—Dado que esto se va a alargar aún, ¿no puedes quitarme las esposas?
—Hazlo —ordenó Manien a su subordinado—. Conoce las reglas.
Leblond obedeció y Sharko trató de sonreír.
—Muy amable… Si además pudieras traerme un poco de agua y café…
«No abuses», fueron sus únicas palabras, antes de salir. Manien también se había puesto en pie. Se dirigió hacia la ventana enrejada y, con las manos a la espalda, observó los tejados de los edificios antes de volver a tomar la palabra.
—He estado dándole muchas vueltas a esa historia del pelo de la ceja y del ADN en la ropa de Hurault. Un poli como tú que se transforma en asesino no puede dejar un pelo en la escena del crimen. Te habrías puesto un pasamontañas o una máscara, habrías tomado las precauciones necesarias.
—Tienes respuesta a todo. Tendrás que preguntar a otro.
—Excepto si lo hiciste adrede…
Se volvió bruscamente y sondeó lo más profundo de la mirada de Sharko.
—Has matado y eres un poli, así que en el fondo de ti mismo, de manera inconsciente, algo te dijo que tenías que pagar tu culpa. Dejar una prueba de tu paso era como… absolverte del crimen. Así, si no te atraparan, podrías decirte que no era culpa tuya. Pero no querías que fuera demasiado fácil. Por esa razón ensuciaste la escena del crimen el día en que fue hallado el cadáver. Por su proximidad con el lugar del crimen, sabías que intervendría el 36 y querías sembrar confusión. Complicar nuestro trabajo dejando planear esa ambigüedad sobre el ADN: ¿lo dejaste al cometer el crimen o cuando descubrimos el cadáver?
—Es una teoría interesante, pero no soy masoca hasta ese extremo. ¿A quién le gusta acabar sus días en la cárcel?
Manien sonrió. Se dirigió a la mesa y de un cajón sacó el Smith & Wesson de Sharko, empaquetado y descargado, y lo agitó frente a él.
—Por eso tenías el arma… Cargada con una sola bala.
Sharko tuvo ganas de romperle la nariz de un cabezazo. Manien prosiguió.
—… La compraste en marzo pasado, en una armería del distrito VI, según los extractos de tu cuenta bancaria. Te cargas a Hurault y, en caso de que se haga justicia, si te atrapan, te pegas un tiro. Porque, a fin de cuentas, deseas morir pero no tienes cojones para hacerlo sin una razón. Para eso tienes que estar acorralado, como una bestia salvaje. Que no te quede otra opción.
—Estás delirando.
—Lo único es que Henebelle regresa a tu universo. Y eso lo cambia todo, porque vas y decides que ya no quieres morir. A partir de ese momento, sólo tienes una idea en la cabeza: escaquearte.
Sharko se encogió de hombros.
—Por lo que respecta al Smith & Wesson, tenía intención de inscribirme en un club de tiro. Podrás comprobarlo. La bala que había en el tambor procedía de una caja de munición que también has debido de encontrar en mi armario. No la retiré, ¿y qué? Uno puede olvidarse de las cosas, ¿no? Tu explicación es apasionante pero no se aguantará ante ningún tribunal. No tenéis nada contra mí, ninguna prueba material, ningún testigo. Estáis en pelotas y por eso hacéis las cosas con los pies. Tratáis de intimidarme, con el riesgo de enviarlo todo a la mierda y de hundir vuestras carreras. Es muy delicado atacar a un poli del 36…
Sharko volvió a sentarse en la silla.
—Acabaréis conmigo o yo acabaré con vosotros, supongo que ya os lo habrá dicho el fiscal…
—Lo que haya dicho el fiscal no te importa.
—Si mañana a las seis de la mañana en punto seguís en pelotas os podré enviar a los dos a la mierda.
Manien apretó los dientes.
—Sí, tendrás ese poder.
