Gothika

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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: Gothika
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La joven Analisa llega desde Madrid en respuesta a la apremiante llamada de su tía moribunda. Una vez allí la muchacha se ve acosada por extrañas y terribles pesadillas y por un sutil mal que parece estar consumiéndola poco a poco. Un día Analisa despierta dentro de un ataúd. Junto a ella reposa su tía que parece muerta. Cuando la joven escapa y se siente a salvo descubre que algo le ha ocurrido. Y siente la aguda punzada del hambre... Madrid. Principios del siglo XX.

Alejo sabe que solamente su trabajo puede convertir su oficio vocacional, el de escritor, en el verdadero sustento de su vida. Así, mientras se gana el pan trabajando de teleoperador se documenta intensamente para la que será su gran novela. Para ello sale cada noche con Darío, el hermano de su novia, por el ambiente goth madrileño. Todo cambia el día que Alejo conoce a Ana, la mujer enigmática y fascinante que se convierte en su única obsesión.

Clara Tahoces

Gothika

ePUB v1.3

Mística
18.12.11

1

Por experiencia sé que es mucho más sencillo alimentarse en las afueras de las grandes ciudades. Y Madrid no es una excepción. A las horas que salgo suele haber menos personas en la calle, lo cual facilita bastante la labor de los cazadores de la noche. Simplemente seleccionas tu alimento y lo sigues hasta que se dan las condiciones precisas para el ataque.

Aquella noche le tocó el turno a un chaval que acababa de bajarse de una moto que conducía otro chico de una edad similar a la suya. Lo lógico hubiera sido que se metiera en uno de los portales mal iluminados de aquel barrio, pero desgraciadamente para él no fue así. Continuó caminando por una de las avenidas sin saber que le seguía. Me pregunto por qué su amigo no lo dejó directamente en la puerta de su casa.

Se detuvo sólo un instante, el tiempo justo para encenderse un canuto y reanudar su camino. Llevaba unos auriculares y tarareaba muy bajito una balada de Aerosmith. Lo seguí arropada por la oscuridad. Podía haberlo atacado en aquel momento, pero decidí esperar por si algún curioso se asomaba a la ventana. Percibí que iba a cruzar un descampado. Con el tiempo había aprendido a desarrollar mi intuición como un sentido más, igual que el tacto o la vista. Infinidad de veces había comprobado que era capaz de saber ciertas cosas de manera asombrosa, sin hacer ningún esfuerzo. Esperé un poco más, acechando a mi presa sin prisa, esperando el instante justo para atacar. Ese tiempo llegaría cuando mi intuición lo ordenase, no antes.

Cuando pensé que era la oportunidad apropiada me acerqué por detrás. Es mucho mejor sorprender a las presas por la espalda, sobre todo si son grandes. De este modo apenas tienen tiempo de reaccionar y cuando quieren darse cuenta ya es demasiado tarde.

El ataque debe ser limpio y preciso, pero sobre todo... fulminante. El canuto se le había apagado y tuvo que detenerse en medio del descampado para sacar el mechero. Mientras agachaba la cabeza para extraerlo de uno de sus bolsillos, me abalancé sobre él con mi pañuelo, ya convertido en improvisada soga y apreté con fuerza para impedir que se moviera. Aun así, pataleó un poco. Siempre lo hacen. Se llama instinto de supervivencia. Pero mi posición era mucho más aventajada que la suya. Lo tenía bien agarrado. Era mi comida y no iba a permitir que se zafase.

Sentí cómo las venas de su cuello se iban hinchando. Se había puesto rojo como un tomate y luchaba desesperadamente por soltarse. Infeliz. No se daba cuenta de que también yo ejercía mi instinto de supervivencia. Pronto dejó de patalear. Estaba inconsciente. Si hubiera seguido apretando, habría muerto. Siempre me ha maravillado la facilidad con la que es posible poner fin a la vida de alguien. Nueve meses dentro de la panza de su madre para acabar muriendo en apenas nueve segundos.

