Con respecto a Brasil, era muy diferente. La estudiante había utilizado su tarjeta oro internacional el primer día para retirar una importante cantidad de dinero en efectivo en un cajero automático de Manaos —más de cuatro mil
reais
, alrededor de dos mil euros— y probablemente luego pagó con ese dinero el hotel, los restaurantes y sus demás gastos, pues no había rastro informático alguno de su presencia allí.
Robillard también había descubierto otra cosa curiosa: estaba previsto un nuevo viaje a Manaos. Se trataba de una reserva hecha la semana anterior, con salida prevista al cabo de dos días.
Éva Louts tenía intención de regresar allí.
París/Ciudad Juárez/París a mediados de julio de 2010. Cinco días en México.
París/Manaos/París, a finales de julio. Siete días en Brasil.
Y de nuevo, París/Manaos/París, previsto entre el 8 y el 15 de septiembre de 2010. Un viaje que la estudiante no haría nunca.
Frente a aquel misterio, Sharko recordó las palabras de la primatóloga Clémentine Jaspar: «Éva me confió que estaba en algo de gran envergadura».
—Sí, pero ¿en qué, exactamente? —se preguntó el policía en voz alta—. ¿Hay alguna relación entre esos viajes y tu muerte?
Encendió la pantalla del ordenador y con la ayuda de Google Maps consultó un mapa de Brasil. El país, de una extensión veinticinco veces mayor que la de Francia, estaba separado de México por Colombia y los países centroamericanos. El policía ignoraba dónde estaba exactamente Manaos. Tras introducir la información, el mapa le indicó que Manaos se hallaba al norte del país y era la capital del estado de la Amazonia.
Según las indicaciones proporcionadas esta vez por Wikipedia, Manaos estaba situado en la confluencia del río Negro y del río Solimões, justo antes de que sus aguas se unan y formen el Amazonas. Una gigantesca ciudad de casi dos millones de habitantes, que durante mucho tiempo vivió del caucho y que en la actualidad se había occidentalizado: arterias llenas de vehículos, industrias, McDonald’s y Carrefour, y un puerto comercial con barcos de mercancías. Uno de los destinos turísticos más populares de Brasil.
Sharko se restregó los ojos. Le escocían, pero no le importaba, pues le podía la curiosidad y quería llegar al fondo de su investigación, de sus deducciones. Lo más seguro es que de todas maneras aquella noche no dormiría.
Pasó a la otra pila, la de los papeles que Robillard aún no había examinado. De nuevo, importes en extractos de cuentas. Su mirada recorrió las cifras. Nada concreto. Reintegros, gastos varios… En la hoja siguiente, más de lo mismo… Luego, de repente, una línea en concreto atrajo su atención: la utilización de la tarjeta de crédito de Éva Louts en el cajero de una ciudad francesa llamada Montaimont, con el indicativo departamental número «73» entre paréntesis. La Saboya… Un reintegro de un importe de doscientos euros a las 21:34, fechado el sábado 28 de agosto de 2010. Al día siguiente de su encuentro con Grégory Carnot.
El policía se repantigó en su asiento y se mesó los cabellos. Justo después de Vivonne, Éva Louts se había adentrado en el corazón de los Alpes, a más de setecientos kilómetros. ¿Y si la estudiante andaba tras algo? Un aliento invisible que la había llevado de las ciudades de Latinoamérica a las montañas más altas de Europa, cuando simplemente debía ocuparse de estudiar a diestros y zurdos tras una mesa de despacho. ¿Cómo un simple estudio sobre la lateralidad podía haberla hecho viajar tanto y, sobre todo, provocar que fuera asesinada tan brutalmente? ¿Cómo había llegado a frecuentar a asesinos de la peor calaña como Carnot? ¿Y por qué tenía que regresar a Brasil?
Carnot… Sharko lo odiaba más que a cualquier otra cosa en el mundo y, con motivo de su investigación, tenía la posibilidad de enfrentarse a él cara a cara. Lo quería para él, para él solo…
Apretó las mandíbulas y dejó caer voluntariamente el extracto bancario al suelo. Con la punta del pie lo empujó debajo de una cajonera de ruedas.
El cielo se había vestido de luto.
Llovía cuando el vehículo con matrícula con el indicativo «59» del departamento del Norte llegó a Vivonne, en la región de Poitou-Charentes. Una lluvia negra como una nube de moscas martilleaba sobre el parabrisas del Peugeot 206 desde hacía más de veinte kilómetros y creaba la ilusión de un paisaje sin fin, sin esperanza.
Lucie sólo se había detenido una vez para beber un café amargo en un área de servicio y comer unas galletas. Toda la noche, y a lo largo de todo el camino, había pensado en las revelaciones de su madre. Aquellas historias de maldiciones le habían puesto la piel de gallina.
Miró la hora. A las cuatro en punto iban a enterrar a un hijoputa en el cementerio municipal de Ruffigny, a diez kilómetros de Poitiers, la ciudad donde Carnot había vivido gran parte de su vida, con la sencillez de su oficio de obrero. Lucie quería ver cómo la tierra engullía el ataúd, lo necesitaba de forma visceral. Y si su madre no lo entendía, peor para ella.