El jefe de grupo arrancó los vasos de café de las manos de Leblond, que acababa de volver, y los dejó violentamente sobre la mesa. La mitad del líquido se vertió sobre las rodillas del comisario. Cogió su carpeta y se dirigió precipitadamente hacia la puerta.
—Pero tu poder no te va a servir para nada, porque la prueba está en ese CD, delante de ti. Y para demostrarte que no tenemos miedo y estamos seguros del caso, ya no volveremos a venir a verte hasta bien entrada la noche, para darte el golpe de gracia. Así que mientras tanto, aquí te quedas, cociéndote en tu propia salsa.
Manaos o la transpiración perpetua. Una ciudad aplastada por la humedad, un calor ecuatorial. El mercurio no descendía nunca, ni siquiera de noche. En cuanto cruzó las puertas automáticas, Lucie, más que sudar, chorreó. La selva respiraba y la humedad del río Negro saturaba la atmósfera y llenaba los pulmones. La selva amazónica se hacía sentir, aunque fuera invisible.
Tras pasar por una agencia de cambio de divisas, Lucie y el grupo guiado por Maxime se dirigieron en minibús hacia el pequeño aeropuerto regional de Eduardinho. Dos kilómetros de asfalto. Torres de hormigón a lo lejos, grandes arterias e industrias. Rótulos de publicidad en portugués entre palmeras y mangles. No había ni rastro de la selva, la civilización de los
sapiens
excavaba, devoraba y se extendía a lo largo y ancho del territorio como un ávido hormiguero.
Maxime les repartió botellas de agua y algo de comer, mientras peroraba unas explicaciones turísticas que a Lucie le importaban un bledo. Manaos, antigua capital del caucho… Casas coloniales construidas con materiales franceses, bla, bla, bla… Su móvil se había conectado automáticamente a la red brasileña Claro y trataba desesperadamente de llamar a Sharko. En Francia debían de ser alrededor de las diez de la noche.
Seguía sin tener ningún mensaje ni ninguna noticia. Se angustiaba, se arrepentía de estar allí, a trece horas de avión de su casa. Alrededor de ella, la gente estaba alegre, seducida y excitada. Con tristeza, observaba a una pareja de sexagenarios que también se habían embarcado en la aventura. Se cogían de la mano e intercambiaban miradas cariñosas. Tenían muchas cosas que compartir, aún se descubrían el uno al otro, tras tantos años, y se imponían retos, tal vez porque la máxima desgracia aún no se había cebado en ellos. Colérica, celosa o simplemente para demostrarse a sí misma que aún existía, Lucie escribió sendos SMS a su madre y a Juliette.
Sólo había una compañía aérea, la Rico Linhas Aéreas, que volara a São Gabriel da Cachoeira. A las 18:32, el grupo despegó a bordo de un Embraer EMB, un modelo pequeño. El paisaje dejaba sin aliento y la desmesura se manifestaba con arrogancia. Lucie vio, bajo sus pies, la formación del río Amazonas, resultado de la confluencia de las aguas negras del río Negro y de las amarillas del Solimões. En algunos lugares la anchura del río era de cuarenta kilómetros. Algunos pueblos dispersos señalaban las últimas trazas de la civilización. Lentamente, el sol se ponía en el horizonte esmeralda, surcado por ondas líquidas, lodos oscuros y pantanos secretos. Se abrían heridas negras y las montañas hendían la vegetación. Lucie imaginó la vida misteriosa que hervía debajo de ella, aquellos millones de especies vegetales y animales que luchaban por su supervivencia, se reproducían y perpetuaban sus genes bajo el bochorno tropical. Los ururus eran una de esas especies. Unos predadores de las tinieblas que habían pervivido a lo largo de los siglos arrastrando consigo una violencia prehistórica.
