Gente Letal (17 page)

Read Gente Letal Online

Authors: John Locke

BOOK: Gente Letal
4.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hay tíos a los que les gusta el béisbol. A otros el ballet. Puede que se conformen con envejecer recordando el día en que su equipo dio una paliza a los Yankees o reviviendo la «Danza de los pequeños cisnes» de
El lago de los cisnes
, pero yo prefiero almacenar el recuerdo de encuentros con jovencitas despampanantes como Jenine.

Ya me había vestido del todo y había vuelto a salir a la terraza, donde cerré los ojos y me puse a repasar todos los aspectos de su visita para almacenarlos en una carpeta mental permanente. Del mismo modo que había disciplinado el cuerpo para sobrevivir a la tortura y funcionar a alto nivel probando armas y durmiendo en una celda, también había estructurado la mente para compartimentar las experiencias significativas de mi vida, a tal punto que podía revivirlas como si estuvieran sucediendo en el momento, una técnica que me sería muy útil cuando volviera a estar encerrado en una prisión de verdad durante una temporada.

Había gente que hacía planes para cuando se jubilara; yo los hacía para cuando me encarcelaran, ya que estaba seguro de que acabaría o muerto o encerrado, y si sucedía lo segundo quería tener el cuerpo y la mente preparados.

Empecé concentrándome en su voz. A continuación reviví la expectación, la anticipación, todo el abanico de sensaciones y emociones que había pasado a la carrera por mis sinapsis mentales y mis receptores físicos en el momento en que Jenine había llamado desde el vestíbulo. Archivé todo eso en el cerebro y lo probé hasta que consideré que podría recuperarlo a voluntad.

Luego experimenté de nuevo su llegada, el primer contacto visual y las impresiones inmediatas que me formé, cómo me había sentido en el momento de topar con su belleza, su frescura y su juventud. Sonreí al pensar que todo eso no tenía la menor importancia para Jenine ni para las demás bellezas que había conocido a lo largo de mi vida, aunque seguro que sí guardaban gratos recuerdos del dinero que me había gastado en ellas.

Me concentré en su forma de entrar en la habitación escuchando música, tal como habría hecho una universitaria, con los auriculares, aquel enorme reproductor de MP3 y...

¡Mierda! ¡Al marcharse no llevaba el MP3!

Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. ¿Era posible que se lo hubiera metido en el bolso mientras yo salía a la terraza a avisar a Quinn? No encajaba. Si hubiera tenido la costumbre de guardarlo en el bolso, lo habría hecho antes de llegar. Ya estaba: tenía que dar por sentado lo peor. A lo largo de mi carrera de asesino he sobrevivido a las emboscadas más peligrosas, a los enfrentamientos físicos más aterradores que uno pueda imaginarse, dando siempre por sentado lo peor.

Me puse en pie de un brinco y marqué el cero. Contestó una jovencita.

—Recepción. Al habla Jodie. ¿En qué puedo ayudarle?

—Jodie —respondí con voz autoritaria—, me llamo Donovan Creed y me alojo en la habitación 214. Soy agente federal. Necesito que me escuche con mucha atención.

—¿Es una broma? —preguntó—. Porque no tiene ninguna gracia.

Quizá debería haberle dicho que, tras haber sido durante doce años el principal asesino internacional de la CIA, sabía cuatro cosas sobre las amenazas de bomba, pero, claro, la palabra «asesino» no siempre provoca reacciones positivas. Decidí insistir en que era agente federal y le di instrucciones precisas:

—Jodie, le repito que soy agente federal. Hay una bomba en mi habitación. Quiero que active la alarma antiincendios, llame a la seguridad del hotel e inicie de inmediato la evacuación del edificio.

—Mire, las amenazas de bomba se toman muy en serio —contestó—. Si doy parte de su llamada podría llegar a cumplir condena.

—Jodie, el manual sobre las amenazas de bomba lo escribí yo mismo, ¿vale? ¡Y ahora active la alarma antiincendios y dé el aviso de evacuación antes de que baje y le suelte una buena hostia!

Colgué de mala manera y corrí hasta la puerta. Abrí, dejé el pestillo corrido para que no se cerrara y salí disparado al pasillo para llamar como un poseso a las demás habitaciones y advertir a voz en grito:

—¡Atención! ¡Evacuen el edificio de inmediato! ¡No se entretengan en coger sus pertenencias! ¡Abandonen ahora mismo el edificio!

Cuando iba por la quinta puerta la alarma antiincendios empezó a atronar, así que volví corriendo a mi habitación e inicié una búsqueda desesperada. El baño me pareció el lugar más probable. Miré detrás de la cortina de la ducha, levanté la tapa del depósito del váter, comprobé si había alguna placa del techo desplazada y busqué restos en el suelo por si se me había pasado algo por alto. Y entonces me di cuenta de que no lo conseguiría. No tenía tiempo de registrar la habitación a conciencia, mientras que Jenine sí había podido pensar, durante todo el rato que había durado su visita, dónde esconder el explosivo.

