Darío pensó que la mejor manera de aprender acerca del mundo de los que no mueren era mimetizarse con «ellos» en los ambientes que acostumbraban a frecuentar. Creía firmemente que los actuales vampiros no podían haber sobrevivido en lugares apartados de la civilización, sino que, por fuerza, debían de camuflarse adrede entre la multitud para llevar a cabo sus oscuros planes. También supuso que el mundillo en el que mejor podrían pasar desapercibidos era el de la subcultura gótica.
Todas estas elucubraciones le hicieron decidirse a cambiar su vestuario, su peinado y, en definitiva, su concepción de la vida para transformarse en lo que él denominaba un «cazador oculto». Sin embargo, no contaba con que el mundo gótico acabaría por atraparle a él. De tanto frecuentar el ambiente acabó por integrarse en él de un modo sorprendente. Empezó a cogerle el gustillo a la música de grupos como Marilyn Manson, Moonspell, Rammstein, Evanescence, Sisters of Mercy... Y trabó algunas amistades en locales góticos de Madrid como Dark Hole,
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Phobia, Heaven, Mission...
Sus padres estaban desesperados. No sabían qué hacer. Primero probaron con buenas palabras, luego con castigos y, por último, con amenazas. Pero de nada habían servido estas tácticas. A Darío parecía importarle un bledo que lo desheredaran.
«Si es que se pasa todo el día escuchando al travestí ése», había dicho su padre refiriéndose a Brian Warner, el líder de Marilyn Manson. Por su parte, su madre no dormía tranquila por las noches desde que se enteró de que el llamado «asesino de la katana» era fan de algunos de los grupos que también le gustaban a su hijo. Quería a Darío, pero la aterraba el hecho de pensar que ya no era su niño. Se había transformado en un ser extraño y frío que vagaba por la casa sin hacer el más mínimo esfuerzo por comunicarse con ellos. No se le ocurría qué podía estar pasando por su cabeza.
La gota que colmó el vaso se produjo cuando una noche los despertaron a las tres de la mañana para comunicarles que Darío se encontraba detenido. Al parecer, había intentado emular a Carrigand y a Lancaster en el cementerio de la Almudena. Por suerte para él, la ley no era implacable en este sentido, aunque lo que había hecho era un delito tipificado en el artículo 526 del Código Penal. Como su padre era un excelente abogado, consiguió que el castigo se redujera a una pequeña multa.
Después de sufrir esta humillación, el padre de Darío decidió echarlo de casa. Ya habían tenido bastante con aguantar sus extravagancias. «No pega ni golpe y encima ensucia el buen nombre de la familia», explicó a su mujer. Ambos determinaron que aquello le vendría bien para aprender a sentar la cabeza. Sin dinero en el bolsillo y sin un techo donde cobijarse, no tendría más remedio que ponerse a trabajar para salir adelante.
Silvia había omitido los detalles más escabrosos de la historia. Aun así, Alejo la miraba entre horrorizado y fascinado. Había estado a punto de extraer del bolsillo de su gabardina un pequeño bloc de notas que siempre llevaba consigo. Por lo común, su libreta estaba repleta de detalles que le habían parecido curiosos y de descripciones de posibles personajes. Sin embargo, ahora sus páginas se encontraban en blanco. Pero no la sacó porque la gabardina estaba en el recibidor y no le pareció oportuno tomar notas mientras su novia le refería, conteniendo las lágrimas, todo aquel dramón familiar.
Después de haberse enzarzado en aquella absurda discusión acerca de la supuesta existencia de los vampiros, Darío se levantó todo airado, tomó su levita de cuero negro y se marchó —según él — a buscar trabajo. Los padres de Silvia le habían prohibido acoger a su hermano bajo su techo. Tenía que aprender a valerse por sí mismo. Pero el joven la había llamado con voz temblorosa sin saber qué rumbo tomar y Silvia no había tenido corazón para cerrarle las puertas de su casa. A fin de cuentas, se trataba de su hermano pequeño. Le dijo que podía quedarse, pero sólo unos días. Y, por supuesto, sus padres no debían enterarse de que estaba con ella.
Alejo permaneció pensativo el resto de la tarde. Sospechaba que había encontrado una historia que contar.
A causa de los trámites que se desencadenaron tras el descubrimiento del cadáver de la antigua doncella, Analisa no pudo regresar a casa antes de las seis. Lo que había empezado como un apacible día de asueto se había transformado en una horrible pesadilla de la que deseaba despertar cuanto antes. Sin embargo, allí la esperaba una sorpresa harto desagradable. Su tía había sufrido una crisis en su ausencia. La encontró desvanecida en su habitación con la campanilla aún en su mano. La pobre mujer había intentado llamarla en vano. En la maniobra debió de caérsele la peluca y, en contra de lo que en un principio había pensado acerca de su inexplicable lozanía, descubrió que apenas tenía unos cuantos mechones de pelo desigualmente repartidos por su cabeza.
