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Authors: John Locke

Gente Letal (19 page)

BOOK: Gente Letal
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—Bueno, yo seguramente te saco diez años —comenté—, pero en mi época desde luego las cosas eran muy distintas: en mi colegio no había mamás como tú.

—O quizá sí y no te enterabas —replicó guiñándome un ojo.

Dejé que esa idea tan interesante se quedara dando vueltas por mi cabeza durante un minuto, pero la única madre que recordaba con claridad de la época de la primaria era la señora Carmodie, la mamá de Eddie, el de los petardos. Lo que se me había quedado grabado de la señora Carmodie era que tenía un trasero como un autobús de dos pisos: normalmente las nalgas se curvan en forma de C, pero las suyas formaban sólo la mitad de la letra y luego se prolongaban bastantes centímetros en línea recta como si formaran un estante antes de terminar la curva. El estante de su trasero era lo bastante grande para colocar dos latas de refrescos. Sin embargo, por mucho que lo intentaba no lograba imaginarme a la madre de Eddie trabajándose unos cuantos clientes mientras estábamos en clase.

Media hora pasó volando y, una vez terminados los cafés, acompañé a Paige a su coche. Conducía un Honda Accord plateado con neumáticos Michelin de cuarenta centímetros y llantas de aleación. Se fijó en la limusina aparcada al lado.

—A saber de quién será. ¿De algún famoso? —preguntó.

—No, no, es mía.

—¿Qué dices?

—¿Quieres echar un vistazo?

Quería. En cuanto se asomó Quinn la agarró por los hombros y la sentó a su lado. Entré tras ella y cerré la puerta con el seguro. A Paige se le había acelerado la respiración y debía de latirle el corazón como a un conejillo asustado, pero era lista y no gritó.

—¿Y el conductor? —pregunté.

—Cuando has entrado le he dicho que se fuera a dar una vuelta y volviera al cabo de una hora.

En ese caso, nos quedaba media hora para descubrir qué sabía Paige, aunque en realidad sólo nos hicieron falta cinco minutos antes de enterarnos de algo que me sentó como un izquierdazo en pleno hígado.

29

—Todas las chicas tenemos que pasar información de nuestros clientes a un hombre que se llama Grasso —informó Paige.

—¿Cómo que «todas las chicas»?

—Las de por aquí, las que a ellos les parece que estamos buenas.

—Evidentemente, Jenine entraría en esa categoría.

—Sí. Es una de las preferidas.

—¿Qué puedes decirme de Grasso?

—No mucho. Trabaja para un mafioso importante. No quiero decir quién.

Saqué mil más y se los puse en la mano. Me miró a los ojos.

—Esto no te lo he dicho yo.

—Trato hecho.

—Joseph DeMeo —susurró, y añadió—: por favor, no me metas en líos. Tengo hijos.

—No te preocupes, pero vas a tener que buscarte otro oficio. En este mundillo corres peligro. No vamos a repetir nada de lo que nos has contado, pero DeMeo sabe que eras amiga de Jenine y de Star, que ya se han ido al otro barrio. Tienes que recoger a tus hijos y largarte pitando de Los Ángeles. DeMeo no querrá dejar cabos sueltos. ¿Entendido?

Asintió.

Le di un beso en la mejilla y dejé que se marchara.

Al cabo de una hora llegamos a Edwards, la base de las fuerzas aéreas. Enseñé mis credenciales y uno de los guardias de la caseta me informó de que se habían cancelado todos los vuelos debido al atentado. Llamé a Darwin y al cabo de unos minutos el guardia recibió del comandante de la base la orden de dejarnos pasar. El conductor entró con la limusina en la pista y nos dejó al lado del avión. Quinn me recordó que había que abrir el maletero para sacar su saxofón.

—A ti te pasa como en la canción, que no puedes conseguir satisfacción... —se me ocurrió decir.

La deformidad facial de Quinn le impedía sonreír, pero si uno sabía interpretar su gesto siempre podía detectar si algo le hacía gracia. Yo era una de las pocas personas que sabía verlo.

—Siempre me había imaginado que serías fan de los Rolling Stones —comentó.

Los pilotos, que hasta el momento habían estado pegados al televisor de la terminal auxiliar, llegaron corriendo por el asfalto para abrir la puerta del aparato.

—Tardaremos quince minutos en preparar el despegue —anunció uno de ellos.

Quinn y yo subimos y en cuanto nos acomodamos serví sendas copas.

—¿Se te ha roto el móvil? —me preguntó—. Lo digo porque desde la explosión lo has mirado media docena de veces.

—Es que pensaba que a lo mejor llamaba Janet.

—¿Al enterarse del atentado, para ver si te había pasado algo?

—Qué estupidez, ¿no?

Quinn se encogió de hombros y alzó el vaso.

—Por las ex esposas.

Brindamos.

—No sé si este brindis tiene validez —comenté—. Tú no te has casado.

—Y tampoco me ha pegado un mordisco un yak —replicó tras beber un sorbo de bourbon.

Yo saboreé el mío, que retuve en la boca unos segundos para acentuar la quemazón.

