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Authors: Laura Falcó Lara

Tags: #Intriga, #Terror

Gritos antes de morir (4 page)

BOOK: Gritos antes de morir
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—Yo no puedo ayudarla en nada —dijo la anciana a Cathy, y enseguida trató de cerrar la puerta.

—Por favor, están muriendo personas.

—¿Cómo?

—Los niños claman venganza, y si alguien no detiene esto va a morir mucha más gente.

—¿Venganza? ¿Los niños? —suspiró, con voz temblorosa.

—Sí, venganza.

—Yo… —La anciana titubeó, y luego rompió a llorar.

—Tranquila —dijo Cathy, intentando consolarla.

—Pobres criaturas, nadie imagina el horror que vivieron. Tratamos de impedirlo, pero nos amenazaron.

—¿Quién?

La mujer la miró sin dar respuesta alguna.

—¿Va a ayudarme? —insistió Cathy, mientras Barbara la invitaba a pasar.

La casa olía a humedad y a cerrado. La poca luz natural que entraba lo hacía por una ventana del salón, que era sobrio y austero, como ella. Era fácil percibir que Barbara no recibía demasiadas visitas, ni tampoco salía mucho de su casa.

—Siéntese —dijo la mujer, mientras se ayudaba de un bastón para arrellanarse en la butaca del fondo de la sala.

—¿Qué pasó? —preguntó Cathy, viendo que Barbara parecía dispuesta a hablar.

—Hace mucho de todo aquello, y sin embargo todavía hay noches que me despierto llorando, con el recuerdo de esos niños grabado en mi mente —dijo, mientras hacía un esfuerzo por contener las lágrimas que acudían a sus viejos ojos verdes.

—¿Qué fue lo que ocurrió? —insistió Cathy, tratando de entender el dolor de la anciana.

—Como puede imaginar, en un hospicio hay niños de todas clases. Algunos eran débiles y enfermizos, y la falta de recursos no les ayudó precisamente.

—¿Y?

—Cuando alguno fallecía, los encargados del hospicio sacaban provecho —contestó, cerrando los ojos como si tratara de borrar la imagen de su mente.

—¿De qué manera?

—Las donaciones de órganos eran escasas en la época, y había muchos padres dispuestos a pagar auténticas barbaridades para salvar la vida de sus hijos. Así que, cuando un niño del hospicio fallecía, las cuidadoras, con ayuda de un doctor, lo vaciábamos para aprovechar sus órganos y venderlos en el mercado negro.

—¡Uff! —contestó Cathy, tapándose su pequeña boca con la mano; empezaba a sentirse afectada por la historia que Barbara le estaba contando.

—El problema llegó cuando, viendo lo rentable del tema y sabiendo que no había familiares a quien rendir cuentas, empezaron a matar niños para ese fin —apuntó con voz entrecortada.

—¡Dios santo!

—Esa fue la razón real por la que el obispado, al enterarse por una filtración interna de tal aberración, cerró el hospicio. El hecho jamás se hizo público, ya que, siendo el hospicio parte del patrimonio de la Iglesia, el escándalo les hubiese salpicado. Se limitaron a ocultar el entierro de sus cuerpos en los sótanos y a vender el edificio al hombre que lo había estado gestionando durante todo aquel tiempo. De este modo se aseguraban el silencio. El resto ya lo sabe.

Cathy estaba lívida, mareada. No podía evitar sentir náuseas al pensar en los pobres niños. Su tez morena parecía haber perdido todo rastro de salud.

—¿Cómo ha podido vivir con eso? —preguntó, mirando fijamente a Barbara con expresión amenazadora.

—No pude —contestó cabizbaja—. De hecho, fui yo quien lo denunció todo al obispado.

—Lo siento. Supongo que no debí juzgarla.

* * *

Salió de allí y empezó a caminar sin rumbo fijo. Necesitaba un poco de aire: la historia que acababa de oír la había dejado vacía, conmocionada, exhausta. Se sentó en un banco y por unos instantes recordó las apariciones de las que fue testigo.

