Gritos antes de morir (7 page)

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Authors: Laura Falcó Lara

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: Gritos antes de morir
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Desperté al cabo de unas horas, tendido en el frío suelo de la cocina, mareado, vencido. Apenas tenía fuerzas para abrir los ojos. Me arrastré hasta donde estaba el teléfono y tiré del cable. Tenía que llamar a una ambulancia si quería seguir vivo.

* * *

—¿Cómo se ha hecho esta herida? —preguntó la doctora en urgencias.

—No lo sé —respondí, temiendo que me tomasen por loco si decía la verdad—. No tengo ni idea.

Mientras tanto, en mi cabeza se repetía una y otra vez la imagen de Irina clavando el alfiler en aquel pequeño muñeco. Su diabólica sonrisa me perseguía hasta el último rincón de mis sueños. ¿Cómo podía aterrarme así algo tan pequeño y aparentemente inofensivo como un niño? Pensé en mudarme, pero incluso la sola idea de regresar a por mis cosas, de pasar una noche más entre aquellas paredes, me producía auténtico pavor. Por otro lado, no podía hablar con nadie de lo sucedido. ¿Quién iba a creerme? No tenía pruebas de nada, no lo podría demostrar.

—Tiene una visita —dijo una enfermera, asomando la cabeza por la puerta de la habitación.

—¿Una visita? —pregunté, perplejo, ya que no esperaba a nadie.

—Verá, Irina insistió en visitarlo, y yo… pensé que estando tan solo le haría ilusión ver alguna cara conocida.

Ania estaba apoyada en el marco de la puerta; su hija, con el muñeco entre las manos, sonreía pérfidamente.

Nunca salí del hospital.

24 de Lincoln Avenue

Llevaba cinco años como conserje de noche en aquella lujosa finca y conocía bien a todos los inquilinos. A la mayoría los veía muy de vez en cuando, ya que, dados los horarios de su turno, era difícil coincidir. Muchos llevaban allí desde que se construyó el edificio, y la escasa gente joven que residía en el inmueble había comprado el piso tras el fallecimiento del anterior propietario. En la recepción los porteros poseían copias de casi todas las llaves. Eran muchos los propietarios que les pedían que les regasen las plantas en verano, les dejasen la correspondencia en casa o estuviesen presentes cuando algún técnico tenía que hacer alguna reparación. Solo existía una regla: no entrar jamás en las casas sin autorización previa. En el edificio había tres o cuatro pisos vacíos. Algunos permanecían deshabitados de forma momentánea, y uno, el cuarto quinta, llevaba vacío desde que él entró a trabajar en la finca. Lo cierto es que en más de una ocasión había sentido verdadera curiosidad respecto a aquel piso. La señora Pimbles le contó que el cuarto quinta solo había estado habitado un año, tras la construcción del inmueble, por un padre y su joven hija. Por lo visto un terrible accidente hizo que el señor Riam, el actual propietario, clausurase el piso para siempre.

Aquella noche el vecindario parecía más activo que de costumbre. Eran las nueve cuando sonó la primera llamada, de la señora Clark. Emily era una cariñosa viuda que, a sus ochenta y tres años, se negaba a vivir en una residencia. Los porteros, conscientes de su estado, trataban de hacerle la vida algo más cómoda. Aquella noche se le había embozado el desagüe de la cocina y Fred hizo lo posible por ayudarla. Luego aparecieron en el vestíbulo los Robertson, pidiendo un taxi para ir al centro. Más tarde, Max, el hijo de los Swanson, llegó acompañado de una hermosa joven, y Regina MacGregor, como cada noche, salió a pasear a su caniche francés. Debían de ser cerca de las doce y media cuando el timbre volvió a sonar insistentemente. Se trataba del señor Hoches, del tercero quinta. Por lo visto lo había despertado un gran estruendo. Según afirmaba, el ruido parecía proceder del piso superior, pero eso era imposible. Pensando que quizá se hubiera colado algún gato en aquel apartamento vacío, Fred tomó la llave del armario y subió hasta la cuarta planta. Allí, frente al cuarto quinta, Fred arrimó la oreja a la puerta. En el interior no parecía haber nadie: a lo sumo se podía oír el gotear del agua en los tubos de la calefacción. Esperó unos instantes antes de abrir la puerta. No tenía permiso para entrar en el apartamento, y solo una causa muy justificada le permitiría hacerlo. Volvió a acercar la oreja, buscando una excusa para poder entrar a fisgonear; ese piso siempre le había despertado una gran curiosidad. Cuando estaba a punto de darse por vencido, al otro lado, justo detrás de la puerta, una voz profunda y ronca susurró:

—¡No eres bienvenido!

