—La casa pertenece a mi… padre. Es… Era un hombre de negocios que no estaba a menudo en Francia. Ahora, acababa de volver de China, donde estuvo viviendo casi un año.
—¿Y su madre?
Coralie Lambert acarició de repente su vientre, con pequeños gestos precisos, inconscientes. El vientre, el crucifijo… El crucifijo, el vientre… Lucie sabía que el futuro bebé y Dios la ayudarían a superar aquella prueba. Coralie les hablaría cuando se sintiera mal y uno u otro la escucharían.
Tras un largo silencio, miró a su abuelo, perdida. A pesar de las exhortaciones de Sharko, el hombre no pudo reprimirse y fue en su ayuda.
—Su madre, mi hija, murió al dar a luz.
Lucie se puso en pie y se acercó al hombre, repentinamente febril.
—Al traer al mundo a su nieto Félix, ¿es así?
El bigotudo asintió, mordiéndose los labios. Lucie miró a Sharko, muy seria, y luego habló lenta y claramente.
—Es de suma importancia que nos cuente todo lo que sepa acerca de ese parto.
—¿Por qué? —respondió el hombre secamente—. ¿Qué relación tiene? Mi hija murió hace veintidós años y…
—Se lo ruego. No descartamos ninguna pista. Las causas de los actos de su hijo pueden remontarse a su nacimiento.
—¿Y qué quiere que le diga? No hay nada que explicar. Es muy personal, y… ¿acaso no se dan cuenta de lo que estamos viviendo?
Tendió la mano en dirección a su nieta.
—Vamos, entremos…
Coralie no se movía. En su cabeza bullían tantas cosas a la vez que había perdido su capacidad de reflexionar.
—Mi padre me habló mucho de mi madre… —murmuró finalmente—. La amaba con locura.
Lucie se volvió hacia ella.
—La escucho.
—Quería que siguiera existiendo en nuestra mente. Quería que… que comprendiéramos su muerte… Por lo que me explicó, los médicos diagnosticaron una preeclampsia gravísima, que produjo una hemorragia interna irreparable. Mi madre… se desangró en la sala de partos y los médicos no pudieron hacer nada por ella.
A Lucie le costó tragar saliva. Amanda Potier murió exactamente de la misma manera.
—El nombre de Stéphane Terney, ¿le dice algo?
—No.
—¿Está segura? Era ginecólogo obstetra.
—Estoy segura. Nunca he oído hablar de él.
—¿Y usted? —preguntó Lucie al abuelo.
El hombre meneó la cabeza. Lucie se dirigió de nuevo a Coralie.
—¿Dónde dio a luz su madre?
—En una clínica de Sydney.
—Sydney… ¿En Australia, se refiere?
—Sí. Mi hermano y yo nacimos allí. Mi padre estuvo tres años trabajando allí y mi madre lo acompañó. Tras su muerte, papá volvió a vivir a Francia, en la casa familiar de Fontainebleau.
Lucie se incorporó y se pasó la mano nerviosamente por la boca.
—¿Y… su padre le contó que su madre hubiera tenido problemas durante el embarazo antes de dar a luz? ¿Siguió algún tratamiento?
La futura madre meneó la cabeza.
—Mi padre siempre me explicó que mi madre prácticamente no se tomó ni una pastilla en toda su vida. Era una mujer de excelente salud, el abuelo se lo podrá confirmar. Estaba en contra de los medicamentos y de cualquier cosa sintética, manipulada por la ciencia. Quería un parto natural, en el agua, y se negaba a que los médicos siguieran su embarazo. Era su elección de vida. Durante sus dos embarazos ignoró si iba a traer al mundo a un niño o a una niña. No le interesaban ni la ciencia ni los avances que ésta trajera consigo. Creía en la magia de la procreación, del nacimiento, y sabía que todo saldría bien, porque era muy creyente y confiaba en Dios…
Sus ojos se quedaron mirando al vacío, mucho rato. Lucie ya no sabía qué más preguntar, y sus teorías se hundían. Si Terney se acercó alguna vez a Félix Lambert fue tras el nacimiento de éste, durante alguna revisión médica, una toma de muestra de sangre o de mil maneras posibles. Pero a buen seguro, no antes.
Coralie reaccionó finalmente cuando sintió una patadita en el vientre. Trató de ponerse en pie y el abuelo se acercó para ayudarla.
—Ya ves que tienes que descansar. Venga, entremos.
—Sólo una cosa más —intervino Sharko—. ¿Alguien en su familia es de origen amerindio? ¿De Venezuela, Brasil o la Amazonia?
El abuelo fulminó al poli con la mirada.
—¿Acaso tenemos pinta de amerindios? ¡Somos franceses desde hace generaciones y generaciones, por Dios! Les aseguro que van a tener noticias mías.
Lucie escribió rápidamente su número de teléfono móvil en una tarjeta y logró metérsela en el bolsillo al hombre.
—Estaremos esperándolas.
Sin responder, los dos Lambert desaparecieron en el apartamento. La puerta se cerró lentamente tras ellos.