«Esos niños… seguramente buscan justicia —dijo para sus adentros—. Hasta que todo esto salga a luz no van a descansar en paz.»

Sabía que era necesario hallar el modo de denunciar y detener todo aquello. El problema era que nadie iba a creerla. Nadie, a menos que Barbara hablara. La seguridad de los trabajadores y de los pacientes del hospital estaba en peligro; las almas de los pequeños debían descansar. Decidida, dio la vuelta y regresó a casa de Barbara.

—Tiene que venir conmigo. Solo si cuenta la verdad podremos acabar con todo esto: ahora estoy convencida.

—Pero yo…

—Necesitamos una orden que les obligue a exhumar los cadáveres enterrados bajo el hospital.

—Y eso… ¿de qué iba a servir?

—Solo así podrán hallar la paz. ¿No cree que ya han sufrido bastante?

Por fin, Barbara accedió a acompañar a Cathy a la policía local.

* * *

Jack Burrow sabía lo que debía hacer. A la mañana siguiente el hospital estaría infestado de policías. Sin esos papeles nadie podría demostrar la relación entre la propiedad del antiguo hospicio y la actual gestión del centro. Nadie salvo él sabría que su padre había sido el responsable de las muertes. A efectos legales el hospicio había pertenecido al obispado, y, excepto en la documentación que él conservaba en el sótano del edificio, el nombre de su padre no constaba en ningún registro. Abrió la puerta y pasó al interior decidido a borrar todo rastro de culpabilidad. Bajó las escaleras y entró al sótano a toda prisa. De pronto oyó una leve risa detrás de él. Nervioso, se giró y miró a todos lados; allí no había nadie. Volvió a acelerar el paso y se dirigió al fondo de la sala, donde estaban los archivadores. Abrió un cajón y agarró una carpeta. Fue entonces, al girarse, cuando Jack pudo ver ante él a varios niños correteando por la sala.

—No… —se dijo en voz baja—. No puede ser real.

Angustiado, retrocedió con lentitud hasta apoyar la espalda en el muro posterior.

—¿Qué queréis de mí? —dijo chillando, mientras todos los pequeños lo miraban fijamente—. ¡Marchaos! ¡Fuera de aquí! —exclamó, con el rostro desencajado.

Los niños, parsimoniosos, empezaron a avanzar hacia él, y mientras lo hacían sus cuerpos iban rajándose, abriéndose en canal y vaciándose, hasta quedar huecos por dentro; tan vacíos como su padre los había dejado.

—¡Dejadme en paz! —gritó, presa del pánico.

Uno a uno los pequeños se abalanzaron sobre él hasta derribarlo.

* * *

Por la mañana, cuando llegó la policía, el cuerpo de Jack estaba tendido boca abajo en el suelo del sótano. Al girarlo, descubrieron horrorizados que había sido abierto en canal y le habían extraído todas sus vísceras. Junto a él solo encontraron una vieja carpeta en la que podía leerse: «Contrato de traspaso del Hospicio de Saint John».

Un ángel

Le había costado mucho llegar hasta allí. De pie, frente al espejo, Sandra se miraba orgullosa la barriga, y, acariciándola, recordaba el calvario que había tenido que pasar hasta quedarse embarazada. Tras dos abortos, un año de tratamientos y una inseminación artificial, hubo ocasiones en que estuvo a punto de tirar la toalla. De no haber sido por la negativa de Dan a adoptar un niño, probablemente Sandra hubiese renunciado a seguir adelante. Ya solo le quedaban cuatro meses para salir de cuentas, y a esas alturas parecía difícil que perdiese al pequeño. En cualquier caso, su médico le había prohibido trabajar durante todo el embarazo; no podía correr riesgos. Agarró el balancín y, colocándolo frente a la ventana, se sentó y dejó que el sol le dorara las piernas. La primavera era la mejor estación del año; el sol calentaba lo suficiente como para ir sin abrigo, pero todavía no hacía el calor insoportable del verano. Estaba tan a gusto que se quedó dormida. Debían de ser las seis de la tarde cuando la despertó una extraña molestia en el abdomen. Miró su reloj. Dan llegaría a casa en cualquier momento, pensó. Si la molestia persistía entonces, irían a urgencias para que le hiciesen un control. No estaba dispuesta a perder de nuevo a su pequeño; esta vez no. Se incorporó para ir al baño y volvió a notar aquel malestar.