Antes, sin embargo, debía obtener algunas respuestas tras los altos muros con alambre de espino, de un gris profundamente deprimente, que se alzaban frente a ella. En la cárcel ultramoderna donde Grégory Carnot se había suicidado.
Vivonne.
El comandante Kashmareck había hecho bien las cosas, fiel a sí mismo. Tras pasar el control de la entrada, y después de entregar sus llaves, su teléfono móvil y su cartera, un guardia orientó a Lucie hacia el SPMP, el Servicio Psiquiátrico Penitenciario. Se trataba de un ala especial de la institución cuyas principales funciones eran diagnosticar los trastornos psíquicos y proporcionar la atención médica y psicológica habitual a los presos más frágiles. Desde hacía unos años, las cárceles francesas se habían convertido en verdaderas incubadoras de enfermedades mentales.
En silencio, Lucie recorrió un pasillo flanqueado por celdas individuales, limpias y modernas, todas ocupadas por presos tumbados en sus camas o sentados sobre el impecable linóleo. Era un ambiente más bien apacible para un terreno gangrenado por la locura, y apenas se oían algunos murmullos o quejidos. Algunos ojos hastiados la observaron detenidamente, algunos presos se arrastraron hasta los barrotes para mirarla y recordar cómo era una mujer. Susurros desagradables a su espalda, groserías insinuadas y lenguas que se deslizaban entre unos labios resquebrajados por los neurolépticos. Lucie aguantó todas las miradas tanto como sus fuerzas se lo permitieron. Gentes de aquella raza, pseudolocos asesinos, le habían robado a su hija y habían hecho el mal. Fueran cuales fuesen sus delitos o las circunstancias de su encarcelación, la asqueaban. Todos, sin excepción, merecían arder en el infierno.
Se detuvo bruscamente frente a una celda vacía. Sintió una opresión en el pecho. Lentamente se acercó y sus manos agarraron los barrotes helados. El dibujo al revés, realizado por Carnot, aún era más impresionante en la realidad que en las fotografías. Medía al menos un metro y medio de ancho. Un verdadero fresco coloreado, de una precisión de relojero. El mar, la espuma de las olas, el sol… Por primera vez, Lucie se preguntó si aquel cabrón no habría llevado su perversión hasta el extremo de pintar la playa de Sables-d’Olonne. El guardián introdujo la llave en la cerradura de una pesada puerta, frente a él.
—El doctor le dejó hacer el dibujo hasta el final. Aquí nunca habíamos visto nada semejante. Ni siquiera inclinaba la cabeza para dibujar al revés. No, era natural… Pronto vendrán los pintores para dejarlo todo como estaba. A Carnot queremos olvidarlo, y pronto.
Aguardó, Lucie permanecía inmóvil.
—¿Me acompaña, señora?
Lucie miró aún unos instantes la cama vacía, el suelo limpio, de un blanco hospitalario. Era fácil imaginar a Carnot allí, su monstruosa estatura, sus negros ojillos de sádico. Era fácil verlo manipular sus rotuladores, reírse o entretenerse en aquellos pocos metros cuadrados.
—¿Lloraba a menudo? ¿Grégory Carnot lloraba a menudo?
—Lo ignoro, señora. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada.
Lucie se puso a caminar lentamente. Cruzaron una compuerta de seguridad y se oyeron los bruscos ruidos de los cerrojos. Unos ruidos que sobresaltaban y que resonaban a lo lejos, hasta el extremo de los interminables pasillos. Despachos de administración, uno tras otro, todos idénticos, hasta llegar al de Francis Duvette, uno de los psiquiatras a cargo de la salud mental de los presos. Era un hombre de unos cuarenta años, calvo, de tez pálida y mejillas hundidas. Su espacio de trabajo estaba lleno de carpetas y papeles. Pilas y pilas inacabables, la alegría de la burocracia francesa. Ataviado con una bata blanca, saludó a Lucie y la invitó a tomar asiento.
—No nos conocemos, señorita Henebelle, y ante todo quiero decirle que no he tratado en ningún momento de negar la responsabilidad de mi paciente por el horror de sus actos. Grégory Carnot, sin embargo, sufría un trastorno mental y mi deber era buscar las causas de ese sufrimiento.
Lucie se alisó nerviosamente los bordes de su traje chaqueta. Antes de la tragedia, sentía una gran admiración por esos psiquiatras, médicos y psicólogos que dedicaban su vida a mejorar la de los demás y que tal vez estuvieran incluso más presos que los propios presos. Pero ahora, su visión había cambiado por completo: le hubiera gustado que ese tipo de persona no existiera.
—¿Qué tipo de sufrimiento? —preguntó ella.
—El que pueden sentir los esquizofrénicos en sus fases de delirio, en sus alucinaciones y accesos de violencia espontánea e incontrolada, que conducen a lo peor. Sin duda, por ese motivo se suicidó. Tenía demasiada conciencia de su sufrimiento y se quejaba de unos dolores de cabeza abominables.
—¿Carnot era esquizofrénico?
