—Siempre fondeamos aquí —dijo el guía—. No podemos ir más lejos en barco. Dentro de tres horas será de noche. Dormiremos aquí y mañana nos pondremos en camino.
Se oyeron crujidos de ramas y pájaros de colores alzaron el vuelo. Lucie se quedó absorta mirando a unos monitos negros de cara blanca. Los famosos capuchinos de la cinta «Fénix n.º 1», que vigilaban… Pedro miraba hacia la selva. Entornó los ojos. Cogió su fusil y comprobó que estuviera cargado. Con un escalofrío, Lucie siguió la dirección de la mirada.
—¿Qué pasa? ¿Ha visto algo?
El guía señaló discretamente unas grandes hojas de bananero que se agitaban a la derecha y luego a la izquierda, antes de quedarse de nuevo inmóviles.
—Creo que no tendremos que esperar a mañana ni que caminar mucho. Ya están aquí.
Un virus… La palabra daba vueltas y más vueltas en la cabeza de Sharko.
Un virus procedente de otra época, tan antiguo como la humanidad, que sin duda había afectado al cromañón de la gruta y lo había emborrachado de violencia. ¿Qué era? ¿Había contagiado también a Grégory Carnot y a Félix Lambert? ¿De dónde había surgido? ¿Cómo se propagaba?
El comisario y el jefe de grupo de la Criminal llegaron a su destino. Por el camino no habían hablado mucho, ambos sumidos en sus propios tormentos. Sharko pensaba en su amada Lucie. A aquellas horas debía de hallarse en las fronteras de lo desconocido, impotente, frágil. ¿Cómo iba a salir de ésa? ¿Y si le ocurría una desgracia? Si resultaba herida, incluso si… ¿cómo iban a avisarlo?
En un vestuario adyacente al laboratorio, los dos hombres se vistieron con trajes estériles.
—¿Estás seguro de que no hay peligro si entramos ahí? —preguntó por fin Sharko—. Quiero decir… con ese virus, ¿podemos contagiarnos?
—No vuela y no se propaga a través del tacto, si eso es lo que te da miedo. Y, además, está todo controlado.
Sharko se cubrió los zapatos con unos botines.
—¿Y el caso? ¿Cómo lo lleváis? ¿Avanzáis?
—¿Estás listo? Pues adelante…
Tras franquear una compuerta, los dos hombres accedieron al laboratorio de biología molecular. La sala albergaba todo tipo de microscopios —electrónicos de barrido, de efecto túnel…—, unas máquinas enormes instaladas sobre plataformas antivibración, centenares de pipetas, pilas de cajas de Pétri. Eran casi las cuatro de la tarde y en aquel universo dedicado a lo infinitamente pequeño reinaba una verdadera efervescencia. La gente iba de un lado a otro ajetreada, corría y hablaba.
—Tienen la consigna de que no pueden hablar con nadie acerca de lo que han descubierto aquí —susurró Bellanger—. En vista de lo que se agita bajo sus microscopios, están todos muy nerviosos y son conscientes de que tal vez tengan entre manos el descubrimiento de la década.
Jean-Paul Lemoine se precipitó hacia ellos, muy excitado. Apretó con firmeza la mano de Sharko.
—Explícale todos los detalles —dijo Bellanger—. Que comprenda lo que está en juego…
—¿Todo? ¿Incluso lo relativo a Félix Lambert? Habías dicho que…
—Todo.
El jefe del laboratorio se frotó el mentón, reflexionando sobre la mejor manera de abordar la cuestión. Condujo a Sharko a un lugar más tranquilo, al fondo de la sala.
—Hummm… No es sencillo explicarlo. En primer lugar, ¿sabe lo que es un retrovirus?
—Explíquemelo.
—El sida es un retrovirus. Para decirlo en palabras llanas, un retrovirus es un listillo que, gracias a su caja de herramientas, en la que dispone de tijeras y pegamento, integra su genoma —sus propias letras A T C G — en el ADN de las células que contagia, y se oculta. Así se vuelve invisible para el sistema inmunitario, que, por esa razón, es incapaz de combatirlo. Gracias a la maquinaria celular, el pequeño currante que recorre letra a letra el ADN lee y analiza el genoma oculto del virus. Ese currante, que ignora que se las ve con un intruso, hace lo que haría con cualquier secuencia leída: provisto de su paleta de albañil, fabrica una proteína que será utilizada para construir tejidos humanos. Sin embargo, esa proteína es en realidad un nuevo virus liberado dentro del organismo, que infectará a otra célula y procederá de la misma manera. Y así sucesivamente. Esa propagación siempre tiene lugar en detrimento de otras células, como, en el caso del VIH, la bajada del número de linfocitos y, por consiguiente, de las defensas inmunitarias. Ésa es, a grandes rasgos y en lenguaje común y corriente, la estrategia de un retrovirus… Una precisión más: a los retrovirus se los llama «endógenos» si se transmiten de generación en generación. Se ocultan en el embrión, procedentes del padre o de la madre, y despiertan cuando les apetece, a veces veinte o treinta años más tarde.
