Ahora, treinta y un años después, puedo deciros que todos los gobiernos conocen la existencia de esos seres. Apostaría mi vida a que el incendio que acabó con Dave fue planeado por la CIA siguiendo órdenes directas de la Casa Blanca. Nunca debió llegar hasta el presidente, y menos cuando teníamos serias sospechas de que había políticos implicados en la trama. Los kuarz, que así se llaman estas criaturas, son los verdaderos amos del mundo. Lo controlan todo y a todos. Viven bajo tierra, en la oscuridad, porque sus ojos, tras años de ocultarse de los humanos, han desarrollado un extraño tipo de fotofobia. Utilizan nuestras fuentes energéticas para mantener su mundo subterráneo cálido y con el grado de humedad necesario para su supervivencia. Se alimentan básicamente de carne y sangre humana, y son los propios gobiernos los encargados de abastecerlos. Siempre existen muertos en las guerras o en los atentados, mendigos, presidiarios, o simplemente personas desaparecidas que terminan sirviendo de alimento para los kuarz.
Cuando leáis esto, probablemente ya estaré muerto. Tan solo espero que este escrito me sobreviva y llegue hasta vosotros…
Necesitaba unas vacaciones. Alan no quería esperar ni un minuto más para coger su coche y huir de la ciudad. Estaba convencido de que en aquel viejo palacio reconvertido en hotel rural sería capaz de descansar y desconectar. Le habían dicho maravillas de la zona, y, para escribir, la tranquilidad de sus paisajes era idónea.
Cuando llegó, ya estaba oscureciendo. Sin embargo, la tenue y rojiza luz del sol arrojaba sobre los terrenos una amalgama de tonos dorados de belleza inigualable. Detuvo el coche a la entrada del hotel, y durante unos segundos se dejó seducir por el paisaje. Entonces, cuando se disponía a descender de su vehículo, la vio. Era una mujer joven y hermosa, de lánguidos y oscuros ropajes, cuyos largos cabellos pelirrojos se fundían con la luz del sol formando una hermosa melodía. Al verlo, ella se escondió, en un acto de timidez, tras los árboles que rodeaban el viejo castillo. Mientras tanto, un joven salió del interior del hotel y se ofreció a ayudar a Alan con el equipaje.
Una vez hospedado, Alan bajó al comedor con la intención de cenar algo. Luego, como solía hacer en la ciudad, salió del hotel para dar un paseo de un cuarto de hora. Para él, aquel ritual se había convertido en un clásico. Le encantaba respirar un poco de aire fresco tras la cena. La noche era clara, y la luna, reflejada en el lago de la parte trasera del palacio, invitaba a la ensoñación. Se sentó sobre una roca de las que bordeaban la laguna y sacó su pipa del bolsillo derecho de la chaqueta. Fue en ese instante cuando Alan creyó volver a ver a la muchacha que, de nuevo, se escondía tras los árboles cercanos al cobertizo.
—Todavía no me he comido a nadie —exclamó en tono irónico mientras llenaba su pipa de tabaco.
Pero, cuando quiso darse cuenta, la chica había desaparecido otra vez en la oscuridad de la noche.
Intrigado por aquella misteriosa mujer, al entrar al hotel Alan preguntó al recepcionista.
—¿Y dice usted que estaba junto al cobertizo?
—Sí.
—Aquí no hay nadie que responda a esa descripción.
La única mujer joven y medianamente hermosa es mi hermana Sandra, y no se parece en nada a la que usted menciona.
Alan subió a la habitación un tanto extrañado. La respuesta del recepcionista no le había parecido del todo sincera. Era como si tras sus palabras hubiera algo oculto, enigmático; algo de lo que no podía hablar. Alan creyó haber visto miedo en sus ojos.
Perplejo, decidió preguntar también al resto del personal del hotel. «Alguien debe de saber algo sobre esa mujer», pensó. La reacción de aquellas personas volvió a ser la misma: reticencia a hablar, secretismo, temor.
Eran aproximadamente las tres de la mañana cuando un extraño susurro lo despertó. Sonaba como si alguien hubiera dejado abierta la ventana del pasillo y el aire, caprichoso, entonase un silbido suave pero persistente. Se incorporó y se dispuso a salir de la estancia con la intención de cerrar el ventanal. Envuelto en su viejo y raído batín de raso, Alan abrió la puerta de la habitación y salió al pasillo. Efectivamente, como había sospechado, la ventana del final del corredor estaba abierta de par en par. La cerró y regresó a su habitación. Al entrar, frente a la ventana de la estancia el perfil semidesnudo de la joven de cabellos rojizos se contorneaba ante sus ojos. Sin darle apenas tiempo de preguntarle su nombre, la joven dejó caer al suelo la poca ropa que aún cubría su bella silueta. Se le acercó, tomó sus manos y las colocó sensualmente sobre sus senos. Luego, tras inclinarse con suavidad sobre él, empezó a besarlo, recorriéndole el cuerpo con las yemas de sus finos dedos. Alan, ciego y embriagado por el deseo, se dejó llevar. A la mañana siguiente, despertó solo de nuevo. En la luna del espejo que había sobre la cómoda de la habitación distinguió un mensaje escrito con carmín.