—No lo creo, eso es lo más extraño. Mi paciente no tenía ninguna experiencia de despersonalización, la que da la impresión de que uno está separado de su propio cuerpo. Tampoco tenía alucinaciones y no veía a personajes inexistentes. El diagnóstico que pude hacer no se correspondía con la esquizofrenia, sino más bien con una sucesión de accesos de delirio. A pesar de todo, estoy convencido de que sus experiencias de «ver el mundo al revés» eran reales y no alucinatorias. Sus dibujos son demasiado detallistas, minuciosos. Trate de dibujar al revés ni que sea un árbol y comprenderá la dificultad que representa.
—Si no eran alucinaciones, explíqueme de qué se trataba.
—Lo ignoro. Esos síntomas, por lo que sé, son desconocidos en el mundo médico. Tenía que hacerle una resonancia magnética de su cerebro en actividad. Tal vez había una disfunción orgánica real, en la corteza visual o en el quiasma óptico, es decir, la conexión de los nervios ópticos en el encéfalo. Los neurólogos ya han detectado problemas como las hemianopsias, en las que el paciente sólo ve, por ejemplo, la mitad de las imágenes, pero nunca un caso semejante.
—¿No se le ha hecho autopsia?
—Por desgracia, no. El suicidio era incontestable. Y, como sabrá, las reglas son algo diferentes en prisión. Carnot había sido condenado a treinta años, veinticinco de ellos de obligado cumplimiento. Ya no existía. En cuanto a sus padres adoptivos… No reclamaron una investigación.
Cogió un papel e hizo un dibujo.
—El ojo funciona como una lentilla. La imagen del mundo real que llega a la retina está invertida. A continuación, es el cerebro, principalmente en la corteza visual el que se encarga de restablecerla del derecho, en el sentido de la gravedad. Cabe suponer que el cerebro de Carnot presentaba una disfunción neurológica real en esa zona, que habría comenzado de forma imperceptible hace algo más de un año.
—Así pues, antes de que atacara a mis hijas.
—En efecto. Decía que había dibujado al revés sobre papeles antes de actuar. Pero una hoja, como puede imaginar, se puede girar, y por eso es difícil saber si decía la verdad. También hay que decir que estas últimas semanas sus crisis habían empeorado de manera exponencial.
—Y esas… inversiones de las imágenes, ¿podrían de una u otra manera tener relación con sus actos de violencia? ¿Con su barbarie?
Devotte parecía sopesar cada una de las palabras que pronunciaba.
—Conoce el pasado de Carnot como yo, me imagino. Unos padres adoptivos que lo querían, ambos católicos. Un chiquillo que tuvo una infancia de lo más normal. Un estudiante mediocre pero poco problemático. Sin antecedentes psiquiátricos, pocas peleas. En vista de su estatura, de todas formas, nadie se metía con él. A los trece años ya medía un metro ochenta, era una fuerza de la naturaleza. Como nació de madre anónima, no he tratado de comprobar los antecedentes médicos de su familia biológica. Es el único punto negro del caso. Todo lo que sabemos es que Carnot tenía intolerancia a la lactosa: no podía beber ni una gota de leche, pues le provocaba diarreas y vómitos. No era raro que algunos presos le vertieran algo de leche en su comida, sólo para divertirse y verlo sufrir.
—Que haya sufrido me importa muy poco.
Lucie no lograba relajarse. Se arañaba los muslos con las manos. Seguramente a causa de la cárcel, de aquella atmósfera de muerte y de locura que se expandía por doquier. También ella había investigado el pasado del asesino de su hija. Nacido de madre anónima en Reims el 4 de enero de 1987, adoptado por unos padres de la misma ciudad, creyentes, de unos treinta años en aquel momento, que luego se trasladaron a la región de Poitou por razones profesionales. Cuando tuvo edad de trabajar, Carnot fue contratado como obrero en una fábrica de envases de helado, en Poitiers. Un ser transparente, puntual en el trabajo, al que todo el mundo apreciaba hasta que cometió lo irreparable.
Lucie volvió a la realidad, se mordisqueaba el interior de las mejillas. Cada vez que le venía a la mente el pasado demasiado impoluto de aquel asesino la sacaba de sus casillas. No quería que se atenuara la responsabilidad de Carnot. Incluso muerto, deseaba que cargara con el peso de sus actos y los arrastrara consigo a orillas del infierno.
—Individuos con una tierna infancia pueden convertirse en los más perversos —dijo secamente—. Eso ya se ha demostrado. No hay necesidad de ninguna anomalía en el cerebro ni de antecedentes familiares. Tampoco es necesario haber matado animales de joven. Algunos de esos asesinos son unos buenos vecinos a los que se les daría la comunión sin oírlos en confesión.
—Lo sé perfectamente. Pero en vista del actual estado de las cosas, sólo puedo constatar que Carnot tenía períodos de gran agresividad, al igual que tenía períodos de problemas visuales y de desequilibrios, acompañados de dolores de cabeza. Estos últimos tiempos, los dos aumentaron en la misma proporción. No es imposible que uno estuviera ligado al otro. El cerebro es una máquina compleja de la que aún no conocemos todos sus secretos.