Un embrión… Sharko pensó en los dramáticos partos de Lambert y Amanda Potier, en sus hemorragias mortales. ¿Podían estar ligadas ambas cosas? Bellanger les trajo unos cafés. El biólogo mojó sus labios en el brebaje y prosiguió.
—Volvamos al meollo de la cuestión. Hasta no hace mucho tiempo, creíamos que el 98 por ciento de la molécula del ADN no servía para nada. Aún hoy, a esa parte se la conoce como «ADN basura». Toda nuestra herencia genética, los treinta mil genes que hacen que tengamos ojos azules o cabello moreno, que determinan nuestra corpulencia, repartidos en los cuarenta y seis cromosomas, se hallan dispersos únicamente en un 2 por ciento útil. El resto del ADN no sería más que… la guarnición, o los escombros, o la escoria.
—Un 2 por ciento… Así que… ¿se podría quemar prácticamente entera la enciclopedia de la vida sin crear daños genéticos?
—Eso es lo que se creyó durante mucho tiempo, en efecto.
Sharko imaginó la gigantesca biblioteca de Daniel reducida a una única estantería…
—La naturaleza, sin embargo, nunca crea algo inútil. Al descifrar los genomas, nos dimos cuenta de que un gusano tenía prácticamente los mismos genes que nosotros. Y, sin embargo, somos infinitamente más complejos. Eso nos lleva a pensar que el ADN basura contiene forzosamente secretos. Hoy sabemos que determinadas partes del ADN basura intervienen en el funcionamiento del organismo e interactúan con genes perfectamente inventariados. Son la llave de una multitud de candados que no podríamos abrir sin ellas, si cabe decirlo así. Desde hace poco, hemos descubierto sobre todo que más del 8 por ciento de ese ADN basura se compone de fósiles genéticos. Fósiles de miles de virus endógenos llamados HERV,
Human Endogenous Retroviruses
.
Sharko suspiró, llevándose una mano a la frente.
—He pasado muy mala noche. ¿Podría ser usted más claro?
El biólogo esbozó una sonrisa irónica.
—¿Más claro? Si quiere… En nuestro genoma, comisario, hay miles de
aliens
. Están entre nosotros, agazapados en los recovecos de nuestro ADN, y son equivalentes al sida del pasado, monstruos prehistóricos o asesinos microscópicos momificados que, tras haber infectado a nuestros antepasados hace millones de años, se han transmitido de generación en generación y velaban en el ADN de cada uno de los siete mil millones de individuos que pueblan el planeta.
Esta vez, Sharko lo entendió mejor y se estremeció ante aquella idea espantosa. Imaginó la molécula de ADN como una especie de red que arrastrase cuanto hallase y fuera almacenándolo todo sin purgarse nunca y que engordara y engordara. La caja negra de un avión que hubiera sobrevivido al paso de los siglos…
—¿Por qué esos numerosos retrovirus fósiles no despiertan? ¿Por qué no nos contagian?
—Es complejo, se lo explicaré: en todos los casos el proceso es idéntico, el agente infeccioso se inserta en el ADN de las células, incluidas las células sexuales, y luego se transmite por filiación como cualquier otro gen, a través de la herencia genética. A lo largo del ciclo biológico, el retrovirus endógeno humano experimenta diversas mutaciones —sus letras A, T, C y G cambian— y pierde progresivamente su peligrosidad. Piense en la región de Auvernia, en sus volcanes, que, a lo largo de la historia geológica, fueron extinguiéndose.
—¿Por qué muta el retrovirus?
—Debido a la Evolución, a la carrera armamentística entre humanos y virus. Si molesta a la especie humana, si procura más inconvenientes que ventajas, la Evolución de la especie humana hará todo lo posible por erradicarlo y acabar con él. En resumen, a lo largo de milenios, el virus se ve incapaz de desempeñar su cometido inicial, es decir, fabricar envolturas víricas completas que se transporten de célula en célula y las destruyan. Sin embargo, eso no significa que esté muerto. Algunos retrovirus mutados, debilitados, han sido «domesticados» por la Evolución y desempeñan un papel muy provechoso en algunos aspectos fisiológicos. Por ejemplo, un retrovirus mutado de la familia denominada HERV-W participa activamente en la formación de la placenta. Stéphane Terney era uno de los que afirmaban que si ese virus no hubiera infectado un día a las especies vivas, los mamíferos nunca hubieran existido. Las hembras, incluidas las de la especie humana, hubieran traído al mundo a sus hijos fuera de su cuerpo, poniendo huevos, principalmente. Así, los retrovirus mutados han participado en la evolución de las especies animales.
Sharko trataba de escuchar con atención. Algunas palabras, como «placenta», «inmunólogo» o «Terney», encendían bombillas en su mente.
—¿Terney era experto en retrovirus? —preguntó.