Muchas gracias.
Alan no salía de su asombro. ¿Quién era aquella hermosa y enigmática mujer? Tenía que descubrirlo.
Se duchó y bajó a tomar el desayuno resuelto a averiguar algo, pero no encontró a nadie que hubiera oído hablar de ella: era como si jamás hubiera existido. Alan pasó el día intentando trabajar en su novela, pero fue incapaz. Cada vez que trababa de escribir algo, el cuerpo o el rostro de aquella chica volvían a su mente. Ya de noche, y tras dar su habitual paseo por el exterior del hotel, Alan subió a su habitación. Al abrir la puerta, tal y como había ocurrido el día anterior, junto al pie de la cama estaba ella.
—Pero… ¿quién eres? —preguntó, verdaderamente intrigado por su joven y seductora acompañante.
Desnuda y en actitud lasciva, la chica se acercó hacia Alan y volvió a abalanzarse sobre él. Lo besó, lo acarició y lo desnudó sin decir una sola palabra. Otra vez Alan se dejó llevar por la locura. Al amanecer se encontró de nuevo solo en el lecho. Un mensaje de agradecimiento estaba escrito sobre el espejo, como la vez anterior, aunque en esta ocasión la joven había añadido su nombre:
Muchas gracias.
Ginebra
Cansado de tan absurda situación, Alan decidió que aquella noche no iba a acostarse con Ginebra hasta que consiguiese saber algo más sobre ella. Cenó temprano y, en vez de dar su habitual paseo, decidió esperarla sentado sobre su cama. De pronto, sin saber muy bien cómo había conseguido entrar, Ginebra, lujuriosa, apareció tras él.
—Ginebra. Tenemos que hablar.
Ella, haciendo caso omiso a sus palabras, se le fue acercando.
—Ginebra. Quiero saber cosas de ti, ¡no solo que nos acostemos! —exclamó Alan.
Ella, como las dos noches anteriores, le agarró las manos y las colocó sobre sus senos, mientras con las suyas le asía suave pero firmemente el pene. Alan, poseído por la magnética Ginebra, fue perdiendo poco a poco la determinación y se vio abocado de nuevo a un acto sexual tórrido, intenso, anónimo: una maravillosa y excitante gimnasia. Mientras ella permanecía tumbada sobre su cuerpo desnudo y le besaba el cuello, Alan luchó por recuperar la cordura e intentó apartarla, primero dulcemente y después con mayor decisión. Fue entonces cuando Alan, al incorporarse, pudo ver su propio reflejo en el espejo de la estancia. Lo extraño era que en la imagen reflejada tan solo estaba él.
—¿Qué eres? —dijo, con un nudo en la garganta.
Ginebra se mostró esta vez como lo que era en realidad, un hermoso y milenario vampiro sediento de sangre fresca. Bajo el pelo alborotado, sus bellos ojos color de miel estaban ahora inyectados en sangre, y de su boca asomaban dos colmillos puntiagudos. Alan se apartó de ella de un brinco, agarró su batín como buenamente pudo y salió corriendo al pasillo del hotel. Cuando volvió a su habitación, Ginebra había desaparecido dejando un nuevo mensaje en el espejo:
Lo siento.
Ginebra
Sobrepasado por la espeluznante situación en que se encontraba, y ante la sorpresa del recepcionista, Alan decidió irse del hotel esa misma noche. Ya en su casa, algo más calmado, no conseguía sacarse a Ginebra de la cabeza. Un confuso sentimiento estaba sembrando un malestar desconocido para él en lo más profundo de su ser. Por un lado, no podía evitar sentir inquietud, respeto e incluso pavor por lo que acababa de vivir; pero, por otro, una atracción visceral e incontrolable le hacía pensar en ella a todas horas, casi hasta enloquecer. Su cuerpo joven y sensual y sus rojos cabellos le invadían continuamente el pensamiento. Su nombre no cesaba de volverle a los labios. Se sentía embrujado por Ginebra; estaba obsesionado por ese espectro, por esa criatura. Exhausto, Alan caminó hasta su habitación para acostarse, no sin antes lavarse los dientes y orinar. Fue entonces, al pasar frente al espejo, cuando pudo observar que su reflejo era completamente inexistente. El miedo se apoderó de él por unos segundos, aunque enseguida dejó paso a la rabia, a la furia por saberse engañado, utilizado. Lleno de cólera, salió del baño y se dirigió a la ventana del dormitorio. La abrió y, cuando estaba a punto de vociferar con todas sus fuerzas el nombre de aquella bestia, cayó en la cuenta de que ahora era inmortal, de que ya no envejecería, de que tenía toda una eternidad para encontrarla de nuevo. La expresión del rostro de Alan cambió por completo, y la angustia que sentía hasta ese momento se transformó en una felicidad exultante. Se apoyó en el marco de la venta y, respirando el aire fresco de la noche, suspiró para sus adentros:
—Ginebra…
Siempre había odiado los hospitales públicos. Una cosa era verse obligado a visitarlos para que le realizaran alguna prueba y otra muy distinta estar ingresado en uno de ellos. Pese a contar con los mejores médicos y la mejor tecnología, el hecho de tener que compartir habitación con uno o dos enfermos más le parecía muy incómodo. Sin embargo, en aquella ocasión la experiencia no fue como otras veces.