—Las vidas se hacen y se deshacen —dijo Lucie con tristeza—. Y Dios no tiene nada que ver con eso. Dios tiene un enorme esparadrapo en la boca y las manos atadas a la espalda.
Sharko prefirió no responder, Lucie estaba muy sensible. Sacó del bolsillo su móvil que vibraba.
—Terney no manipuló el nacimiento de Félix Lambert como hizo con Carnot. No creó a ese monstruo.
—Al parecer, el monstruo se creó solo. Y quizá Terney se contentó con localizarlo y añadirlo a su lista.
Sharko mostró la pantalla a Lucie.
—Es Clémentine Jaspar.
El comisario se alejó por el pasillo, respondió a la llamada y volvió unos minutos después. Lucie lo interrogó con la mirada y Sharko asintió.
—Sí… Su amigo antropólogo lo ha localizado.
Lucie cerró los ojos aliviada. Sharko prosiguió.
—Quiere vernos en Vémars, un pueblo a unos kilómetros del aeropuerto Charles de Gaulle, hacia las once. Vamos para allá.
Lloviznaba cuando los dos ex policías llegaron frente a una casa alejada del pueblo, junto a un silo de grano. Bajo el cielo gris de nubes lanosas, ante aquel horizonte de campos verdes y amarillos, la vivienda daba la impresión de un animal abatido y herido. El jardín estaba sin cultivar, la pintura de las paredes se caía a pedazos y algunos cristales estaban rotos.
Una casa abandonada. Sharko y Lucie se miraron sorprendidos.
El comisario aparcó su vehículo al final de un camino de tierra, detrás de un viejo Renault Super 5 de los que ya no se veían. Un hombre descendió del automóvil y fue a su encuentro. Se presentaron y se dieron la mano.
El antropólogo Yves Lenoir, de unos cincuenta años, parecía un hombre sencillo. Vestía ropa pasada de moda —pantalón de ante marrón, jersey de lana roja, camisa a cuadros— y, con su barba blanca y su ralo cabello canoso, inspiraba confianza de inmediato. Bajo el trazo espeso de sus cejas claras brillaban unos ojos de un verde profundo, en osmosis con aquellas junglas cuyos habitantes probablemente había estudiado. Apoyado en un bastón —cojeaba mucho de la pierna izquierda—, se aproximó al portal, que no estaba cerrado con llave: bastaba empujar los batientes para abrirlo.
—Clémentine me ha comentado que este asunto es de gran importancia para ustedes. He querido hablar con ustedes aquí, allí donde vivió Napoléon Chimaux. De hecho, esta casa perteneció inicialmente a su padre.
—¿Napoléon Chimaux? ¿Quién es?
—Un antropólogo. Lo he identificado con toda certeza como el autor de la película que me han hecho llegar. Fue él quien descubrió a la tribu que aparece en el DVD.
Lucie apretó los puños. Sólo le interesaba una cosa:
—¿Aún está vivo?
—Según las últimas noticias, sí.
Accedieron a la habitación por un gran ventanal lateral que daba a lo que debió de ser el salón. Allí había fantasmas de muebles, sillones con la tapicería destripada y cubiertos de polvo. La humedad se había adueñado del lugar, abombando la madera. No había ni un solo objeto decorativo, ni cuadros. Los cajones y las puertas de los muebles estaban abiertos y completamente vacíos. La luminosidad era escasa, como si el día hubiera decidido amanecer allí más tarde que en los otros sitios.
—Todos los habitantes del pueblo deben de haber entrado por lo menos una vez aquí. Por curiosidad. Ya saben cómo es la gente.
—Y lo han desvalijado todo —respondió Sharko.
—Ah, eso…
Yves Lenoir se acercó a una mesa en penoso estado, sopló el polvo y depositó encima su bastón y una bolsa marrón, de la que sacó el DVD.
—En primer lugar, y en la medida de lo posible, me gustaría poder disponer de esta valiosa película y poderla presentar a algunos comités científicos y fundaciones de antropología, en particular brasileños y venezolanos.
Sharko comprendió el trato que le proponía aquel hombre. Les ofrecía una visita guiada por el universo de Napoléon Chimaux pero, a cambio, tenía pequeñas exigencias. El comisario decidió entrar en su juego.
—Por supuesto, la tendrá en el momento oportuno, y en exclusiva. —Percibió un breve destello de alegría en los ojos de Lenoir—. Sin embargo, le ruego que no comente nada sobre ella, mientras nuestra investigación esté en curso.
El antropólogo asintió y depositó el DVD en la mano tendida del comisario.
—Evidentemente. Pero, si me permite… Me gustaría saber cómo han obtenido este documento excepcional y de increíble crueldad. ¿De dónde procede? ¿Quién se lo dio?
Sharko se lo tomó con paciencia y le resumió brevemente las grandes líneas de la investigación, mientras Lucie inspeccionaba la habitación. Lenoir jamás había oído hablar de Terney, ni de Éva Louts ni de Fénix.
—Nosotros también quisiéramos hacerle algunas preguntas —intervino Lucie al volver junto a ambos hombres—. De hecho, y para ser claros, queremos saberlo todo acerca de Napoléon Chimaux y esa tribu.