Ya en el suelo, me guardé el pañuelo hasta la siguiente ocasión e hinqué con avidez mis dientes en su yugular. Su sangre estaba caliente y entraba a borbotones en mi garganta. Es sublime, embriagador. Algo que un humano jamás podrá apreciar. Bebí y bebí hasta saciar mi sed, hasta que la euforia me dijo que había que parar. Demasiada sangre puede producir una extraña sensación de mareo haciéndonos perder, por unos instantes, el contacto con la realidad. Es un instante peligroso en el que podemos olvidarnos de dónde estamos, quiénes somos y hacia dónde debemos ir. ¿No son ésas las grandes preguntas que siempre se ha formulado la humanidad? Es entonces cuando hay que parar, abandonar el cuerpo y huir. Si no respetásemos esta regla, en alguna ocasión terminaríamos siendo capturados o destruidos.

Curiosamente, nunca fue tan fácil como ahora obtener sangre fresca con la que saciar mi sed. Cada período histórico ha tenido para mí sus ventajas e inconvenientes. En otros tiempos, un crimen como el que acababa de cometer no hubiese supuesto ninguna clase de investigación por parte de las autoridades. Sin embargo, en contraposición, las supersticiones sobre seres como yo habrían dificultado mucho el hallazgo de víctimas disponibles. Eran pocos los que se atrevían a vagar por las calles pasadas las horas de luz, lo que frecuentemente me obligaba a internarme en casas particulares en busca de la ansiada sangre. Por otra parte, la población tampoco era tan numerosa y a veces debíamos conformarnos sólo con las sobras.

Sin embargo, en el presente las supersticiones aparentemente no existen. Por supuesto que la gente sigue creyendo en asuntos sobrenaturales, pero de otra manera más sofisticada. Han cambiado vampiros, hombres-lobo y demonios por brujas de tres al cuarto, líneas 806 y ovnis. Paradójicamente, el progreso y la tecnología se han transformado en mis mejores aliados. Mis actos constituyen a todas luces la obra de algún chalado que se cree poseído por Drácula. Estadísticamente hablando, hay tantos enfermos o más que aseguran ser el conde Drácula como Napoleón.

Mientras pensaba en ello, todavía inclinada sobre el cuerpo del joven, saqué una gran jeringuilla y extraje la mayor cantidad de sangre que pude de sus venas. Llené con precisión una bolsa entera. A fin de cuentas, no todas las noches eran tan propicias como ésta y había que prevenir la llegada de las horas bajas. Ésta era una práctica habitual desde que después de la Primera Guerra Mundial la tecnología me había facilitado la posibilidad de congelar mis botines. Nadie mejor que yo conocía la horrible sensación que se experimentaba cuando no tenía nada que llevarme a la boca. Cuando no veía claro el desenlace de una de mis actuaciones prefería abstenerme. Éste había sido el secreto de supervivencia durante tanto tiempo.

Tras rematarlo, arrastré el cadáver hasta un montón de hojas secas y lo oculté, aunque sin entretenerme mucho. Ya se encargaría alguien de hacerlo aparecer. A fin de cuentas, todos los días se producen crímenes en las grandes ciudades.

Tenía aparcado el coche en un lugar discreto. Lo primero que hice fue introducir la bolsa con la sangre en una pequeña nevera portátil. No podía arriesgarme a que se estropeara. Después, sólo tuve que conducir tranquilamente hasta mi refugio.

Había vivido en muchos lugares, pero ninguno tan confortable como mi actual hogar, un sitio discreto provisto de toda suerte de comodidades. Por necesidad soy nómada. Con el tiempo me di cuenta de que no era aconsejable permanecer mucho tiempo en una misma ciudad. Aquél era un riesgo al que no debía exponerme.

Antes de acostarme, ya con tranquilidad, ingerí más sangre. No había quedado saciada por completo. Era importante hacerlo. De otro modo, al día siguiente estaría demasiado débil para cazar. Por fin me acurruqué en la cama y me sumí en un sueño profundo. No hay nada más agradable que ese momento, cuando por fin te sabes alimentada y a resguardo de posibles miradas indiscretas. Mi último pensamiento consciente, como otras tantas noches desde hacía muchos años, fue para tía Emersinda. «¡Maldita hija de puta!», susurré antes de caer vencida por completo.

