Analisa estaba convencida de que Patro ocultaba algo aunque no sabría determinar qué era. Tal vez su tía estaba en lo cierto con respecto a ella. «¡Pobre Emersinda! ¡Cuánto miedo debió de pasar! Inválida, aislada y a merced de una mujer cuyas intenciones no están claras», pensó la joven.
Lo que más le había sorprendido de la doncella era su capacidad para inventar patrañas. Parecía tratarse de una embustera que quizá llegaba a creerse sus propias mentiras. Su capacidad de engaño era sólo equiparable a su ambición. Si todo cuanto le había referido eran elaboradas estratagemas, ¿le habría mentido también con respecto a la extraña muerte de las anteriores doncellas? Tal vez, excepto Felisa —cuyo cadáver había podido contemplar con sus propios ojos—, las otras estaban vivas y a salvo en sus casas. Ojalá fuese así.
Sin embargo, las lágrimas y los temores de Patro parecían tan auténticos que Analisa aún albergaba dudas que no se atrevía a formular en voz alta y que no le permitían serenar su espíritu. En esa historia había algo que no terminaba de encajarle.
La situación era insostenible. Tenía que salir de dudas. No era posible mantener a una persona trabajando en casa si no confiaba en ella. Así pues, la joven decidió indagar por su cuenta. Hasta ahora sólo había recibido informaciones parciales, sesgadas. Lo que precisaba era la opinión de alguien objetivo.
El único lugar donde podría hallar respuestas era el pueblo. En consecuencia, planeó un viaje a escondidas de su tía y de Patro, aunque Analisa tuvo que pedirle a Patro que avisara a Pedro, el cochero con el que había viajado desde Madrid, se cuidó mucho de exponer los motivos reales de su salida.
Aprovechó para ir por la mañana, cuando la doncella se encontraba inmersa en las labores domésticas en casa de su tía. No quería dejar a Emersinda sola, así que se propuso no pasar fuera demasiado tiempo. De este modo evitaría que Patro tramara alguna artimaña a sus espaldas.
Analisa pidió al cochero que la condujera hasta la iglesia de Santa María de la Asunción. Era un edificio frío y lóbrego, de estilo gótico-mudejar, construido entre los siglos XV y XVI. Allí se encontró con don Pascual, el párroco, un hombre de edad avanzada, desdentado y calvo. Tras saber quién era, el religioso dejó sus ocupaciones a un lado y se dispuso a atenderla.
—Padre, ¿conoce usted a Patrocinio, la esposa del zapatero?
—Claro que sí, hija. Éste es un pueblo pequeño.
—No sé si sabe que ella sirve en casa de mi tía.
—Lo sé, lo sé. Aquí nos conocemos todos y precisamente, Patro es una de mis feligresas más piadosas y devotas. No se pierde un oficio aunque caigan chuzos de punta.
Analisa esbozó una mueca de extrañeza, pero pensó que aquello no significaba nada. Algunos grandes devotos habían resultado ser a la postre grandes hipócritas.
—Padre, confidencialmente, ¿qué opinión le merece esta mujer?
—¿Qué quiere que piense? Es una feligresa temerosa del Señor, una madre estupenda y, por lo que tengo entendido, una amantísima esposa.
Su asombro iba en aumento: aquello no encajaba en absoluto con las acusaciones de su tía. Parecía evidente que alguien mentía, pero... ¿quién?
—Eso me pareció a mí también, pero...
—¿Pero qué, señorita Analisa?
—¿Puedo hablarle con franqueza sabiendo que cuento con su discreción?
—Puede y debe —repuso el religioso—. Todo cuando le ocurre a mi rebaño es de mi incumbencia.
—Han pasado algunas cosas extrañas que no sé bien cómo debo interpretar y necesito saber si Patro es una persona de fiar.
—De mi absoluta confianza. A veces, sólo por su afán de ayudar, me prepara comida caliente y pan. Es más, en cierta ocasión me encontré postrado en cama, incapaz de valerme por mí mismo, y ella, bendita mujer, me atendió como si fuera su propio padre.
—¿No es ambiciosa y embustera?
—¡Por Dios santo! Esa mujer es incapaz de lanzar un embuste aunque le vaya la vida en ello —apostilló—, y mucho menos de conocer el significado de la palabra ambición. ¿Pero por qué tiene usted tan mal concepto de esa cándida mujer? —preguntó frunciendo el ceño—. Es cierto, y seguro que no le descubro nada nuevo, que es más bruta que un arado. Eso no voy a discutírselo. Sin embargo, no la creo capaz de esconder ni un solo pensamiento impuro.
—Apenas la conozco. Sólo intento esclarecer algunas cosas y ya veo que usted tiene muy buen concepto de ella.
—Lo tengo, es cierto. No puedo más que dedicar palabras amables y caritativas a tan noble alma.
—Una cosa más, padre...
—Pregunte, pregunte sin miedo. Es preferible preguntar que acusar sin fundamento.
—¿Sabe qué les ocurrió a las anteriores chicas que trabajaron para mi tía? Tengo entendido que murieron en extrañas circunstancias.