Sus voces resonaban mientras fuera la lluvia crepitaba sobre el tejado cada vez con más fuerza. Yves Lenoir contempló el cielo unos segundos.
—La tribu que les interesa es la de los ururus. Una tribu amazónica que incluso hoy en día sigue siendo una de las menos conocidas.
De su bolsa sacó un libro y un mapa, que volvió a guardar de inmediato. El libro estaba en mal estado, con la cubierta acartonada. Era bastante grueso. El autor era Napoléon Chimaux.
—Napoléon Chimaux… —murmuró Lenoir.
Pronunció aquel nombre y apellido como si se tratara de un blasfemo. Le mostró a Sharko una fotocopia en color de un retrato.
—Es una de las pocas fotos recientes disponibles de él. Fue tomada deprisa y corriendo en plena selva, con un teleobjetivo, hace un año. Chimaux es el antropólogo francés que descubrió a los ururus en 1964, en una de las regiones más recónditas e inexploradas de la Amazonia. En aquella época, la más negra de la dictadura brasileña, Chimaux sólo tenía veintitrés años. Siguió los pasos de su padre, Arthur, uno de los grandes exploradores del siglo pasado, pero a la vez uno de los menos recomendables. Entre una y otra expedición, cuando volvía a Francia se instalaba aquí, en Vémars. A pesar de todas las maravillas que llegó a ver, creo que le gustaba disfrutar de la sencillez de un sitio como éste.
Sharko observó la foto. Napoléon Chimaux no miraba al fotógrafo. Estaba a orillas de un río, vestido con ropa caqui como la de los militares. A pesar de sus sesenta años, tenía el cabello de un negro intenso y su rostro parecía liso y bruñido como el acero. Sharko no supo verbalizar qué era lo que lo inquietaba al ver aquella fotografía. Chimaux, que en la actualidad contaba sesenta y nueve años, aparentaba diez menos. En su mirada había algo turbio que el comisario no alcanzaba a definir.
Lenoir hablaba con cierto tono de compasión y de respeto en la voz.
—Arthur Chimaux, el padre, conocía bien la Amazonia. Era uno de los principales actores de la política en el norte de Brasil y contaba con numerosos apoyos, como los explotadores de las minas de oro y los principales adversarios de los derechos de los indígenas. Murió en dramáticas circunstancias en 1963 en Venezuela, un año antes de que su hijo descubriera a los ururus. Le dejó muchísimo dinero en herencia.
Lenoir cogió el libro y se lo mostró al comisario, que lo cogió a su vez.
—
Cómo descubrí a los ururus, el pueblo feroz…
fue el único libro que Napoléon Chimaux escribió sobre los ururus, en 1964 y 1965. Habla de su increíble expedición, de todas las veces en las que estuvo a punto de morir, del horror de su primer encuentro con aquellos a los que califica del «último grupo vivo surgido de la edad de piedra». Pretende claramente presentar a ese pueblo como una reliquia viva de la cultura prehistórica, un pueblo de inusitada violencia. Explica, y lo cito: «Tengo ante mí un cuadro increíble de cómo debía de ser la vida durante buena parte de la prehistoria».
Lenoir parecía saberse de memoria la obra. Sharko hojeó el libro y se detuvo en la foto en blanco y negro de un indígena, completamente desnudo. Un coloso de ojos fieros y labios carnosos, que miraba al objetivo como si se dispusiera a devorarlo.
Chimaux comentó la foto.
—Los ururus tienen la piel clara y los ojos avellana, Chimaux los llamaba los «indios blancos». En 1965, trajo fragmentos de esqueleto que sugieren unos rasgos «caucásicos».
—¿Los ururus procedían de Europa?
—Como todos los indios nativos de América. Descienden de los primeros cazadores del paleolítico, que cruzaron el estrecho de Bering hará por lo menos veinticinco mil años. Es la última tribu que se habría mantenido morfológica y culturalmente próxima al cromañón.
El comisario tendió el libro a Lucie. En silencio, intercambiaron una mirada discreta en la que se leía el mismo itinerario incomprensible: Cromañón, los ururus, Carnot y Lambert… Cromañón, los ururus, Carnot y Lambert…
Una cadena a lo largo del tiempo.
Ayudándose con el bastón, Lenoir comenzó a caminar por la casa, hacia la escalera, mientras proseguía sus explicaciones.
—En su obra, Napoléon Chimaux no se anda con miramientos con los ururus. Los describe como un pueblo sanguinario, una horda de asesinos constantemente enfrascada en guerras tribales. La mayoría de los individuos son jóvenes, fuertes y agresivos. Practican unos ritos muy bárbaros que conllevan muertes horripilantes. Chimaux describe con mucho énfasis su extrema violencia, su manera arcaica y directa de matar, y eso desde muy jóvenes. Si mira las fotos, verá que los instrumentos, las armas, son de madera o de piedra. En 1965, aún no conocían el hierro.
Sharko, que seguía hojeando el libro, señaló con el dedo una foto de cuatro ururus, armados con hachas.