Los acontecimientos se habían desencadenado con rapidez desde que Violeta le permitiera entrar en su mente. Le había dicho que
le
demostraría la magnitud de su poder y lo hizo. Cuando se quedó dormida aquella noche, Nébula se introdujo en sus sueños... y en su mente. Lo que Violeta ignoraba es que a partir de ese instante se desataría una lucha mental sin cuartel.
—Ahora estoy dentro de tu cabeza y me perteneces.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó, incapaz de controlar sus sueños.
—Hablaremos mañana en el chat. Te contaré tu sueño y recibirás nuevas instrucciones.
—Hasta mañana, Nébula —musitó Violeta, aún en estado onírico.
Darky: ers tu, nébula?
Nébula: si
Darky: anoxe m dijiste k t esperara aki
Nébula: xica obediente
Nébula: kieres comprobar si se lo k soñaste, verdad?
Darky: lo sabes?
Nébula: soñaste en tu padre
Nébula: sta muerto, pro n tu sueño aun vivía
Nébula: tu eras 1 niña y el t llevaba a 1 feria y t compraba algodón d azúcar
Nébula: eras feliz
Darky: ...
Nébula: sorprendida?
Darky: sinceramente, no creí k fueras capaz d adivinarlo
Darky: cmo lo has hecho?
Darky: cmo sabes k mi padre sta muerto?
Darky: kien eres n realidad?
Nébula: solo 1 palabra m separaba d ti
Nébula: n ste instante ya no existe esa barrera
Darky: cmo? no ntiendo...
Darky: creí k slo era 1 juego
Darky: no puedes metrte n mi cabeza si yo no kiero
Nébula: pro, n I fondo, si kerias
Nébula: t pedí permiso y m lo concediste
Nébula: tu misma m invitaste a ntrar, rcuerdas?
Nébula: ahora m perteneces
Darky: creo k no kiero seguir hablando contigo
Nébula: compra 1 billete a Madrid. yo t guiaré hsta mi
Nébula: deja una nota a tu madre pra k no s preocupe, dspues, formatea I disco duro, ndie debe conocer mi existencia
Darky: y si m niego?
Nébula: inténtalo si eso t hace feliz, pro...
Nébula: descubrirás k lo único k t hará dixosa a partir d ste momento s poder servirme
Nébula: y yo t doy la oportunidad d hacerlo
Ni siquiera pudo intentarlo. Víctima de un terrible «hechizo», Violeta hizo todo cuanto Nébula le ordenó: sacó un billete a través de Internet, metió sus cosas en una mochila, formateó el disco duro del ordenador y, por último, escribió una nota a su madre antes de abandonar su casa para dirigirse a Valencia. Allí tomaría el tren.
Mamá,
No te preocupes por mí. Me marcho en busca de mi destino. Soy mayor de edad y no quiero crearte más problemas en el pueblo. He encontrado un trabajo en otra ciudad. Seguro que te alegrarás. Perdóname por todos los quebraderos de cabeza que has padecido por mi culpa. Te quiero.
Tu hija,
Violeta
No se trataba exactamente de un hechizo, sino de una cualidad que poseían Analisa y los de su estirpe. Su capacidad de manipulación era tan inmensa que, a pesar de la amenaza soterrada que se intuía en las palabras de Nébula, Violeta había empezado a enaltecer su figura. No en vano la avalaban largos años de experiencia. Aunque ella todavía no lo sabía, aquel influjo iría en aumento. Desde esa noche algo la carcomía por dentro. Sentía emociones encontradas hacia aquella mujer: odiaba cómo la había conducido hacia su terreno, pero también se sentía incapaz de luchar contra su poder arrollador. Por increíble que parezca, Violeta no estaba asustada ante la idea de haberse convertido en su esclava. En realidad, lo que la atemorizaba era la posibilidad de dejar de serlo.
Al llegar a Madrid tomó un taxi. Se sorprendió dando una dirección desconocida. «Yo te guiaré hasta mí», le había dicho Nébula. Una vez que el taxista se marchó, caminó hasta una casa aparentemente normal. No había adornos ostentosos ni tétricos, ni nada especial que pudiera hacer pensar que allí podría refugiarse un no-muerto.
Llamó al timbre y fue recibida por una mujer de hipnótica mirada y de rara belleza, aunque de aspecto bastante normal. «Desde luego, no parece salida de ultratumba», pensó Violeta desconcertada. La idea que se había forjado acerca de los vampiros era totalmente diferente. Gracias a su empleo en el videoclub había visto infinidad de películas en las que los no-muertos eran presentados como seres siniestros y despiadados. Y aquella mujer no parecía ni lo uno ni lo otro. Tampoco era demasiado corpulenta. Al menos, no lo suficiente como para, llegado el caso, ser capaz de reducirla físicamente.
Sin embargo, ahí estaba, frente a la puerta de su casa. Sin mover siquiera un dedo había logrado que Violeta tomara un tren dejando atrás su antigua vida.
—¿Eres Nébula?
—Adelante, Darky. Te estaba esperando.