Se adormiló, y sacudió la cabeza cuando el tren de aterrizaje entró en contacto con la pista, dos horas después. Cuando se apagaron los motores, los pasajeros aplaudieron. El aeropuerto contaba con dos pistas, una alambrada alrededor de ellas y un gran edificio decrépito. Allí no había cintas automáticas y el equipaje se descargaba a pie de pista. Olía a asfalto ardiente pero sobre todo a aguas fluviales, esa mezcla particular de limo y madera podrida. Control de documentación, aduana. Una aplastante presencia de policía militar. Miradas severas, inquisitivas. Vestigios, según Maxime, de los años negros en los que las compañías mineras expulsaban y masacraban a los autóctonos por el oro, el plomo y el tungsteno de aquellas regiones del río Negro. Aquellos policías eran hombres nacidos en la selva, que navegaban en piragua y perseguían a los ladrones forestales: traficantes de maderas preciosas, de plantas medicinales o de animales. Sin olvidar la droga. La frontera colombiana y la venezolana estaban a menos de doscientos kilómetros y las FARC no estaban mucho más lejos. Por primera vez, Lucie se sintió feliz de estar en compañía del grupo. No entendía ni una palabra de portugués —no es una de las lenguas que se aprendan en el norte de Francia— y quería evitar toda complicación.
En cuanto salieron del aeropuerto, se lanzaron sobre ellos. Les ofrecían fotografiarse con un perezoso en brazos, con una boa alrededor del cuello o un bebé caimán sobre las rodillas. Algunos distribuían folletos publicitarios en inglés: travesía en barco por el río Negro, visita de las reservas indias o excursiones por la selva. Alrededor del grupo se amontonaban vendedores y decenas de guías…
Y en aquel momento, a Lucie se le ocurrió una idea que tal vez aceleraría las cosas. Abriéndose paso entre el gentío, se alejó de los turistas, sacó de su bolso una foto de Éva Louts que había ampliado y se dejó rodear por la gente del lugar.
—¿Quién la conoce? —preguntó en inglés—. ¿Quién la conoce?
La foto circulaba de mano en mano, se arrugaba, desaparecía a veces, hasta que un hombre de larga barba negra, con rostro demacrado y oscuro, se acercó a ella. «Una mezcla de blanco y de indio», pensó Lucie. El individuo, de unos cuarenta años, le respondió en inglés:
—Yo la conozco.
Detrás, Maxime intentaba reunir a los viajeros en un aparcamiento, cerca de un minibús. Lucie miró a los ojos a su interlocutor y lo llevó aparte.
—Quiero ir adonde ella fue… ¿Es posible?
—Todo es posible. ¿Por qué los ururus?
Sabía lo de los ururus, así que verdaderamente había acompañado a Louts hasta allí. Tenía una voz grave. Llevaba una camisa empapada de sudor y medio abierta, que dejaba ver los pelos negros de su pecho. Parecía taimado, pensó Lucie, pero no tenía elección.
—Para ir a ver a Napoléon Chimaux, como ella. ¿Cuánto?
El guía pareció reflexionar. Lucie lo observó atentamente. Era alto y corpulento, estaba cascado por todas partes, y tenía unas manos como palas.
—Cuatro mil reis. Eso incluye el equipaje, el barco, el material y la comida. Yo me ocupo de todo y la llevo hasta allí.
Había hablado en un francés con marcado acento latinoamericano, pero comprensible. Lucie no trató de regatear. Esa suma coincidía con la que Éva Louts había retirado en efectivo.
—De acuerdo.
Se dieron la mano.
—¿Se aloja en el King Lodge? —preguntó él.
—Sí.
El hombre le devolvió la foto.
—Mañana, a las cinco de la mañana. Así llegaremos al final del río al final del día y dormiremos allí antes de seguir camino a pie al día siguiente. Me pagará el total. No olvide la autorización y algo de dinero en efectivo para la travesía del río.
—Dígame cómo fue el viaje con Éva Louts. ¿Qué iba a buscar allí?