Eso si lo había escondido.

Eso si se trataba de una bomba.

Salí al balcón, noté que pasaba las piernas por encima de la barandilla, noté que me precipitaba al vacío. ¡Joder, acababa de saltar desde un primer piso! Las piernas habían hecho sus cálculos sin contar conmigo y me habían lanzado todo lo lejos posible, intentando aterrizar más allá de la acera.

En aquel momento, en plena caída, volví a concentrarme en lo que estaba haciendo y me hice un ovillo para rodar al llegar al suelo, donde traté de ignorar el dolor punzante que me desgarró el hombro. Me levanté con dificultad, corrí veinte metros y me precipité tras la gruesa base de una palmera gigante, levantando tsunamis de arena de un palmo de alto a mi paso. Bajé la barbilla, me protegí los órganos vitales lo mejor que pude y aguardé la explosión.

26

No pasó nada.

Los clientes del hotel empezaron a salir ordenadamente por la puerta lateral y la posterior. No eran muchos, pero me dije que en un simulacro de incendio la inmensa mayoría utilizaría la entrada principal.

Pasó un minuto y continuó el zumbido de la alarma antiincendios. Los altavoces debían de estar dirigidos a la fachada y los laterales del hotel, porque desde mi situación quedaba muy amortiguada.

Unos cuantos clientes más se unieron al primer grupo. Me planteé correr hacia ellos para avisarlos, pero lo desestimé, porque lo más probable era que nos enzarzáramos y acabáramos todos muertos mientras ponían en duda mis credenciales y mis advertencias.

Al final, el hecho de que no me acercara no importó, porque algún huésped tomó la decisión de ir a la entrada principal del hotel y los demás lo siguieron.

Pasó más tiempo. Estoy seguro de que fueron sólo segundos, pero todo parece ralentizarse cuando esperas la detonación de una bomba. El zumbido amortiguado de la alarma dejó paso a otros sonidos previsibles cuando uno se coloca detrás de una palmera a cincuenta metros del océano Pacífico: las olas rompían a mi espalda y por alguna parte, sin que viera de dónde procedía, el repiqueteo musical de unos tambores metálicos caribeños se imponía al ruido del tráfico. También distinguía el estruendo lejano de la montaña rusa del muelle de Santa Mónica, a unos cuatrocientos metros a mi izquierda.

No sabía cuánto tiempo me quedaba antes de la explosión, pero si tenía algún margen debía aprovecharlo para resguardarme mejor. Me incorporé poco a poco y me arriesgué a lanzarme corriendo hacia un pequeño muro de hormigón situado a unos quince metros a la derecha. Me arrojé tras él de cabeza, como un experto bateador al echarse sobre la tercera base, y esperé. Levanté la vista. A veinte metros a la derecha, sobre la pasarela de hormigón detrás del hotel, un jovencito con una cazadora naranja chillón dejó de coger a su novia de la mano el tiempo suficiente para señalarme y echarse a reír.

Me quedé mirando a aquella parejita. ¿Acaso estaba haciendo el ridículo? ¿Me había convertido en una especie de personaje de dibujos animados, un perturbado que se imagina cosas y se merece las burlas de los adolescentes? ¿Era posible que me hubiera inventado una bomba inexistente? ¿Iba a vivir así a partir de entonces, pendiente de que el más mínimo ruido o la idea más peregrina me empujaran a asustar a la gente, a saltar por las ventanas o a lanzarme detrás de cualquier cosa en busca de refugio?

Desde aquel ángulo sólo veía a unos cuantos clientes del hotel que miraban hacia la azotea, probablemente en busca de rastros de humo. Los imité y saqué la misma conclusión: todo parecía normal.

Sonreí a la parejita y me encogí de hombros. Luego me levanté y me sacudí el polvo. La chica también me sonrió y se quedó quieta un instante, como si tratara de decidir si podían dejarme suelto. Su novio, que mostraba menos preocupación, le tiró suavemente de la muñeca. Con la mano libre, ella se recogió un mechón rebelde tras la oreja. Al recibir otro tirón se volvió hacia el chico (a regañadientes, me pareció) y siguieron paseando tranquilamente.

Al cabo de un rato se apagó la alarma. Se impuso el silencio y todo empezó a recuperar su curso habitual. Supuse que iba a tener que dar explicaciones a los responsables de seguridad del hotel, a la policía y a los artificieros. Probablemente Darwin tendría que sacarme las castañas del fuego otra vez, cosa que no le haría ninguna gracia.

La montaña rusa del muelle de Santa Mónica debió de detenerse para que subieran otros pasajeros, porque su estrépito fue sustituido por la música de un organillo y los sonidos mecánicos de las demás atracciones de la feria. Por la puerta trasera del hotel salieron un par de agentes de seguridad, seguidos por un calvo con traje gris de solapas negras que debía de ser el director del hotel. A mi espalda, a la izquierda, dos colegialas se acercaban patinando por el paseo marítimo. Les relucían los brazos por el sudor y las dos tenían piernas bien definidas y embutidas en prietas mallas turquesa. Pasaron a toda prisa y asentí en señal de aprobación. Una de las dos frunció el ceño. La otra me enseñó el dedo corazón.