Quince minutos más tarde, Dan abrió la puerta de la casa.

—¿Sandra? —dijo.

Una voz débil respondió al final del pasillo.

—Dan, llama a una ambulancia.

Sandra seguía sentada en el baño, pero esta vez su rostro denotaba que algo no iba bien. Dan se acercó a toda prisa.

—¡Estoy sangrando, llama a la doctora!

La ambulancia no tardó en llegar. En cuanto ingresaron en el hospital, la doctora Thomson los estaba esperando. Sin perder tiempo, la tumbaron en una camilla y la introdujeron en una sala. Luego procedieron a hacerle una ecografía. Había que asegurarse de que la criatura estuviera bien.

—No oigo el corazón —dijo la doctora, angustiada, mirando a su ayudante.

Tras algunos minutos de máxima tensión, el enfermero, inquieto, frunció el ceño.

—Creo que lo hemos perdido —se aventuró a decir, mientras Sandra rompía a llorar desconsolada.

Un silencio estremecedor reinó en la sala.

—Eres joven, tienes tiempo de sobra para volver a intentarlo —apuntó la doctora, tratando de reconfortarla.

Dan, cabizbajo, agarraba con fuerza la mano de Sandra, luchando por contener las lágrimas.

—Tendremos que hacer un legrado, y cuanto antes. Lo siento —sentenció la doctora, acariciando el brazo de la chica.

Un par de enfermeros pusieron a Sandra en una camilla y la bajaron con urgencia al quirófano mientras Dan rompía finalmente a llorar. De camino, uno de ellos, el más joven, un muchacho moreno con perilla, intentó que se calmara. Mientras tanto, el otro, un hombre de tez clara y cabellos níveos, empujaba la camilla sin decir ni una palabra.

Bajaron en un frío ascensor hasta el primer sótano y recorrieron el largo pasillo que llevaba a los quirófanos. Sandra no podía creer que tanto sufrimiento fuera a terminar así. Llamaron al timbre y una enfermera les abrió la puerta de acceso a la zona restringida.

—Es para hacerle un legrado, es paciente de la doctora Thomson —le dijo el camillero.

—Dejadla unos minutos aquí y enseguida vendrán a sedarla —respondió, mientras iba a comprobar que la doctora y el equipo estuviesen preparados.

Fue entonces cuando apareció él.

—Pasad a la paciente a la sala 3 para hacer una ecografía —dijo ese médico.

—Pero… si está esperando a entrar en quirófano para hacerle un legrado —respondió uno de los camilleros.

—Me han pedido que antes le haga una ecografía por seguridad —repitió el doctor, en tono seco.

Ambos camilleros, aunque sorprendidos, empujaron la camilla hasta la sala 3 y prepararon a Sandra para una ecografía. Ella no entendía nada. ¿Qué sentido tenía hacerle una nueva ecografía ahora?

El hombre esparció el gel sobre su barriga y pasó suavemente el émbolo por encima. A los pocos segundos dijo, sonriendo y con voz firme:

—¡Todavía hay latido! El feto sigue vivo.

Aturdida por lo que acababa de oír, Sandra miró a los enfermeros buscando con la mirada algo que reafirmara la buena nueva. Los tres estaban perplejos, sin saber demasiado bien cómo reaccionar.

—Si me disculpa un segundo, ahora vuelvo —dijo el doctor, abandonando el box.

En ese mismo instante, la enfermera que les había abierto la puerta entró en la sala.

—Pero… ¿se puede saber qué hacen aquí? El anestesista la está buscando.

—Es que el médico nos dijo que había que hacerle una ecografía.