—Mañana. Por cierto, me llamo Pedro Possuelo.
Desapareció entre la multitud, tan discretamente como había llegado. Una sombra entre las sombras…
El trayecto desde São Gabriel era una aventura en sí mismo y subieron a un minibús con las puertas desparejadas y desvencijadas. A pesar de la luna llena, Lucie no pudo ver gran cosa de la ciudad, pero sí adivinar la miseria imperante: muros de cemento medio derruidos, techos de chapa, aceras polvorientas iluminadas por bombillas colgantes. Aquella gente ni siquiera disponía de una carretera para abandonar la región, la selva los encerraba y los ahogaba. Maxime, cuyo rostro comenzaba a delatar la fatiga, les dio algunas explicaciones, desempeñando su papel a la perfección: desde la ocupación por los carmelitas hasta principios del siglo XX, las cascadas del río convirtieron São Gabriel en un acuartelamiento militar. Los grandes barcos de comercio procedentes de Manaos no podían adentrarse más en la selva por culpa de los rápidos. Los indios, por su parte, llegaban desde el otro lado, en piraguas ligeras, para vender y comprar bienes, y convirtieron el lugar en un punto de intercambio de productos y de experiencias. La población actual —menos de veinte mil habitantes— estaba compuesta principalmente por autóctonos que habían abandonado la selva, agricultores, comerciantes y artesanos que conservaban lazos con sus regiones de origen.
São Gabriel no era sólo una ciudad en la selva, en la que tenían su sede algunas ONG como FUNAI, IBAMA o la Fundación Nacional de la Salud. Era también una ciudad de la selva.
Los turistas fueron conducidos al King Lodge, un pequeño hotel en el límite de la selva regentado por blancos. Era de colores vivos, disponía de ventiladores gigantes y en el vestíbulo había palmeras. Maxime reunió al grupo y recogió las autorizaciones de la FUNAI de manos de uno de sus colegas que ya se hallaba allí. Distribuyó la documentación personal a cada viajero y les explicó el programa del día siguiente: salida a las diez de la mañana en una lancha motora y trayecto hasta un campamento situado a cien kilómetros río abajo, y noche en hamaca en medio de la selva con una cena típicamente local.
Tras dar las últimas consignas, saludó a todos y, por fin, les dejó un cuarto de hora libre.
Agotada, Lucie fue a su habitación en la planta baja y encendió el ventilador. Echó un vistazo a su teléfono móvil. No había cobertura ni red, aquello era el límite de la civilización. Con un suspiro, tomó una larga, interminable ducha. Necesitaba deshacerse de aquella humedad obscena, refrescarse la mente y regenerar su cuerpo.
Se vistió con un
short
, una camiseta y unas chancletas y fue al vestíbulo, donde había una cabina de teléfonos que había visto al llegar. Un hombre leía un periódico en un sofá, unos jóvenes tomaban una copa en el bar y la pareja de sexagenarios salía a pasear por la ciudad, cogidos del brazo. Trató una vez más de llamar a Sharko, debían de ser casi las tres de la madrugada. Un contestador. Sin grandes esperanzas, dejó un mensaje indicando el número de teléfono del hotel y colgó.
Al ir a acostarse, se sorprendió al ver que no había mosquitera y acto seguido recordó lo que había explicado Maxime: las aguas ácidas del río Negro ahuyentaban a los insectos. Sin embargo, descubrió una mariposa muy grande pegada al cristal de la ventana. Abrió para liberarla y contempló la noche. Una negrura infinita con un cielo puro, un puñado de luciérnagas, crujidos, el piar de los pájaros, unos gritos. Lucie pensó en los monos del vídeo, los capuchinos de cara blanca. Tal vez estaban allí, muy cerca de ella, y quizá la vigilaban. Alrededor, los árboles se estremecían, las ramas vibraban y Lucie esperaba que en cualquier momento surgieran decenas de animales misteriosos.