El susto fue considerable, pues en un primer instante creyó que estaba muerta. Intentó reanimarla zarandeándola por los hombros repetidas veces, pero la mujer no volvía en sí. Aterrada, se dirigió a la cocina, tomó una jarrita de vinagre y se la acercó a la nariz. Al momento, la anciana comenzó a toser apartando de sí el líquido de olor penetrante.
Una vez recuperada, Emersinda no la reprendió, pero Analisa advirtió cómo se dibujaba una mueca de decepción en su rostro. Se sentía muy culpable; aquella salida podría haberle costado la vida. Era evidente que su tía necesitaba una dedicación constante. Pensó en excusarse contándole lo sucedido con la infortunada Felisa, pero descartó la idea. En su estado, una noticia de esa magnitud sería como propinarle un golpe con un atizador. Nuevamente, optó por permanecer en silencio.
A la hora de la cena le preparó una sopa de gallina con puerros y patatas, pero al acercarse a su habitación para desearle buenas noches se dio cuenta de que ni siquiera la había tocado. La cuchara permanecía intacta al lado del tazón. No entendía cómo podía resistir tanto tiempo sin apenas ingerir alimento.
—Deberías esforzarte y comer aunque sólo sea un poco.
—¿Para qué? Haga lo que haga, moriré. Todo cuanto me resta es ver pasar el tiempo entre estas cuatro paredes —fue su desoladora respuesta.
Analisa enmudeció. ¿Qué podía decir ante un comentario así?
Se la veía desanimada y triste. Nunca, desde su llegada, la había notado tan abatida. Analisa determinó que no volvería a separarse de la anciana hasta que se produjera el fatal desenlace. Esa mujer no merecía llevarse un disgusto a causa de su imprudencia.
Después de tan terrible día, la joven supuso que aquella noche sería incapaz de pegar ojo. Sin embargo, nada más beberse la infusión cayó presa de un sopor que la dejó sumida en un profundo sueño. A pesar de ello, pasada la medianoche la despertó una extraña sensación de angustia. Quiso incorporarse para prender el candil, pero no había ningún fósforo en la mesilla. No obstante, la habitación no estaba a oscuras por completo, pues la luz de la luna se filtraba a través de la ventana. De pronto sintió una presencia.
Escuchó un sonido que no supo identificar. ¿Habría alguien más en su habitación? Trató de agudizar sus sentidos y lo oyó de nuevo con mayor claridad. Era como si algo se arrastrara o se restregara contra el borde de su cama. Instintivamente, se tapó los ojos con la sábana. En el fondo la espantaba averiguar qué podría provocar aquellos sonidos, que cada vez se hacían más audibles. Además, comenzó a notar una leve sacudida. Parecía como si alguien tirase de la colcha por la zona de los pies.
Permaneció inmóvil varios minutos hasta que se armó del valor suficiente para apartar la sábana que cubría su rostro. Fue entonces cuando pudo intuir cómo una sombra cruzaba fugazmente por los pies de la cama. No podía ser la de una persona, a menos que se hubiera agachado. Sin embargo, poseía cierta corpulencia. Fuera lo que fuese, dio media vuelta y volvió a restregar su cuerpo contra la colcha. Un olor extraño, penetrante y muy desagradable, inundó la estancia. Poco después escuchó un gruñido y comprendió de qué se trataba. Allí, junto a sus pies, había un gigantesco lobo. Aquella certeza la obligó a encoger las piernas hasta convertirse en un ovillo. Después, la tensión pudo con ella y sufrió un desmayo.
Cuando despertó, era mediodía y la bestia ya no estaba. ¿Lo habría soñado? No. No había sido una pesadilla. ¡Estaba segura! Aún se percibía su espantoso olor en la estancia. Pero no existía una explicación lógica para lo ocurrido. ¿Cómo habría entrado en la casa si estaba todo cerrado? ¿Por dónde habría salido? ¿O acaso no había salido y estaba aguardándola agazapado en otro lugar de la casa? Esta posibilidad la sumió en la incertidumbre. Permaneció callada. Todo estaba en completo silencio.
En más de una ocasión le oyó comentar a Patro que en la región vivían bestias como el jabalí, el gato montes, la gineta y el lobo, aunque lo normal es que tendieran a huir del hombre. No acertaba a comprender cómo había entrado aquella fiera en la casa y, menos aún que, de haberlo hecho, no la hubiese devorado en cuanto detectó su presencia. A fin de cuentas, era una presa fácil para una bestia hambrienta.
Se asomó con precaución desde el umbral de la puerta de su habitación. Todo parecía en orden, así que se dirigió hacia la habitación de su tía. Sintió un gran alivio cuando comprobó que la puerta estaba cerrada. El lobo no podría haber entrado. Sin embargo, para salir de dudas giró el pomo. Como de costumbre, la puerta estaba cerrada con llave. No entendía por qué su tía tenía la manía de encerrarse por dentro. «¡Bendita manía!», pensó. Era mejor no insistir. No se imaginaba explicándole que la molestaba sólo porque tenía la sospecha de que había entrado un lobo. ¡Pensaría que estaba trastornada! Sobre todo cuando, tras registrar cuidadosamente la casa, evidenció que no había ni rastro del animal salvaje.
