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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (20 page)

BOOK: Gran Sol
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Domingo Ventura se tendió en su catre y se arrastró hasta encontrar una posición cómoda. Cerró los ojos.

La niebla amarilleaba al norte. La sirena del
Uro
sonaba cercana. Castro movió la rueda a estribor. La rosa osciló en el mortero. Artola desde babor comunicó la cercanía del barco compañero.

El patrón de costa hizo sonar largamente la sirena. La sombra azulada del
Uro
se esfuminó en la niebla amarilla. La niebla, al norte, amarilla de concha vieja, pasaba a los tonos del nácar, hasta agriarse hacia el sur en piedra impenetrable. Paulino Castro veía la proa del
Aril
cabeceando suavemente en la andada.

—Se acaba el banco.

Simón Orozco agitó la mano derecha en el humo de su cigarrillo.

—Sin viento queda aún tiempo. Va levantando y con un poco de viento estaríamos a cielo despejado.

Sas y Artola no eran necesarios. El patrón de costa permitió:

—Podéis bajar.

Sas cruzó el puente hasta babor. Miró a Orozco, que tenía la cabeza baja, consultó luego al patrón de costa:

—¿Van a echar un lance?

—No queda tiempo. Tras la niebla, en una hora, tenemos la noche encima.

Dudó Sas antes de salir al bacalao de babor. Deseaba conversar con el patrón.

—Debemos estar ya muy al norte.

—Algo hemos subido. Sin tomar la situación no se puede decir…

—Lo menos estamos frente a la bahía de Galway.

—Por ahí o más arriba.

—Mañana, si hay buenos tiempos, lanzamos y luego para el sur.

—¡Quién sabe! ¿Tienes mucha prisa de volver a casa?

—No, patrón. Lo digo porque nunca hemos subido tan al norte.

—Hasta los osos blancos esta vez, Sas. Joaquín Sas sonrió tímidamente.

Dijo:

—Cuando fuimos al bacalao a Terranova con la pareja estuvimos en un banco de niebla cinco días sin pescar. Tras la niebla dicen que se pesca mucho.

—Eso dicen.

El patrón de costa no tenía intención de continuar la conversación con el marinero Joaquín Sas. Se hizo un silencio entre los dos. Sas esperó inútilmente que Castro dijera algo. Cuando habló no era para él.

—Simón —dijo Castro—, se está levantando viento.

Simón Orozco alzó la cabeza y se puso en pie. Sas miró hacia proa. Habló:

—Parece, patrón…

Los dos patrones estaban atentos al golpe de viento.

—Noroeste —afirmó Orozco—; malo, nos echará niebla; cerrará otra vez.

Paulino Castro movió afirmativamente la cabeza. El marinero Joaquín Sas quiso intervenir:

—Señor Simón, ese viento no es fijo.

—Ya.

Se retiró lentamente Joaquín Sas.

En el espardel estuvo un rato contemplando la niebla. Después bajó a la cubierta.

Al atardecer el viento roló al norte. Al atardecer la niebla se rasgaba en vedijas oscuras y doradas. Al atardecer los barcos fueron emergiendo de la soledad limbática del banco y avanzando sobre un mar de olas apalomadas, bajo un cielo verdoso y vacío.

—Mañana, contando con el viento norte, buen día para arrastre —dijo Orozco—. Esta noche descansamos, esta noche al garete.

El patrón de costa pidió a los ranchos un hombre para el timón, ordenó que cesara el ululo de la sirena.

—A ver si hace marea —comentó Paulino Castro.

Iban apareciendo las primeras estrellas del norte. Simón Orozco hablaba por radio con el patrón de pesca del
Uro
. Paulino Castro se sentía solo. Miraba la proa, la mar, el cielo, las estrellas. Pensó que alguna vez tendría que dejar la mar, que no sentiría, si la dejaba, una calma como en la que estaba integrado, que jamás sería compensado tan sencillamente como lo era en aquellos momentos no sabía por qué ni siquiera cómo. Mar, cielo, los barcos… Arriba, las estrellas. El viento a suaves ráfagas. Pensó que no podía quedarse en puerto, que no podría ir de visitante al muelle para ver partir las embarcaciones al Gran Sol, que la alegría de las llegadas a él le entristecía. Pensó que era un sueño, ni bueno ni malo, solamente un sueño, que en la realidad no se cumpliría, la taberna y el ultramarinos. Sus deseos de comodidad eran cenitales desde la mar, crepusculares en tierra. La tierra le cansaba. Estaría en la mar hasta que no pudiera sostener el rumbo en la rueda, hasta que no pudiera agarrar las cabinas, hasta que las piernas le fallaran y se fuera en los balances contra los costados ya mal estibado el corazón.

Simón Orozco terminó de hablar con el patrón del
Uro
, dijo a Paulino:

—Pide suerte para mañana.

—¿Suerte en la mar? ¿Qué suerte va a haber aquí?

La costumbre era superior al sentimiento. Paulino Castro se quejó del oficio con la salmodia cotidiana. Simón Orozco fumaba mirando a la mar. Las luces de los barcos ya estaban encendidas.