—¡Ay, sí! Fueron hechos muy luctuosos y desagradables. No quiera usted estar al tanto de eso. ¡Es mejor ni mentarlo! —exclamó haciendo grandes aspavientos.
—Si no le importa, cuénteme lo que sepa sobre ese asunto.
—¿Qué quiere que le cuente? Las asesinaron. Eso es todo —dijo el párroco persignándose—. Joven, créame: habita un alma maligna por estos contornos, un secuaz del diablo capaz de absorber la sangre a los mortales con tal de consagrarse a la vida eterna que le ofrece el Innombrable.
De modo que Patro no mentía. Analisa sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta. Era como si la sangre hubiese dejado de fluir por sus venas. No le quedó más remedio que apoyarse en uno de los fríos bancos de la iglesia.
Don Pascual advirtió su turbación.
—¿Se encuentra bien? ¡Por el amor de Dios, siéntese si advierte que va a desplomarse!
Analisa obedeció. Notó que las fuerzas la abandonaban.
—¿Qué tiene? ¿Qué mal la aqueja?
La joven no contestó. Oía la voz de don Pascual en la lejanía, como si le hablara desde el pulpito. Luego todo fue oscuridad; se había desvanecido.
El párroco se dirigió a la pila, extrajo un pañuelo de su sotana, se santiguó y lo empapó con agua bendita. Después, se lo aplicó en la frente y en la nuca. La joven estaba tan blanca como una plancha de mármol.
—¿Se encuentra mejor?
—Sí —balbuceó la joven volviendo en sí—. Ya me encuentro bien.
—No tiene buena cara. Está muy pálida.
—Ha debido de ser la presión del corsé.
—¿Y qué son esas marcas que he observado en su cuello? —inquirió el párroco horrorizado.
—¿A qué marcas se refiere?
—¡A éstas! —dijo al tiempo que las tocaba con la punta del dedo índice—. ¿Le duelen?
Analisa negó con la cabeza.
Había mentido a un ministro del Señor. Y lo peor es que no sabía qué le había impulsado a hacerlo. Tenía aquellas heridas desde hacía un par de días y desconocía qué las había originado. Además, se encontraba débil, cansada e inquieta.
—¿Seguro? Parecen muy profundas. ¿Ha sangrado?
—No, que yo sepa. Debe de haber sido algún mosquito.
—Lo dudo. Son demasiado penetrantes. Debe verla un médico de inmediato —advirtió don Pascual alarmado—. ¿Por qué no me acompaña a casa del boticario? Él sabrá cómo proceder.
De nuevo una fuerza misteriosa se adueñó de ella impeliéndola a mentir.
—¡No! ¡Imposible! Debo regresar junto a mi tía. Me está esperando para almorzar.
Por supuesto que Emersinda no estaba esperándola para comer. ¡Nunca comían juntas!
—Pero sólo será un momento. Vive muy cerca.
—No insista, padre. Se lo agradezco de todo corazón, pero tengo que marcharme. Mi tía, mi tía... me necesita.
Violeta levantó la trampilla con sigilo. Se cuestionaba si debía o no descender por ella. La había descubierto por pura casualidad, cuando tropezó con la alfombrilla que la cubría. Nunca había visto algo semejante en la casa de nadie, aunque, debido a su carácter solitario, tampoco había frecuentado demasiadas casas que no fueran la de su madre.
Abajo todo era oscuridad.
«¿Qué habrá ahí?», se preguntó.
Desde que Ana le diera a beber la sangre de su dedo, algo en la actitud de Violeta se había modificado. Ansiaba el momento en que aquella desconocida volviera a suministrarle otro trago de vida. Sólo fueron dos o tres gotas, pero habían bastado para proporcionarle un cúmulo de emociones tan excitantes que no era capaz de concebir una experiencia más sublime que aquélla. Ana ejercía sobre la joven una fascinación sin parangón en su corta existencia.
Cuando cayó la noche, la no-muerta se marchó sin darle ninguna explicación y Violeta se sintió un poco ofendida. «¿Significa su silencio que no confía en mí?» Ana no le había prohibido salir de la casa y, aunque la lógica le dictaba que debía huir mientras pudiera hacerlo, era incapaz de abrir la puerta que la separaba de la libertad. De haberlo intentado, quizá habría descubierto que se hallaba cerrada con llave. Se limitó a deshacer su mochila y a colocar sus cosas en la habitación de los invitados. Se sentía intranquila, pero se quedó dormida con más facilidad de la que esperaba. Pasadas las cuatro de la madrugada oyó pasos. Ana había regresado. Violeta no se atrevió a moverse. Temía que pudiera molestarla sentir vulnerada su intimidad, así que permaneció callada hasta que de nuevo se hizo el silencio.
A la mañana siguiente descubrió que aquella misteriosa mujer dormía en una habitación protegida por una puerta especial que sólo podía ser franqueada introduciendo una clave numérica, lo cual hacía imposible acceder allí.