Sobresaltado, Fred retrocedió de un brinco hasta la pared opuesta. Rígido, inmóvil, se esforzó por recuperar el aliento. Allí dentro había alguien. Amedrentado, Fred corrió hasta la entrada de la finca y, asomándose al exterior del edificio, trató de ver si había luz en el piso en cuestión. Los ventanales seguían oscuros y cerrados, como siempre. Entró de nuevo en el portal, aturdido por aquella extraña situación. Quizá debiera llamar a la policía, pensó. Sin embargo, teniendo en cuenta el tipo de vecindario en que se encontraba, Fred creyó que era mejor evitar un escándalo innecesario. Nervioso, volvió a subir hasta la cuarta planta. Desde el ascensor observó la puerta con atención. Apenas era capaz de mover las piernas, que, contra su voluntad, parecían haberse inmovilizado sobre el rellano. Procuró serenarse y avanzó lentamente por el pasillo. A cada paso, un golpe seco retumbaba en su mente; el miedo lo paralizaba. Otra vez ante aquella puerta, Fred sacó la llave del bolsillo, dispuesto a abrirla. Su mano temblaba convulsa, incapaz de mantener la calma. Respiró hondo y, en un acto casi inconsciente, metió la llave en la cerradura con un movimiento rápido e inmediatamente apartó la mano. Ahora solo faltaba girar la llave y abrir la puerta al fin. Sacudió los brazos una y otra vez, tratando de liberar la tensión que le recorría todo el cuerpo. Luego acercó tímidamente la mano hasta la llave y la giró a la vez que empujaba la puerta, dejándola entreabierta. El espesor de la oscuridad parecía invadirlo todo; solo un leve rayo de luz procedente del rellano iluminaba la entrada. Se acercó con prudencia, pensando a cada paso en cómo dar el siguiente. Estaba allí, con la mano apoyada en la puerta, la respiración entrecortada y el corazón luchando por salírsele del pecho. Empujó la puerta suavemente, tratando de afinar sus percepciones. El silencio era tan absoluto que los latidos de su propio corazón le resonaban en la cabeza.

—¿Hay alguien? —dijo, con un hilo de voz.

Nadie respondió. Nervioso, Fred buscó el interruptor en la pared. Sí, ahí estaba, esa era su salvación, pensó; pero en la casa no había luz. Sacó una pequeña linterna del bolsillo e intentó iluminar tenuemente la estancia. Al fondo, unos largos cortinajes de terciopelo cubrían los ventanales del salón. Avanzó por la sala con sigilo, como si temiese despertar a alguien. Giró lentamente la cabeza, mirando tras de sí el último resquicio de luz procedente del rellano, cuando sintió que algo frío le rozaba el cuello. Asustado, Fred retrocedió con rapidez hacia la entrada, pero, antes de que llegara a la puerta, esta se cerró en sus narices. Presa del pánico, trató de abrirla por todos los medios. Fue en ese momento cuando oyó cómo alguien giraba la llave que él había dejado puesta en el cerrojo.

—¡Abrid! ¡Estoy dentro! ¡Por favor!

Pero nadie parecía oír sus súplicas. Mientras, en el interior, algo empezó a emitir un insólito quejido, un clamor que mezclaba el ruido del viento entre los árboles con un lloro atormentado, y que parecía avanzar hacia él. Un extraño aroma a flores muertas inundó la estancia. Algo gélido rozó su cara de nuevo, haciéndole estremecerse y llevándolo al borde de la desesperación.

—¡Socorro! ¡Ayuda! —chillaba Fred una y otra vez; pero fue en vano.

A la mañana siguiente, cuando Spencer, el portero de día, llegó al edificio, no encontró ni rastro de su compañero. Al principio pensó que quizá se hallara en uno de los pisos, echándole una mano a algún vecino; a medida que iba avanzando la mañana, sin embargo, empezó a preocuparse. Viendo que Fred no aparecía y que sus cosas aún estaban en el ropero de la recepción, Spencer fue llamando piso por piso preguntando a los vecinos si lo habían visto. Fue entonces, al hablar con el señor Hoches, cuando Spencer miró el armario de las llaves en busca de la del cuarto quinta y comprobó que no estaba en su sitio. Sorprendido, se propuso averiguar qué podía haber pasado con Fred. Sin dudarlo, Spencer se dirigió a la cuarta planta.