Despertó de la anestesia lentamente. Su boca, seca como el esparto, ansiaba algo de agua.
—Tendrá que esperar un poco a que se le pase por completo el efecto de la anestesia. En breve vendrá el médico —dijo la enfermera.
A su edad, solo y sin familiares que fuesen a verle, Nel se desesperaba cada vez que requería que las enfermeras le atendiesen. El servicio era extremadamente lento, y él muy impaciente.
—No haga caso a esa vieja bruja. ¿Quiere que le acerque un vaso de agua? —preguntó alguien tras la cortina. A juzgar por la voz, debía de ser un chico joven.
—Pues no te voy a decir que no —contestó Nel, agradeciendo el gesto.
El muchacho se levantó de la cama, abrió la cortina y luego le acercó el vaso. Era alto, de cabellos claros y tez rosada.
—Me llamo Frank, Frank Herbert —dijo, estrechándole la mano.
—Nel. Encantado.
Nel lo observó atentamente. Tenía la cara y el cuello llenos de enormes cicatrices. Al darse cuenta de que el chico se había percatado de la forma en que lo miraba, Nel se apresuró a pedirle disculpas.
—Siento mucho si…
—No se preocupe, ya no importa. Hace unos días quizá me hubiese afectado, pero ahora… ahora ya no pasa nada. A veces la distancia ayuda a ver las cosas de una forma distinta.
—Bueno, lo realmente importante es lo que uno lleva dentro —dijo Nel, avergonzado y tratando de suavizar la situación.
Frank desvió la mirada hacia el suelo, no sin cierta tristeza.
—Y, dígame, ¿qué es lo que le ha traído hasta el hospital? —preguntó, intentando cambiar de tema.
—Algo tan tonto y fastidioso como una hernia. Cosas de la edad, que no perdona —respondió Nel, haciendo un esfuerzo por incorporarse—. ¿Y tú? ¿Cuál es el motivo de tu estancia?
El chico lo miró fijamente desde los pies de la cama y, tras unos segundos de silencio, contestó:
—Como puede imaginar por mi aspecto, tuve un grave accidente de tráfico. Me dormí al volante tras una noche de fiesta. El resultado está a la vista.
—¿Y cuándo te dan el alta?
El muchacho desvió la mirada, como si la pregunta le incomodase.
—De inmediato: estoy a punto de salir —dijo, mientras se apartaba el flequillo de los ojos con la mano.
—¿Cómo? —A Nel le extrañó el comentario, pues aquel chico no parecía estar a punto de irse de allí.
—¿Tiene usted familia? —preguntó Frank, quitándole importancia a su comentario anterior.
—Por desgracia, no. Soy hijo único, y como no me casé…
—Eso lo hace todo bastante más sencillo, ¿no cree?
—¿Sencillo? No entiendo.
—Sí, sencillo. Verá, cuando uno tiene familia no puede evitar sentirse responsable. Siempre dando explicaciones…
—No creas, la soledad es muy dura. No todo el mundo está preparado para ella.
—Quizá tenga razón —respondió, mientras se acercaba al costado de la cama de su compañero de habitación.
—Entonces tú sí tienes familia.
—Sí, tengo a mis padres, a los que quiero con locura y a los que no dejo de dar disgustos, y a mi hermano Richard, a quien afortunadamente veré muy pronto.
—¿Vive lejos de aquí? —preguntó el anciano.
—¿Quién? ¿Mi hermano?
—Sí.
—Pues sí, más o menos… Hace demasiado tiempo que no lo veo —apuntó, con una mirada triste.
—Ya veo.
—Ahora que recuerdo… Cuando ingresé, la enfermera me quitó del cuello una cadena que él me había regalado, y al dejarla en esta mesita resbaló y cayó entre la barra de la cama y el colchón. No la he podido sacar.
—Pues menos mal que te has acordado, si no igual se queda aquí.
En aquel momento se oyó que alguien entraba en la habitación. Frank corrió la cortina y volvió a su cama.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el médico, dirigiéndose a Nel.
—Bastante bien.
—Veo que ha bebido agua. Le dije a la enfermera que esperara a que yo…
—No, no ha sido ella. Me la ha acercado Frank, el chico de aquí al lado.
Con gesto de contrariedad, el doctor avanzó hasta la cortina, descorriéndola de golpe. Allí no había nadie; únicamente una cama vacía y perfectamente hecha.
—Está usted solo —contestó el médico, estupefacto ante su comentario.
Nel, aún dolorido, se incorporó presa de un sobresalto; lo que oía no podía ser cierto.
—Le juro que estaba aquí —dijo, alterado.
—¿Y cómo dice que se llamaba el chico?
—Frank Herbert. —Nel no entendía lo que estaba sucediendo.