—¿Médico? ¿Ecografía?

—Sí —añadió Sandra—. ¡Dice que el bebé está vivo!

—¿Cómo? No puede ser. —La enfermera estaba desconcertada—. Voy a buscar a la doctora Thomson.

Tras un par de minutos, la doctora apareció en el box.

—¿Qué ocurre? —preguntó, sorprendida por el retraso.

—Un médico nos hizo pasar aquí para hacerle una eco y dijo que el feto estaba vivo —respondió el camillero de tez clara.

—¿Qué médico? —inquirió la doctora—. ¿Cómo era?

Los tres se miraron sin saber qué contestar. Ninguno recordaba la cara o el aspecto de aquel hombre. Solo sabían que alguien vestido de médico les había hecho entrar allí.

—¡Dijo que el niño está vivo! —repitió Sandra con énfasis.

—¿Vivo? Pero si no había latido, ni movimiento, ni nada… —contestó la doctora, perpleja.

Tras un pequeño suspiro, se acercó a Sandra y, cogiéndola suavemente del brazo, le dijo:

—Sé que es duro, pero cuanto antes empecemos, mejor.

—¡Le juro que el niño está vivo! ¡Mírelo usted misma!

—El doctor dijo que había latido —confirmó el enfermero de cabellos rubios.

—¡No hay ningún doctor! —exclamó la enfermera, que no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¡Está bien! —respondió la doctora, tratando de acabar con aquella historia—. Le haré otra ecografía para tranquilizarla.

La doctora volvió a extender el gel conductor sobre la barriga de Sandra y puso el émbolo encima. De pronto, la expresión de su rostro cambió. Sorprendida, empezó a mirar la pantalla y el émbolo y a hacer un sinfín de pruebas.

—¡No tiene sentido! —exclamó finalmente.

Todos la miraron en silencio esperando una respuesta.

—Es cierto, está vivo… Pero yo juraría… yo… no entiendo nada.

* * *

Dicen que todos tenemos un ángel de la guarda que vela por nosotros. En este caso, el ángel vestía una bata verde y se hacía llamar doctor.

El camión

La ausencia de luz en aquella solitaria autopista, la noche cerrada, sin luna y casi vacía de estrellas, y la incesante lluvia hacían de aquella ruta una trampa mortal para cualquier conductor. Pese a que las condiciones no eran las mejores, Kurt siguió su camino. Susan solía insistirle para que parase más a menudo, pero él sabía que tenía unos horarios que cumplir. Quizá ya iba siendo el momento de retirarse, pensó. Tantos años al volante del camión habían acabado con su espalda y con gran parte de su vida social y familiar. Siempre viajando, siempre fuera de casa, siempre solo; siempre él, el asfalto y el camión. Hacía tiempo que su mujer le pedía que lo dejase. Ella también estaba cansada de dormir sola en las frías noches de invierno, cansada de compartir la vida únicamente con sus dos hijos. De hecho, cuando eran más jóvenes, Kurt había temido que Susan conociera a alguien durante sus largas ausencias. Afortunadamente eso nunca pasó, y ahora, a sus sesenta años, era aún menos probable.

La noche avanzaba y el cansancio empezaba a hacer mella en él. Sus reflejos ya no eran los de años atrás. Ya no aguantaba igual las jornadas inacabables al volante; la edad no perdonaba. Durante un segundo sus ojos parpadearon más de la cuenta para cerrarse después; su cuerpo, rendido tras un día agotador, empezaba a flaquear. Asustado, sobresaltado, Kurt reaccionó con rapidez retomando el control justo a tiempo. Igual debería parar un rato y echar una cabezada, pensó. Sin embargo, las ganas de llegar a su destino lo impulsaban a continuar un poco más. Tomó un trago de Coca-Cola y siguió adelante. No habían pasado más que unos minutos cuando notó que el cansancio parecía remitir, y volvió a sentirse lleno de fuerza. Era como si la cafeína le hubiese inyectado energía. Animado, Kurt decidió poner un poco de música en la radio.

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