Me acerqué y observé el balcón desde el que había saltado. El reproductor de MP3 era voluminoso. ¿Podría haber contenido una bomba?

Por supuesto.

Entonces, me pregunté, ¿por qué me encontraba allí en medio expuesto a la explosión? La respuesta era sencilla: porque algo no encajaba. Si el MP3 iba a estallar, ¿por qué no lo había hecho ya? ¿Por qué no lo había detonado Jenine nada más situarse fuera del alcance de la onda expansiva? También podían haberle colocado un temporizador interno para que se activara cinco o diez minutos después de su marcha. Se me ocurrió que algo había salido mal. Quizás un cable cruzado o desconectado. Quizás el mando a distancia no había transmitido la señal adecuada debido a interferencias de la instalación electrónica del hotel.

No. En mi oficio tenías que dar por sentado que todo lo que podía hacerte daño funcionaba siempre a las mil maravillas. No obstante, parecía que me encontraba ante una de las escasas excepciones a la regla, porque no se me ocurría ningún motivo para que Jenine hubiera dado tantas largas a la detonación.

A no ser que...

Una idea empezó a fraguar en los alrededores de la conciencia. La tenía en la punta de la lengua. Algo relacionado con el momento de la detonación me inquietaba y traté de encajarlo. Si hubiera tenido unos minutos para darle vueltas...

Pero no los tenía. La única solución era aparcar aquel pensamiento y recuperarlo más adelante. En ese momento mis posibilidades eran esperar a los artificieros o tratar de desactivar la bomba por mi cuenta. Lo medité y decidí encargarme yo, ya que la explosión se había retrasado mucho. Estaba convencido de que la recepcionista habría llamado a los artificieros, pero mientras alertaban a la gente indicada y llegaba esa gente indicada, podría ser demasiado tarde.

Me dirigí a la entrada trasera a toda pastilla. Al abrir la puerta me pasó por la cabeza un recuerdo de infancia, el ejemplo perfecto del funcionamiento de eso del almacenamiento temporal.

Un verano, cuando tenía doce años, mi mejor amigo, Eddie, ató una docena de petardos a una mecha y la encendió. Nos reímos a carcajadas, emocionados, y nos escondimos. Esperamos un buen rato, pero no pasó nada. Al final, Eddie salió a investigar y en ese momento se produjo la explosión. Perdió varios dedos, un trozo de oreja y casi toda la piel del lado izquierdo de la cara.

En este momento me cuesta explicarlo, pero entonces, a la puerta del hotel, sentí que la bomba trataba de estallar. Visualicé un detonador de los antiguos, de esos con una palanca grande que se bajaba hasta que hacía contacto. Mentalmente vi la palanca ya en movimiento.

—¡Hay una bomba en el hotel! ¡Todo el mundo a cubierto! —grité.

Pegué un portazo, di media vuelta y eché a correr como alma que lleva el diablo hacia el murete de hormigón de antes, al final del patio. Me llegaba hasta la cintura y desde aquella dirección no podía echarme el suelo como antes. Tenía que lanzarme por encima, como en mis tiempos de comando.

Eso hice precisamente. Aterricé detrás y, una vez con el pecho en el suelo, pegué el costado izquierdo y la cabeza contra la base.

En ese momento la mayor parte del hotel, junto con el tercio superior del murete que me protegía, se volatilizaron.

27

Tras el estallido del hotel quedó suspendida en el aire una nube de hollín y polvo, como si se tratara de un hongo nuclear. Tosí para expulsar de los pulmones todo lo que pude. Me zumbaban los oídos. Algo me había dejado la visión en blanco y negro. Me volví para ver qué había detrás y me encontré con arena blanca y cielo, palmeras negras y agua.

Sacudí la cabeza y a base de parpadear volví a ver en color. Me levanté y busqué posibles heridas, pero aparte de un dolor en el hombro no tenía de qué quejarme. Tuve la impresión de que me movía a cámara lenta y no sabía si había sufrido una conmoción. Me obligué a recuperar el control y concentrarme en la destrucción que tenía quince metros delante de mí.

Los muros laterales del hotel habían quedado intactos, pero la parte de atrás había salido volando casi por completo. El tejado y la última planta seguían en su sitio, pero se escoraban precariamente. Con la estructura de soporte interna debilitada, era cuestión de tiempo, probablemente de minutos, que el alero se desplomara sobre los escombros que había debajo. La terraza desde la que había saltado, así como lo que tenía encima y debajo, y también a los lados, había desaparecido. El exterior del hotel había resultado diseccionado limpiamente: faltaba medio círculo de unos veinte metros de diámetro.

Other books

The Proposal & Solid Soul by Brenda Jackson
Aspens Vamp by Jinni James
Between the Vines by Tricia Stringer
Mating Fever by Crymsyn Hart
The Time Fetch by Herrick, Amy