«Habla con mucha seguridad. ¿Seré tan previsible que no ha dudado ni por un minuto que acabaría viniendo?», pensó Violeta.
—Por supuesto. Sabes que tu sitio está aquí, conmigo.
Violeta empalideció. ¿Era capaz de leer sus pensamientos?
—No me subestimes, querida —fue su respuesta.
La casa en sí parecía más normal que la propia habitación de Violeta, de la que tanto se había quejado su madre. No había velas negras, ni cruces invertidas, ni ataúdes, ni nada extraordinario que pudiese levantar sospechas acerca de las oscuras actividades que se desarrollaban allí.
La hizo pasar a una sala donde pudo observarla con más detenimiento. Tenía el cabello negro como el azabache. Era largo, sedoso y liso. Su piel era pálida o acaso se había maquillado el cutis con polvos de arroz. Sus ojos eran llamativos, de color verde intenso. Había algo inquietante en ellos. Poseían una expresión extraña, como si su dueña estuviera de vuelta de muchas cosas. Medía cerca de un metro setenta y era extremadamente delgada, lánguida y delicada. Si alguien le hubiera preguntado por su edad, no habría sabido qué responder.
—¿Qué tal el viaje?
—¡Un coñazo! Viajar sola es lo peor, Nébula.
—No me llames así. Puedes llamarme Ana.
—Yo prefiero que me sigas llamando Darky. Violeta no me gusta.
La joven estaba muerta de miedo. Mientras su anfitriona estaba cómodamente sentada, la joven permanecía de pie en un rincón de la habitación. Su mirada le producía escalofríos. Sentía que la estaba escudriñando. Tenía la sensación de que detrás de aquella apariencia de fragilidad se escondía un ser poderoso e implacable. Jamás debió pisar aquella casa, y ahora se encontraba dentro de la boca del lobo.
—Acércate, Darky. No tengas miedo de mí —susurró.
Quiso negarse, pero no supo cómo. Se sentía fascinada.
—Vamos, ven aquí. Te aseguro que no te arrepentirás.
—¿Qué vas a hacerme? ¿Vas a... matarme?
Ella, que tantas veces había soñado con la muerte, estaba ahora cara a cara con ésta. Y, aunque nunca lo habría imaginado, sentía miedo.
—No, tranquila. Voy a ofrecerte algo que muchos mortales ansian conseguir. No te resistas. Será mejor para ti.
Sus palabras sonaban suaves y melódicas. ¿Pero qué es lo que pretendía?
Violeta obedeció. No había escapatoria posible. Esa mujer ejercía sobre ella un influjo que no concedía tregua.
Ana permanecía sentada en un sofá azul. Junto a él había una mesa baja en la que reposaba una caja de madera de unos treinta centímetros. Violeta observó cómo abría la caja y extraía una afilada daga. Incapaz de tomar el control de sus piernas, se acercó hasta situarse frente a una mujer a la que momentos antes había subestimado.
—Agáchate.
No era necesario gritar. Se encontraba bajo su yugo. Incondicionalmente.
Después observó cómo Ana aproximaba la daga a su dedo meñique y se infligía un pequeño corte.
—Bebe —ordenó acercando el dedo a la boca de Violeta.
«¿Qué hago? ¿Bebo o no bebo? ¿Y por qué coño me siento tan fascinada?», se preguntaba. Violeta sabía que los ambientes góticos eran de por sí un poco «bisexuales», pero ella no se consideraba ambigua en absoluto. Más de una vez se le habían insinuado chicas góticas. Aquello era lógico dentro de su submundo, pero Violeta nunca había sentido atracción sexual alguna por una mujer. Era parte del juego, de los roles que adoptaban los góticos de cara al exterior. De puertas adentro era diferente. La explicación era bien simple: algunos góticos muy metidos en su papel apreciaban la bisexualidad por considerarla un componente más de la estética pseudovampírica. Para ellos estaba bien vista porque cuando un vampiro atacaba a sus víctimas no tenía en cuenta si eran hombres o mujeres, ya que lo que de verdad le interesaba era su sangre.
Sin embargo, no parecía que Ana pretendiera chupar su preciado fluido; era más bien ella quien le ofrecía el suyo propio.
«¿Por qué hace esto? ¿Qué es lo que busca de mí? ¿Sentirá la misma atracción que siento yo?», se preguntaba la joven. Todo lo relativo a Ana le resultaba un completo enigma, pero ya no había escapatoria, no se veía con fuerzas para luchar contra sus deseos.
Violeta obedeció. Chupó la sangre que manaba del corte, primero, con timidez; después, con tanta ansia que Ana se vio obligada a retirar el dedo con brusquedad.
—¡Basta! ¡Es suficiente!
La joven se sintió decepcionada. Le había entregado una golosina para después arrebatársela sin piedad. Desde luego, no era la primera vez que Violeta probaba el líquido rojo. Siempre que se cortaba por accidente, por ejemplo, al pasar las afiladas hojas de un libro, se llevaba por instinto el dedo a la boca. Así es como había descubierto su sabor metálico y único. Incluso, a veces, se había cortado en secreto sólo con objeto de poder sentir ese extraño gusto en su boca. Pero la sangre de Ana no era como la suya. Su sabor era mucho más excitante. Probarla constituyó una experiencia única que ansiaba ver repetida cuanto antes.
