal vez ser zurdo, en el fondo, sea genético y en algunas situaciones la educación no pueda con los genes. Creo que eso era lo que buscaba la estudiante cuando vino aquí.
Lucie meneó la cabeza, con la mirada extraviada.
—Todo eso no justifica su asesinato.
—No, sin lugar a dudas, pero aún debo explicarle un par de cosas. La primera es que Louts quería obtener a cualquier precio fotos del rostro de Carnot, para «rememorar», decía ella, a cada individuo al que había interrogado, cuando se pusiera a escribir la tesis. Le di las fotos antropométricas del dossier de Carnot, no son confidenciales. En segundo lugar: ignoro si tiene alguna relación con la lateralidad, pero el hecho es que cuando Louts descubrió el mural en la pared de la celda su comportamiento cambió. Comenzó a hacerme un montón de preguntas sobre el origen del dibujo. ¿Cuándo lo había hecho Carnot? ¿Había alguna explicación? Parecía… muy interesada por ese mural.
—¿Sabe por qué?
—No. Desde aquel momento, miró a Grégory Carnot de otra manera. Tras ver el dibujo, miró a mi paciente… con cierta fascinación en su mirada…
Lucie sintió un escalofrío. ¿Cómo se podía sentir fascinación ante un ser tan monstruoso?
—Se marchó y me dejó sin respuestas, y desde entonces no la he vuelto a ver. Y hoy he sabido que ha muerto. Es muy extraño.
Lucie se acabó el café en silencio, conmocionada por aquellas revelaciones. No se podía decir ni hacer nada más.
Las preguntas seguían en el aire. Tras unas preguntas rutinarias que no le hicieron descubrir nada nuevo, le dio las gracias a Duvette, abandonó el centro penitenciario y se repantigó unos minutos en el asiento de su coche, manipulando la pequeña pistola semiautomática que había guardado en la guantera, junto a unos guantes viejos de lana y unos cuantos CD que ya ni siquiera escuchaba. Sentir el arma en sus manos la hizo sentirse bien. La frialdad del cañón, el peso tranquilizador de la culata…
Había ido allí para obtener respuestas y se marcharía con aún más preguntas. ¿Qué le había pasado por la cabeza a esa Éva Louts? ¿Y qué había en la cabeza de Grégory Carnot? ¿Y en la de Clara, cuando ese cabrón de más de cien kilos se inclinó sobre ella? Tantas cosas desconocidas e incomprensibles que tal vez quedarían sin respuesta para siempre.
Guardó la pistola. Se había hecho con ella porque en el fondo siempre había tenido la esperanza de utilizarla contra el asesino de su hija. Introducirla de alguna manera en el juzgado y matar a aquel hijoputa de un tiro en la cabeza. Pero nunca tuvo las agallas de hacerlo. Porque estaba Juliette y su deber de madre era velar por ella.
Cuando puso el coche en marcha, Lucie se miró en el retrovisor y se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar. Dio un frenazo y marcó el número del teléfono móvil que Juliette debía llevar en el fondo de su mochila. No le importaba si estaba en clase o no. Tenía que hablar con su hija, oír su voz, confirmar que todo iba bien, aunque molestara a la maestra en mitad de la clase.
Desgraciadamente, saltó el contestador y dejó grabado en él un largo mensaje de amor…
Con la cabeza descubierta, Franck Sharko avanzaba bajo la lluvia. Se había levantado viento, como un bofetón frío que enrojecía las mejillas. Alzó el cuello de su impermeable demasiado holgado y, con las manos en los bolsillos, se adentró en el cementerio.
La procesión se hallaba al final de la sexta avenida. Una hilera de siluetas negras inmóviles que luchaban contra la tempestad para evitar que sus paraguas se hicieran pedazos. Tal vez los padres adoptivos de Grégory Carnot, sus tíos y sus tías. Gente para la cual el asesino aún tenía trazas de humanidad. Individuos en busca de respuestas que no obtendrían nunca. Calados, los empleados de pompas fúnebres descendían una caja de madera al fondo del agujero.
Mientras el frío se pegaba a sus huesos, Sharko descubrió otra forma inmóvil, apartada como él, pero al otro lado del cementerio. Sin paraguas, simplemente con una capucha ancha que le cubría el perfil izquierdo y sólo dejaba adivinar la punta de la nariz. Aquella silueta trataba de situarse en un ángulo ciego respecto a la tumba de Carnot. Ver sin ser vista. ¿Por qué?