Violeta notó un gusanillo en el estómago; tenía hambre. No había ingerido ningún alimento desde que pisara esa casa, por lo que se dirigió a la cocina en busca de algo que llevarse a la boca. Pero descubrió que no había nada comestible. Los armarios estaban vacíos y la nevera parecía un elemento decorativo. No había nada dentro.
No sabía cómo actuar. ¿Debía salir a comprar algo de comida o tan sólo limitarse a esperar instrucciones de su anfitriona? Decidió aguardar a que se levantara. Estuvo viendo la televisión buena parte de la mañana hasta que se cansó de no hacer nada. Estaba muy aburrida. Entonces fue cuando se puso a deambular por la casa. Junto a la cadena de música observó, entre otros muchos CD, un buen número de discos de música clásica. Puso uno al azar y se dejó envolver por su suave melodía. Después, se dedicó a examinar el resto de las habitaciones. Todo parecía normal, aunque para su gusto, quizá era un poco frío e impersonal.
Mientras caminaba por uno de los pasillos se tropezó con una alfombrilla. Entonces fue cuando se percató de que había quedado al descubierto una trampilla secreta. Sintió curiosidad y acabó por sucumbir a la tentación. Aquella trampilla debía de conducir a algún sitio interesante. De otro modo, no estaría oculta.
Acertó a pulsar a tientas el interruptor de la luz.
En el sótano se ocultaba una habitación carente de toda decoración. Parecía más bien un almacén. «¿Pero un almacén de qué?», se preguntó Violeta.
Lo supo muy pronto. La habitación estaba llena de modernos congeladores. Había espacio suficiente para conservar cientos de saquetes de pescado. Sin embargo, al abrir uno de los asépticos electrodomésticos descubrió que no había ni pescado, ni croquetas, ni hielo... ¡sólo sangre!
Contempló el «botín» que ocultaba su anfitriona primero con estupefacción y después con interés. La sangre de Ana poseía un poder adictivo. «¿Será este líquido igual de mágico y delicioso que el que probé ayer?», pensó.
—¿Quién te ha dado permiso para bajar aquí? —preguntó una voz a sus espaldas.
Violeta se giró asustada. Ana estaba de pie junto a la trampilla. Ni siquiera la había oído bajar. Estaba descalza y aún llevaba el camisón. Era evidente que acababa de levantarse de un profundo sueño, pero aun así a Violeta se le antojó arrebatadoramente bella.
—Tropecé sin querer con la trampilla. Yo, yo... —titubeó la joven—. Fue sin querer. Me aburría y...
—Está bien, no pasa nada —la interrumpió Ana—. Tarde o temprano ibas a descubrir mi «cámara secreta».
—Lo siento. No pretendía inmiscuirme en tus cosas.
Ana avanzó hacia ella, tomó la bolsa de sangre que Violeta tenía entre sus dedos y la colocó en su lugar como quien atesora una reliquia. Después, cerró el congelador de un golpe brusco y seco. El sonido retumbó por toda la estancia.
Violeta retrocedió acongojada.
—Querida Darky, esto es lo más cerca que estarás de
mi
sangre. No quiero que vuelvas a tocar estos botes salvo que te lo ordene. ¿Está claro?
Su voz sonaba firme, pero suave. El poder de su mirada era hipnótico y su voz... Aquella voz sonaba como un arrullo, como una canción de cuna.
—Sí. No volverá a ocurrir.
—Estarás hambrienta.
—Sí, pero no he encontrado nada comestible en la cocina.
—¿Tanto como para apoderarte de
mi
comida? —preguntó señalando los congeladores.
—No. Jamás haría nada que pudiera perjudicarte —contestó sin saber qué la había impulsado a pronunciar esas palabras. Era como si, en determinados momentos, fuera otra persona la que hablara por su boca.
—Buena chica —dijo dándole una palmadita en la espalda mientras la conducía por las escaleras hacia el piso superior—. No creo que quieras que me enfade. Cuando esto ocurre tengo muy mal carácter. Créeme, no te conviene verme en ese estado. Y ahora te daré algún dinero para que vayas a comprar
tu
comida. Conmigo no te faltará de nada. Considérate mi invitada especial. Y si te portas bien —añadió mirándola fijamente a los ojos—, puede que te ofrezca un poco más de mi propia sangre. Sé que te gustó la experiencia, ¿verdad?
El rostro de Violeta se transformó. La sola posibilidad de recibir unas gotas más de su sangre privilegiada provocó que le diera un vuelco el corazón.
Ana le entregó algún dinero.
—Ve también a comprarte ropa.
—¿Por qué? ¿No te gusta la que llevo?
—Me encanta, Darky, pero no quiero que llames la atención. Debemos pasar desapercibidas. Recuerda que la gente no puede saber quién soy realmente.
—Aunque lo pregonase a los cuatro vientos, nadie me creería.
—Eso es cierto, pero la gente puede imaginarse cosas que en nada nos beneficiarían. ¿Nunca has escuchado el tópico que afirma que la fuerza de los vampiros reside en que nadie cree en su existencia?
—Sí.
—Pues, es una gran verdad, Darky. Y ahora ve a comprar. No me gusta que mis invitados pasen hambre. Después charlaremos. Tengo algunas propuestas para ti.