El
Uro
y el
Aril
navegaban hacia el norte.

IX

E
STABAN las tripulaciones en las cubiertas. El sol era todavía un disco rojo, coagulado, que reflejaba en las aguas tintándolas de escarlata. El sol iría destruyéndose, liquidándose en una inundación de luz. Las aguas volverían a sus colores radicales: verdes en los tornos de los barcos, azules hasta el horizonte circular. Onda a onda del verde al azul, bajo un cielo habitado de arrendotes, de ligareñas, de pájaros de Irlanda; pájaros de las rocas, de las olas atlánticas; pájaros de los palos y de las estelas de las naves; pájaros pescadores, fiesta de las sacadas de las artes.

Estaban las tripulaciones en las cubiertas. La mañana era alegre. Los pescadores se gritaban de barco a barco más por el deseo de oírse que por la necesidad de comunicarse. Trabajaban en el lance. Los patrones en los bacalaos de los puentes no dirigiendo, dejando hacer, contemplaban la faena. Había lanzado el
Uro
. La red flotó unos minutos adoptando su invariable forma de mujer sobre la mar tranquila y se fue a fondo. Comenzaba el arrastre.

Los marineros no volvieron a sus ranchos. Se entretuvieron con la deriva de los barcos, se quedaron en los espardeles o en las cubiertas mañaneando. El contramaestre José Afá se sentía cargado de energía. Sin solicitar ayuda comenzó a trabajar en el malleo de una red. Venancio Artola colaboró contento, ante la agraviada y estupefacta presencia de Macario Martín.

Trabajar en la red es trabajo de hablar, de cantar, de humear el cigarrillo con parsimonia, moviéndolo a golpe de lengua de comisura a comisura, según el ojo que se cierra y lagrimea, según el gusto del consumidor. Trabajar en la red es hacer la cábala de la pesca a sacar, según las mallas que se atan para cerrar la boca de pérdida. Trabajando en la red corre el chiste, la petaca, la botella y el que descansa en los ranchos, el faenero de nevera, el que toma maroma y cable a brazo y martillo, se pierde la alegría en común, la alegría unificada de los compañeros. No trabajar en la red y participar de la alegría de los que en ella trabajan es un pecado. Pecado al que estaba habituado Macario Martín.

Juan Ugalde bajó a su rancho a buscar la aguja de madera para el trabajo.

El círculo de malleros se fue ampliando. Del monte de red todos cobraron para sus lados extendiéndola por el espardel. Paulino Castro antes de acostarse hasta la primera virada dejó el bacalao para participar de la alegría. Paulino Castro era patrón y un patrón no comete pecado contemplando, siempre que no se le olvide corregir a tiempo a un manero y atar hábilmente tres o cuatro mallas como ejemplo. A Macario Martín se le tornaron los peces barro. El contramaestre le pidió que subiese de su vino. No podía negar el favor: los compañeros trabajaban, él contemplaba. Se quejaría cuando las órdenes se multiplicasen, que sería al rato. Macario Martín bajó a su rancho y retornó con una botella de vino.

—El primero que la tienta soy yo —advirtió. En todo había orden y el contramaestre se encargó de que fuese respetado.

—El que primero la tienta es el patrón, si quiere —dejó la aguja Afá y recogió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba—. ¿Hasta dónde vamos a llegar,
Matao
?

Macario Martín ofreció de la botella a Paulino Castro.

—¿Quiere usted?

—¿Ahora? No, hombre.

—¿Y qué más da ahora que luego? El vino es un desayuno que aquí, en la mar, le compone a uno el vientre.

—No, hombre.

Macario Martín significó al contramaestre con un gesto que, tras el patrón, él estaba en su derecho de primogenitura. Afá se levantó a medias.

—No bebas,
Matao
, los primeros son los que trabajan.

—Déjate de tonterías.

El contramaestre Afá terminó de levantarse y arrebató la botella de las manos de Macario.

—Tú el último y para que veas que no quiero ser yo quien… —hizo una pausa—. Toma tú, Artola…

Venancio Artola no podía ser el primero, no había nacido para ser el primero, así lo sentía y nada le hubiera hecho variar.

—Bebe tú.

José Afá insistió de gesto, brindó al concurso por si alguno quería ser el primero. Al fin bebió un traguillo. Macario Martín se apoderó de la botella antes de que pasara a peores manos. Bebió largamente, sostuvo la botella con la mano del delito y la contempló.

—Está muy bueno y yo decía que se iba a picar…

La botella pasó de boca en boca hasta que se acabó el vino. Volvió a Macario que la escurrió en sus labios, aprovechando las últimas gotas.

—¿Subo otra, José?

—Sube del tuyo.

—Ya me llegará el turno. Tú tienes mucho todavía.

El sol había templado las húmedas redes. Olía el barco a pintura vieja y a pescado; un olor que crece en los días anchos y que trae el puerto a la memoria.