Intrigado, el comisario se dirigió hacia ella sigilosamente. Antes, verificó que su Sig se hallara en su lugar, en su pistolera. Recorrió discretamente las avenidas y rodeó las sepulturas hasta colocarse detrás de la persona. El viento y la lluvia tapaban el ruido de sus pasos sobre la gravilla. Con gesto decidido, puso su mano pesada sobre el hombro derecho del observador, que se volvió presa de un sobresalto.
Sharko tuvo la impresión de perder el equilibrio.
El rostro estaba envuelto en la penumbra, helado y chorreante, pero la reconoció en el acto.
—¿Lucie?
Lucie necesitó una fracción de segundo para darse cuenta de con quién se las veía. ¿Era realmente él? ¿Él, el tipo robusto al que había conocido el año anterior? ¿Dónde estaban la carne de su cara y la amplitud imponente de su silueta? Le hablaba a una sombra o a:
—¿Franck? ¿Eres… tú?
Calló, y algo duro y nudoso ascendió por su pecho. ¿Dios mío, qué había podido transformarlo hasta aquel extremo? ¿La muerte de Clara? ¿Su brutal separación? ¿De qué infierno había salido? Llevaba consigo, en el fondo de su mirada, toda la culpabilidad del mundo, un sufrimiento tan visible como sus pómulos salientes. Unas arrugas profundas devoraban su rostro pétreo. Sin reflexionar, víctima de un reflejo o de una emoción muy intensa, se abrazó a él y le acarició lentamente la espalda. Sentía los latidos de su corazón, el filo de los omoplatos bajo sus dedos. Luego se apartó bruscamente. Su capucha se había deslizado hacia atrás y había liberado sus largos cabellos rubios. Sharko la miró con ternura. Tan bella ella como él consumido. Sentía dolor, mucho dolor. La herida volvía a abrirse.
—No debería haber venido aquí.
Lentamente, hundió de nuevo sus manos mojadas en los bolsillos y se dio la vuelta. Dio gracias a la lluvia, que ocultaba su tristeza, sus sentimientos demasiado visibles. Él, que a lo largo de su vida había llorado en contadas ocasiones. Se alejaba ya cuando una palabra, aquella palabra que deseaba tanto como temía, resonó a su espalda:
—Espera.
Se detuvo y apretó los puños. Ella se situó junto a él, ignorando los charcos de agua.
—Hace un año Carnot nos separó y hoy nos reúne de nuevo, ignoro por qué motivo. Pero creo que deberíamos hablar. Si estás de acuerdo…
Un largo silencio. Demasiado largo, consideró Lucie. ¿Por qué? ¿En qué pensaba él? ¿La detestaba por la manera en que lo había abandonado? Finalmente, su voz ronca resonó bajo la lluvia.
—De acuerdo… Pero no mucho tiempo.
Lucie se volvió hacia la lejana tumba de Carnot. El agua corría por su rostro y sus labios temblaban, tenía un frío anormal.
—Tengo que ver cómo la tierra cubre su ataúd.
Sharko asintió sin moverse. Acto seguido, ella añadió, con una voz tan dura como el mármol de un panteón:
—Sola.
La esperaba en un rincón oscuro del bar, no lejos del cementerio, con las manos alrededor de una gran taza de café humeante. Una lluvia furiosa golpeaba con fuerza el cristal del ventanal y aislaba aquel lugar del resto del mundo. Dos o tres sombras andaban cerca de los surtidores de cerveza, unos clientes habituales que habían ido allí a castigarse el hígado en la barra. Los únicos colores en su derredor eran unos grises mortecinos, unos negros fatigados, unos cobrizos apagados. Todo arrastraba hacia unos abismos sin fondo donde debía de hundirse, en algún lugar, una enorme tristeza. En la penumbra, Lucie se quitó su chaqueta empapada y la escurrió sobre una alfombrilla antes de reunirse con el hombre sentado solo a una mesa. Se acercó una silla para ella y se sentó frente a él, enjugando con un pañuelo las gotas que aún se deslizaban por su cara.
Se miraron uno a otro durante un tiempo, con una mirada tímida. Ambos abrieron la boca en el mismo instante, las palabras se quedaron en sus labios y fue finalmente Lucie quien rompió el hielo de aquella embarazosa situación.
—He pensado en ti, Franck, después… después de lo que sucedió. Te imaginaba con tu traje impecable, firme, con el rostro duro y seguro. —Inclinó el mentón en dirección al cementerio, que apenas se divisaba—. Te imaginaba lejos de esta mierda. Pensaba que tal vez habrías olvidado.
Sharko esbozó una sonrisa desgraciada, que hizo que Lucie se pusiera aún más triste. ¿En qué tinieblas se había hundido?