Poco a poco fue asimilando el hecho de que quizá todo había sido un sueño. Una pesadilla terrorífica, sin duda, pero un sueño a fin de cuentas. No sabía qué le ocurría con exactitud, pero desde su llegada se sentía diferente. Vulnerable, débil y acongojada. ¿Y si había heredado el mal de su madre? ¿Y si todo era un proceso que acabaría conduciéndola a la demencia? ¿Serían esas visiones el comienzo de una terrible enfermedad que marcaría fatalmente su existencia? Intentó desechar esas lóbregas ideas.
Necesitaba hablar con alguien. Entonces reparó en que Patro no había acudido a hacer las faenas. ¿Qué le habría pasado?
No lo supo hasta el día siguiente. Todavía muy afectada, Patro apareció con los ojos enrojecidos. La impresión recibida tras el hallazgo del cadáver de Felisa la había turbado hasta tal punto que había sufrido un vahído que la postró en la cama todo el día. Se excusó como pudo y se dispuso a comenzar sus labores.
—¡Ha sido horrible, señorita!
—Y más para usted, que la conocía bien.
—¡Ay, Virgen santa! No me perdonaré haberla tratado de ladrona cuando en realidad la pobre estaba...
No pudo seguir. La abandonaron las fuerzas.
—Patro, no se sienta culpable. ¿Quién le iba a decir a usted que estaba muerta? A veces las personas desaparecen de la noche a la mañana dejando deudas.
—Eso es lo que me carcome los adentros —musitó—. Tenía que haberme dado cuenta de que algo malo le había pasado.
—¿Y cómo iba usted a saberlo? Deje de martirizarse.
—¡Que sí, que sí! —insistió—. Si estaba cantado.
—¿A qué se refiere?
—No le dé cuartos al pregonero, señorita. Es mejor que no lo mente.
—¡Por Dios santo, Patro! Hable usted lo que tenga que hablar.
—Si es que la Felisa no ha sido la única... —dijo al fin.
—¿Cómo?
—¿Ve usted? Si es mejor callar. No quiero que se lleve una sofoquina.
—Me la voy a llevar si no me dice qué es lo que ocurre. No se puede tirar la piedra y esconder la mano.
—¡Ay, señorita! Si es que hay alguien muy malo por estos lares. Que lo sé de buena tinta.
—¿Qué sabe exactamente?
Entonces Patro soltó el plumero y se acercó un poco más a Analisa.
—Ya han matado a otras mozas —susurró muerta de miedo.
Analisa demudó su semblante.
—Que sí —prosiguió—. No se habla de otra cosa en el pueblo. Primero fue la Ceferina, luego la Rogelia y ahora...
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Pero qué está usted diciendo? ¿Está segura de eso?
—¡Digo! ¡No voy a estarlo! Que sí, señorita Analisa. ¡Se lo juro por mi niña! —dijo llevándose la mano derecha al corazón.
Al instante, una terrible sospecha se apoderó de la joven.
—¿Y no habrá sido una bestia? ¿Un lobo, por ejemplo?
—Para mí que no.
—¿Cómo puede aseverarlo?
—Perdone mi atrevimiento, pero una, aunque inculta, no es tonta. Y me parece a mí que las bestias no se andan con miramientos a la hora de seleccionar a sus víctimas, digo yo.
—Dice bien. ¿Y...?
—Que todas eran mujeres jóvenes y lozanas... —se detuvo un momento antes de proseguir. Hablaba muy bajito, casi cuchicheando— ¡como usted!
Analisa notó una punzada en el corazón y por un momento sintió que la sangre se le helaba en las venas.
—Y le digo más: todas trabajaron aquí antes que yo.
—¿Qué está insinuando, Patro? —preguntó Analisa desconcertada.
—Nada. Y si le ha parecido que insinuaba algo, retiro lo dicho. Lo único que pretendía era explicar por qué pienso o, mejor dicho, pensamos en el pueblo que no puede haber sido un animal.
—Es terrible lo que me cuenta.
—Lo es, lo es. Por eso, señorita, si yo fuera usted me andaría con mucho ojo. ¡El mismísimo Maligno anda suelto!
Violeta recorrió a paso vivo la distancia que la separaba de la taquilla.
—He comprado por Internet un billete a Madrid.
Él la miró perplejo. «¡Vaya pintas!», pensó. «Parece Morticia Adams.»
—¿Sólo ida?
—Sí.
—Aquí tiene. El tren sale dentro de dos horas.
—Gracias.
Ya en el tren, se acurrucó junto a la ventanilla, se cubrió el torso y los brazos con su cazadora negra y cerró los ojos. Por suerte, no viajaba nadie junto a ella. Había cargado música de Evanescence en su reproductor de MP3. Cerró los ojos intentando escapar de las miradas inquisitoriales de algunos de los viajeros del vagón. «La gente se aburre mogollón —pensó—. ¿Es que no tienen nada mejor que hacer?»
Tendría que estar acostumbrada. Sin embargo, no acababa de comprender por qué su aspecto les resultaba tan provocador. A fin de cuentas, no se metía con nadie. «Pronto todo cambiará. Nébula no es como ellos.»