En los barcos de altura se atan redes sin secar, se recomponen sin oreo previo, con la pegajosa humedad de la mar dificultando el malleo. Las malas pinturas del guardacalor, de las barandas y de las amuras, se revienen al sol. Mancha el barco, huele el barco, sabe el barco. En los días anchos se bebe tal vez demasiado, porque el barco y el muelle, el presente y la memoria, la alegría y la nostalgia, combinan un deseo de vivir bebiendo y hablando, al que la marinería no se resiste.

—Sube de mi vino, Macario —dijo Artola—. Con ojo, Macario. No saques más de lo que subas.

—¿También tú lo mides? —preguntó Macario Martín.

—No lo mido, por eso.

Gato Rojo en las máquinas tallaba una goleta de corcho para los juegos de su prole. Una goleta de navegación a cordel por las mareas bajas de la rampa del puerto. Gato Rojo de niño había hecho navegar goletas, había rapado erizos, había disecado estrellas. Desde la rampa a las rocas, pasando por el muelle, toda la infancia a media escuela. Gato Rojo sabía aplomar la goleta de corcho para que no diera la vuelta, levantar el erizo de su oquedad sin pincharse, secar la estrella sin que perdiera alguno de sus brazos. De mocete había estado al pulpo con aparejo de su fabricación. Sabía anzuelar con muergo para el pancho, la moma, el chaparrudo… cada anzuelada un pez al cestillo o a la bolsa. Gato Rojo había enseñado a sus hijos las artes del niño pescador.

Gato Rojo sonreía mientras tallaba, dejaba los bancos de los palos para los mimbres que sostendrían las velas, seguramente azules, hechas de un retal de camisa. Pensaba pintarle el nombre del menor de los hijos en la proa, matricular la goleta con la numeración del
Aril
. Gato Rojo vertía toda su delicadeza contemplando la goleta en el dique de sus manos. Gato Rojo era para sus hijos un gran ingeniero naval, un gran armador, un gran capitán al que se le darían las novedades de rigor: el barco se va de estribor, papá; el barco recoge mal el viento y escora mucho; el barco es poco marinero y tendrás que hacerme otro.

Naturalmente Gato Rojo volvería a contemplar la goleta entre sus manos.

Tendría que hacer otra. Tal vez de tres palos, tal vez con más plomo en la quilla, pinzándola para que no escorase ni se fuese de estribor y aguantase mejor las ondas.

Manuel Espina y Juan Arenas dormían. Domingo Ventura lastraba el estómago con pan y chorizo en su camarote. Salió a las pasaderas metiendo la uña a la dentadura, trinando y saboreando. Se acodó en el postigo de babor, respiradero grande del guardacalor, contemplando la mar iluminada.

Blanqueaban las crestas de las olas. Lejano creyó ver un cachalote solitario y su jardinero surtidor. Fijó las cocotas brillantes de sus ojos, entrecerrados los párpados, sobre el punto donde le pareció ver el surtidor. Su mirada recorrió toda la mar hasta que tuvo la evidencia del cachalote yendo hacia el suroeste.

Las bombillas de ordenanza, en máquinas, daban una luz naranja casi resumida por la luz solar en su propia y frutal conformación. No trascendía la luz de las bombillas, quedaba en ellas mismas, apretada, inútil, tristemente decorativa. Por los ojos de buey, por el postigo de babor, entraban redondeados y cuadrados los rayos del sol quebrando sobre las cosas. Rebrillaba el aluminio del escape de humos del motor. El motor rebrillaba, metálico y oleoso. Por las pasaderas, por los pasamanos, por las chapas de la cala parecía haberse derramado un barniz que transformaba la suciedad en luz. Una impregnación de luz dulce que en la inclinada cabeza de Gato Rojo era una fogata, que doraba sus antebrazos desnudos y vellosos. Las espaldas de Domingo Ventura era la única mancha de penumbra en la mañana de las máquinas.

Simón Orozco tenía los ojos cansados de observar la marcha del barco compañero entre las aguas y el cielo. El puente era un agradable mirador a la mar. El puente era una fresca, una serena rendición a la luz. La seca cubierta de proa tenía color de caña setembrina con las dos manchas de negro brea de las coberturas de la nevera y el pañol, elevándose violentas y a punto de estallar como burbujas. La grasa de los carretes se derretía. Brillaba el nombre del barco en el puente. Brillaba el metal de la bitácora. Simón Orozco en la soledad de su trabajo rompía, como una roca móvil la fuerza y suavidad de la corriente, el armónico tránsito de las luces. Simón. Orozco en sus paseos de pasos contados, en su calmoso ir y venir, en sus paradas repentinas en las ventanas de babor, agitaba la claridad de la mañana en el puente.

Macario Martín ya no estaba en disposición de cumplir las órdenes de abastecer a los rederos. Se apoyaba en la baranda mirando a la mar, mirando a los pájaros en el ángulo que iban abriendo los barcos. De pronto se alborozó.

—José —dijo—, ¿me prestas tu aparejo, que voy a echar una línea a los pájaros?

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