—Ahora nos une un vínculo de sangre —le dijo su anfitriona—. Al probar el «maná eterno» que corre por mis venas ya no existirá nada más en este mundo capaz de saciar tu sed. Me servirás sobre todas las cosas y me adorarás por encima de tu vida porque sabes que sólo yo puedo proporcionártelo.
—Sí —repuso Violeta como un autómata—. Haré todo cuanto me ordenes.
De modo que Felisa no había sido la única. Desde que Patro le hiciera partícipe de aquellos macabros crímenes, Analisa se sumió en la incertidumbre y el desconcierto. Se le hacía imposible creer que en aquella región se ocultaba un despiadado asesino capaz de acabar con la vida de varias jovencitas saliendo indemne de sus execrables actos. Pero los hechos eran los hechos. Y ella misma había visto el cuerpo sin vida de una de aquellas desgraciadas mujeres.
El miedo de Patro era real y palpable. La doncella estaba aterrorizada. Incluso se había planteado la posibilidad de dejar de trabajar en casa de Emersinda. Su esposo no siempre podía venir a buscarla y a veces se veía obligada a regresar a pie, sola, por aquellos caminos. A fin de cuentas, el cadáver de Felisa había aparecido muy cerca de la casa de su tía. Sin embargo, había desechado esa posibilidad porque necesitaba el empleo para mantener a su hija, una pequeña de seis años.
¿Y el lobo que había visto Analisa con sus propios ojos? ¿Era real o sólo producto de su imaginación? ¿Lo soñó? Imposible. ¿Pero por dónde accedió a la casa si estaba todo cerrado? Ella misma comprobó puertas y ventanas al día siguiente de su aparición. Si el animal había podido entrar, quizá también podría hacerlo el asesino.
¿Tenía que dar cuenta de lo sucedido a su tía o debía callar?, se preguntaba Analisa. Hacerlo podría suponer un duro revés para su ya de por sí maltrecha salud. Sin embargo, no ponerla sobre aviso era exponerla al peligro. Concluyó que tenía que hablar con ella y contarle lo ocurrido, aunque sólo fuera en parte.
Con esta idea en la cabeza se dirigió a su habitación. Sin embargo, hubo algo que la hizo desistir. En un rincón se fijó en unos zapatos. Eran de su tía; se los había visto puestos en varias ocasiones.
Emersinda se dio cuenta de que algo la preocupaba. Su sobrina estaba pensativa.
—Querida, ¿ocurre algo?
—Estos zapatos son tuyos, ¿verdad?
—Sí. ¿Por qué lo preguntas?
Analisa permaneció en silencio. Puede que se estuviera volviendo loca, pero estaban manchados de barro. ¿Cómo era posible? Su tía no salía de casa y aunque lo hubiera hecho, no podía caminar. Entonces, ¿por qué estaban sucios?
—Estos zapatos están manchados de barro.
—¡Qué extraño! No tengo la menor idea de a qué puede deberse. Bien sabe Dios que me encantaría poder meterme en barrizales e incluso brincar sobre ellos, pero, como bien sabes, en mi estado eso resulta del todo imposible.
Si no había sido ella, ¿quién había recorrido el pasillo aquella noche?
—Alguna explicación tiene que haber —dijo Analisa empezando a inquietarse.
—La única que se me ocurre es que Patro los haya tomado prestados, sin mi permiso, claro. ¿Sabes?, hace tiempo que desconfío de esa mujer. Me resulta muy descarada. Pero, en los tiempos que corren, encontrar doncella no es nada fácil. Y no puedo valerme por mí misma.
Analisa sintió ganas de contarle lo ocurrido con sus anteriores doncellas. Sin embargo, se contuvo.
—¿Ibas a decir algo, querida?
—¿Por qué no te fías de Patro?
—Una mujer mayor y enferma, como yo, dispone de mucho tiempo para pensar, pero sobre todo para observar —dijo bajando el tono—. Uno de los motivos por los que quise que vinieras a esta casa es porque no me ofrece confianza. Es muy ambiciosa y yo... yo estoy desvalida.
—¿Qué quieres decir?
—Temo que quiera apoderarse de mi fortuna, que, a fin de cuentas, será tuya algún día. Hay detalles que me inquietan.
—¿Qué detalles, tía? No me dejes así.
—Cosas que no he querido referirte para no asustarte. Bastante tienes ya con cuidar de mí.
«¿Por qué susurra si estamos solas? Patro se ha marchado hace varias horas. ¿Se encuentra tan amedrentada como para no hablar de un asunto tan delicado en alto?», se preguntó.
—¡Por favor! —suplicó Analisa—. Si ocurre algo malo es preciso que lo sepa.
—Son muchas cosas. Al principio no les di importancia, pero varias noches he oído pasos en la casa y, desde luego, no eras tú. Te llamé repetidas veces y no contestaste. Además —apostilló—, se escuchaban antes de que tú vinieras a hacerme compañía.