—¿Un yak? —pregunté, y Quinn hizo una mueca. Me tragué el licor y bebí un poco más—. A mí tampoco, la verdad. Qué casualidad, ¿no?

Los ojos de Quinn empezaron a sonreír otra vez, o eso me pareció.

—Coop me contó una vez que le había mordido un yak. Me dijo que estaba en el Tíbet, en un pueblo con un nombre que no puede pronunciar nadie que no sea de allí. Le hicieron beber té hecho con mantequilla de yak.

—Mantequilla de yak —repetí.

—Según Coop, en el Tíbet la gente bebe de media entre cuarenta y cincuenta tazas de té cada día de su vida. En la tetera siempre hay un buen pedazo de mantequilla de yak. Antes de beber un sorbo hay que soplar para apartar la espuma que se crea —explicó.

—Qué asco.

—¡Eso mismo le dije yo!

—¡Pues por Coop! —propuse.

Volvimos a entrechocar los vasos. En la cabina se oía a los pilotos repasar los puntos de la lista de control previa al despegue. Quinn engulló el resto del bourbon en silencio. Lo imité. El copiloto abrió la puerta y nos enseñó el pulgar hacia arriba. Nos abrochamos los cinturones y nos acomodamos para el largo vuelo de regreso a Virginia.

Miré por la ventanilla y por primera vez me di cuenta de que había hecho un día soleado, sin una nube, igual que el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York.

30

El avión recorrió la pista en un abrir y cerrar de ojos. Una vez en el aire, pedí al piloto que girase hacia el hotel, para ver la zona desde el aire. Sin embargo, al cabo de unos segundos se nos colocó al lado un F/A-18 Hornet que nos escoltó hacia el noreste hasta abandonar el espacio aéreo de Los Ángeles.

El copiloto abrió la puerta de la cabina para disculparse.

—Lo siento, señor Creed.

—Os acojonáis con nada —repliqué.

Puso mala cara y volvió a centrarse en lo suyo. Me quedé recordando los cadáveres humeantes que había visto unas horas antes. Me imaginé a las familias y los amigos, por todo el país, llamando desesperadamente a móviles que ya nadie respondería. Y me quedó la duda de cuántos miembros de los equipos de rescate habría que añadir a la lista de víctimas si se desplomaba el tejado; mejor dicho, cuando se desplomase.

Una vez que alcanzamos la altitud de crucero, telefoneé a Victor.

—¿Cómo lo hiciste? —pregunté en cuanto contestó.

—Si... te... refieres... a lo... del... satélite... espía... puedes... decirles... a los... tuyos... que lo... siento... y que no... volveré a... hacerlo.

—¿Que lo sientes? Es una broma, ¿no? Porque tienen sistemas para hacer que lo sientas de verdad. Por cierto, ¿dónde está Monica?

Oí que alguien arrastraba algo y se puso al aparato un tío con una voz aguda.

—Señor Creed, me llamo Hugo —se presentó.

—Hugo.

—Correcto.

—Su voz... Así a bote pronto diría que hablo con otra persona de baja estatura, ¿no? —dije.

—Correcto otra vez.

—Ya, y tengo que creerme que se llaman Victor y Hugo. ¿Y sus amigos quiénes son? ¿H. G. y Wells?

—No conozco a nadie que se llame ni H. G. ni Wells —contestó—. Soy el consejero espiritual de Victor.

—Su consejero espiritual —repetí.

—Correcto.

—Dile... lo... otro —oí que lo instaba Victor.

Hugo trató de cubrir el auricular con la mano, pero como era seguramente pequeñita seguí oyendo como si los tuviera al lado.

—Pero se reirá de mí —decía Hugo.

—¡Dí... selo! —espetó Victor, autoritario.

Hugo apartó la mano y me dijo que era no-sé-qué, pero como hablaba con aquella vocecilla tuve que pedirle que lo repitiera.

—¿Que es qué? —pregunté.

—Comandante supremo de su ejército.

—Estoy tratando de encontrar una réplica graciosa, pero me ha dejado sin habla —reconocí.

Hugo me contó que Victor y él habían reunido un ejército de personas de baja estatura por todo el país.

—Tenemos soldados en todas partes —alardeó—. Centenares. Algunos son industriales influyentes. Otros tienen acceso a información reservada para los rangos más elevados. Hasta tenemos a una persona de baja estatura entre el personal de cocina de la Casa Blanca.

—¿A qué se dedica? ¿A preparar los canapés? —pregunté.

Hugo volvió a tapar el auricular y oí que le decía a Victor:

—Tú dame permiso y me lo cargo. Si me dejas lo machaco. Te lo pido por favor. Le extirpo el hígado y me pongo a bailar encima. —Y de repente gritó—: ¡Quiero bailar encima de su hígado!

—Creed... has... molestado... a mi... gene... ral —anunció Victor tras ponerse otra vez al teléfono.

—Venga, hombre, dejémonos de mandangas. Tengo que saber si Monica está viva. Y en ese caso tengo que matarla. Gracias a ti, esto se ha convertido en un asunto de seguridad nacional.

—Tenemos... que... vernos. Hay... muchos... temas... que... tratar.