—En calidad de inmunólogo, y por lo que acabo de explicarle, sí. Le daré otro ejemplo de domesticación por la Evolución de un cuerpo extraño en los humanos: la drepanocitosis. Es una enfermedad hereditaria muy extendida entre la población africana y que no ha sido eliminada por la Evolución, ya que confiere resistencia ante el paludismo. La ventaja procurada, la protección contra el paludismo, se juzga superior a sus desventajas.
Lemoine apiló frente al comisario dos pequeños montones de tres hojas impresas cada uno. Las de la izquierda eran las que había escrito Daniel. En cada página había inacabables series de letras A, T, G, C.
—Vayamos al grano. A la izquierda, tenemos la misteriosa secuencia retroviral que nos proporcionó usted y cuyo origen espero que nos desvelará.
—¿Cómo sabe que se trata de un retrovirus?
—Todos los retrovirus tienen la misma firma, el mismo
starter
al principio de la secuencia. ¿Verdad que usted cuando ve un revólver sabe inmediatamente de qué marca es? Pues a mí me sucede lo mismo con el ADN.
Aplastó su dedo sobre una de las hojas de la derecha.
—Aquí, a la derecha, tenemos la secuencia de uno de los miles de retrovirus fósiles presentes en el ADN basura de todos nosotros. El suyo, el mío… Sabemos que ese retrovirus pertenece a la famosa familia de los HERV-W. Se halla en el primer tercio del cromosoma número dos. Hasta hoy, desconocíamos por completo la función que pudo tener en milenios pasados. Sólo sabíamos que esa secuencia sólo había aparecido en la rama de los homínidos, porque no se halla en el genoma de ningún otro animal, vegetal o seta.
—Un virus específico de los humanos…
—Eso parece. No sabemos nada acerca de él: ni de su función, ni de su virulencia, ni de su poder de destrucción en su tiempo. El caso en el que trabaja, sin embargo, puede suponer un gran paso adelante en biología molecular y en genética. Incluso un gran paso en la Evolución de la humanidad.
Sharko se había quedado noqueado al oír palabras de tanto peso. Observó los dos montoncillos y acercó las hojas que estaban encima de cada uno de ellos para cotejarlas. La secuencia de la derecha se parecía a la de la izquierda, con la excepción de las escorias que el biólogo había marcado con un fosforescente azul. Había una diferencia más o menos cada cien letras A T C G.
—Algunas de esas escorias, ignoramos cuáles, hicieron que ese retrovirus incrustado en nuestro genoma quedara completamente inactivo —precisó Lemoine—. Ya sólo es un escombro en nuestro ADN y no tiene influencia alguna en el organismo.
Apartó los papeles y colocó otros en medio.
—Ahora, mire atentamente esta secuencia intermedia.
Sharko entornó los ojos. La nueva secuencia era de nuevo casi idéntica a las otras dos, pero había muchas menos marcas en fosforescente, como mucho una veintena por página. Una secuencia muy próxima a la del cromañón, pero tampoco idéntica. Sharko miró a Lemoine muy serio.
—Es el retrovirus que infectó a Lambert, ¿verdad? ¿Eso es lo que hallaron en su cerebro enfermo?
El biólogo asintió.
—Exactamente. A la izquierda, la secuencia que usted nos entregó… En medio, la que hallamos en las células cerebrales de Lambert… Y a la derecha, la secuencia que todos tenemos, inofensiva. De izquierda a derecha hay un aumento del número de escorias. Eche ahora un vistazo al microscopio electrónico.
Sharko obedeció. A través de las lentes vio una gran bola negra central rodeada de filamentos trenzados como una alambrada de espino y provista de dos filamentos más largos que le daban el aspecto de una medusa. Era fea, monstruosa, y parecía navegar tranquilamente por un mar de aceite. A Sharko se le erizaron los pelos. El mundo de lo infinitamente pequeño era gélido y espantoso.
—Le presento a GATACA —dijo Lemoine—. Es el nombre provisional que le hemos dado al agente patógeno presente en los tejidos del organismo de Lambert. Se trata de un retrovirus ancestral, ligeramente mutado, puesto que, como ha podido ver en las hojas, presenta escorias. Su genoma cuenta exactamente con ocho mil doscientas doce bases A T G C, apenas un poco más pequeño que el del sida. Por supuesto, aún desconocemos cómo funciona y su modo de replicación. En vista de lo que hemos descubierto en el cadáver de Félix Lambert, creemos que GATACA invade progresivamente, de manera lenta e inofensiva, las células del cuerpo humano, y en particular las células cerebrales, durante muchos años, a la manera del VIH. Luego pasa al ataque cuando su huésped alcanza la edad adulta, digamos a partir de los veinte años. ¿Es la secreción de hormonas, el reloj biológico o el envejecimiento celular lo que desencadena el ataque? Es pronto aún para pronunciarse al respecto. En cualquier caso, desde ese instante emprende un ciclo de replicación violento: se multiplica a gran escala en las células nerviosas del cerebro, en particular en las zonas superficiales, y altera a su huésped, un poco como sucede con la esclerosis en placas o el Alzheimer. Ya sabemos qué sucede luego. El individuo sufre trastornos del equilibrio, se vuelve agresivo y comete actos violentos…