2

Analisa no pudo contener un gritito de sorpresa al leer la escueta nota. Hacía años que no sabía nada de tía Emersinda y de pronto los acontecimientos se precipitaban. La nota no aclaraba gran cosa y el cochero que la portaba tampoco sabía mucho más al respecto. Al interrogarle, todavía en el umbral de la puerta, sólo explicó que no trabajaba para ella. Únicamente le habían pagado para llevar aquel mensaje urgente y trasladar a Analisa de vuelta, en caso de que accediera a realizar el viaje, hasta la casa de su tía, en las afueras de Estepa. Doña Emersinda era una mujer muy acaudalada y su doncella le había pagado a cuenta una sustanciosa cantidad por cumplir con este cometido sin hacer demasiadas preguntas.

—¿Vendrá conmigo, señorita? Se nos echará la noche encima y los caminos no son buenos.

Al parecer, aquel hombre de aspecto desaliñado se sentía tan incómodo con aquella situación como la propia joven. Aunque se dio toda la prisa que pudo, había sido un viaje largo, tortuoso y agotador. Deseaba ver cumplido su cometido y regresar junto a su familia lo antes posible.

Analisa se quedó en silencio un momento. No supo qué responder. Tantos años de mutismo y ahora todo era premura. Aquél era un viaje de muchos días y tampoco sabía muy bien lo que se encontraría. ¿Cómo podía estar segura de que aquel hombre decía la verdad? ¿Y si no lo había enviado su tía? ¿Y si todo era una estratagema para apartarla de Madrid y hacerle algún daño?

Pedro —así se llamaba el hombre— advirtió una sombra de turbación en su rostro.

—Su doncella me dio esto —se apresuró a decir mientras extraía de uno de los bolsillos de su raída casaca un pequeño saquito de terciopelo verde—. Me pidió que se lo entregase como prueba de que lo que digo es cierto.

Analisa lo asió con cuidado. En su interior había un objeto que le resultaba vagamente familiar. Era un camafeo con la efigie de tía Emersinda tallada en ónice. Era un regalo que el padre de Analisa había hecho a su hermana muchos años atrás, antes de que dejasen de tratarse. Era la última moda a mediados del siglo XVIII. La joven se sorprendió de que aún lo conservara.

Releyó la nota una vez más. La caligrafía se le antojó temblorosa aunque recta, monótona y picuda. Y la rúbrica, enmarañada. Apenas se distinguía la inicial de su nombre.

Querida sobrina:

La vida se me escapa. Eres mi única familia y la soledad me corroe. Necesito tenerte a mi lado unos días. En este mundo sólo me quedas tú. Ven a mí y te haré inmensamente rica.

Con cariño,

E.

—¿Sabe si se encuentra enferma?

—No. Ya se lo expliqué. Sólo traté con la doncella. La señora vive muy apartada del pueblo. Ella no pisa por allí.

—Pase un momento a la cocina —sugirió Analisa—. María le dará algo de sopa caliente y pan. Después échese una cabezada. Mientras, haré los preparativos para el viaje.

Había tomado la decisión de acompañarlo. Aunque desconocía los motivos por los cuales su padre había perdido el contacto con su hermana, era obvio que tía Emersinda necesitaba ayuda. No podía dejarla en la estacada. Nunca se lo perdonaría.

El viaje no pudo ser más desagradable. Al frío cortante de aquel desapacible mes de septiembre se sumaba la posibilidad, nada despreciable, de ser asaltados por bandoleros en cualquier momento. Esta molesta idea planeó sobre su cabeza durante los diez días que duró el trayecto. Tuvo mucho tiempo para pensar e incluso para arrepentirse de aquella precipitada decisión. Sin embargo, cuando le abordaban este tipo de pensamientos se acordaba de tía Emersinda. La imaginaba desvalida y demacrada, postrada en una cama, víctima de alguna terrible enfermedad que le iba consumiendo poco a poco la vida. Llegó a imaginarse una sombría llegada en la que su doncella le comunicaba que el tedioso viaje había resultado en balde porque tía Emersinda, finalmente, había fallecido.

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