Propuso reunirnos el martes por la mañana en el Café Napoli de Nueva York.

—Dame la dirección —pedí.

—Hes... ter... con... Mul... berry. En... Li... ttle... Italy.

—Little Italy —repetí.

—Ya ves... que... no... me... falta... sen... tido... del... humor...

—¿Tendrás soldados apostados en el café?

—A las... ocho. Antes... de que... abran.

—Allí estaré.

31

Tras concluir la conversación con Victor y Hugo, llamé a la central e informé a Lou Kelly de que la explosión del hotel no había sido un atentado terrorista.

—Ha sido un ataque personal de Joe DeMeo contra mí.

Le di todos los detalles incómodos de mi cita con Jenine, le conté que se habían cargado a Coop y también a Jenine y a otra chica llamada Star y que habían esterilizado su casa.

—¿Esa Jenine era la que tenías prevista como doble de Callie?

—Sí, y habría sido perfecta —respondí, sin entrar en detalles sobre las fotos que le había hecho del tatuaje y la marca de nacimiento, porque por algún motivo me parecieron una invasión de su intimidad.

—A ver, quieres decir que Jenine y sus amigas, y casi todas las prostitutas de Los Ángeles...

—Las guapas —precisé.

—Todas las prostitutas guapas de Los Ángeles... ¿trabajan para Joe DeMeo?

—No trabajan para él en el sentido clásico, como se trabaja para un chulo, pero bueno, sí: él les financia la ficha en internet, tiene gente que controla los sitios web y a las chicas y les paga a cambio de información.

—¿Información que puede utilizar para comprar influencias y a políticos, quizás a la élite de Hollywood?

—Si no, ¿cómo podría haberse enterado de dónde y cuándo iba a verme con Jenine?

—Debía de tenerlo montado antes incluso de verte en el cementerio —apuntó Lou.

—Si no, sus hombres me habrían pegado cuatro tiros aquel día.

—Tampoco es que sea muy fácil si Quinn te protege.

—Ya, pero es que DeMeo había colocado a nueve tíos la noche antes. Me dijo que tenían controlado a Augustus. En fin, Quinn se habría cargado a un par y yo quizá también, pero estábamos en franca minoría y además en su territorio. Podría habernos liquidado a los dos. Y debería haberlo hecho.

—¿Para qué montar un tiroteo desproporcionado en pleno día? Mejor recurrir a Jenine y que te dejara un regalito —razonó Lou—. Ya estaba al tanto de que tenías previsto ver a una puta en Santa Mónica.

—Y que pareciera un atentado —dije—. Luego se deshicieron de ella para que se llevara las culpas. Tenían su ordenador, que la vinculaba conmigo, y podían hacer que pareciera que colaboraba con terroristas.

—Y así Joe DeMeo conseguía que la bomba del hotel pareciera un atentado.

—Joe es muy espabilado —comenté.

Nos quedamos en silencio unos instantes mientras la mente de Lou carburaba.

—¿Ya le has contado a Darwin lo de DeMeo?

—Quería informarte a ti antes.

—Ajá. Bueno, vamos a dejar que se encargue él de informar al mundo.

—O de no decir nada.

—¿Crees que tratará de echar tierra sobre el asunto?

—Lo que creo es que tratará de que los terroristas sigan llevándose la culpa. Con lo de Monica dejó la posibilidad abierta y esto es una prolongación lógica. Es fácil de creer y viene bien políticamente; así se justifican su trabajo y el presupuesto, y el país hace piña.

—Algo habrá que decirles a los federales —recordó Lou.

—Les cuente lo que les cuente, tenemos que centrarnos en Monica. En cuanto hayamos confirmado su muerte les soltamos lo de la bomba del hotel y que se lleven ellos el mérito de haber resuelto el caso.

—Eso en el peor de los casos —apuntó Lou—. Puede que tengamos suerte, encontremos a Monica y la rescatemos. Entonces les damos toda la gloria a los federales y a cambio nos llevamos un montón de puntos para que nos hagan favores más adelante.

No contesté.

Lou también se quedó callado y luego reaccionó.

—Ah, claro. Entendido. No va a haber rescate.

—Vale. Estamos en sintonía.

—Jodido oficio —suspiró Lou.

—Si yo te contara...

Le pedí que pusiera a varias personas en exclusiva a buscar alguna conexión entre Baxter Childers y Victor.

—Cuéntame algo de ese Victor —dijo Lou, y le informé de todo lo que sabía, omitiendo sólo lo del satélite espía.

—¿Cuánto tiempo crees que costará encontrar una vinculación? —le pregunté entonces.

—Cinco minutos —rio—, puede que diez.

—¿Es coña?

—Donovan, tú tienes tus especialidades y yo las mías, y para los dos hay trabajos más difíciles que otros. Cuando me cuentas que por un lado tienes a un cirujano de fama mundial y por otro a un enano parapléjico con rastas y mala uva, y que sabes que hay una conexión entre los dos y quieres que la encuentre... Bueno, es como preguntarte a ti cuánto se tarda en matar a un hámster con una escopeta.

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