Mientras subía en el ascensor, en su mente empezó a valorar distintas hipótesis.

«Quizá se haya quedado dormido, aunque teniendo en cuenta que el piso está deshabitado y apenas tiene muebles, parece muy extraño. Igual tropezó al entrar a oscuras, se dio un porrazo y se quedó inconsciente en el suelo…»

Ahí estaba, frente a la puerta del cuarto quinta. Al contrario de lo que cabía esperar, la encontró cerrada. Acostumbrado a solucionar las pequeñas contingencias del edificio, Spencer llevaba siempre encima un trozo de radiografía. No era la primera vez que algún vecino cerraba la puerta tras de sí dejándose las llaves dentro. Sin embargo, esta vez no le sirvió de nada: habían echado la llave. Algo intranquilo por Fred, golpeó la puerta con los nudillos, pero no obtuvo ninguna respuesta. No había más remedio que llamar al propietario, o a los bomberos.

* * *

Al cabo de unos veinte minutos llegaron los bomberos; había sido completamente imposible localizar al señor Riam. La puerta cedió tras algunos hachazos.

—¿Fred? —dijo Spencer desde la entrada—. Fred, ¿estás ahí?

De pronto la linterna de uno de los bomberos enfocó algo que se movía.

—¿Fred? —repitió Spencer.

Allí estaba, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, en silencio y tambaleándose adelante y atrás de forma rítmica.

—¿Fred? —volvió a insistir Spencer, agarrándole del hombro.

Entonces Fred giró bruscamente la cabeza, mostrando las cuencas vacías de sus ojos. A su lado, dos esferas blanquecinas flotaban en un enorme charco de sangre.

Ante el silencio horrorizado de Spencer, Fred articuló, con voz pausada y ausente:

—No se puede tener miedo de lo que ya no se ve. —Con sus manos señalaba los ojos que él mismo se había arrancado.

* * *

Ingresaron a Fred en un hospital psiquiátrico, pero jamás le explicó a nadie lo que le había ocurrido en la cuarta planta del 24 de Lincoln Avenue.

Samuel

Era hora de acostar a los niños: a la mañana siguiente tenían que ir al cole. Las vacaciones ya se habían terminado, y había que volver a la rutina de madrugar. Mientras Mike lavaba los dientes a Mark, me senté en la cama de Jessica y repasamos juntas todo lo que debía llevar a clase al día siguiente. Con Mark era fácil: en parvulario el material es mínimo y lo dan en clase, pero en segundo de primaria los niños ya tienen que llevar libros, carpeta, estuche… Acostamos al pequeño y les dimos a los dos un beso de buenas noches.

Debían de ser las cinco de la mañana cuando nos despertó un chillido ensordecedor. Era Jessica. Una madre reconoce el timbre de la voz de sus hijos hasta en sueños. Me acerqué a su cama y le pregunté qué ocurría.

—¡Dile que se vaya, mamá! ¡Me asusta! —dijo con voz entrecortada y llorosa, señalando la pared de enfrente de su cama.

—¿Quién tiene que irse?

—¡El señor de la pared!

Tranquilicé a Jessica y volvimos a la cama. «Las pesadillas nocturnas son típicas de esta edad», pensé. No le di mayor importancia.

A la mañana siguiente me disponía a vestir a Mark cuando un comentario de Jessica me llamó la atención.

—Te he dicho que no quiero jugar contigo. ¡Vete!

La miré pensando que hablaba con su hermano, pero no era así. Sus ojos volvían a estar clavados en la pared.

—Jessica, ¿con quién hablas?

—Con el señor de ayer. No me deja en paz.

Mike me miró fijamente desde el marco de la puerta.

—¿Tú… ves algo? —me preguntó, no sin cierto miedo a mi respuesta.

—Lo dices por todo lo que me pasa desde niña, ¿no?

—Sí.

—No veo nada, pero eso tampoco prueba gran cosa. No todo se manifiesta delante de cualquiera. Podría ocurrir que ella viera algo… y yo no —dije, temerosa de que la historia se repitiera.

Yo sabía perfectamente lo que era ver cosas que los demás no ven. Desde muy pequeña he tenido visiones, y quizá por ello nunca me han dado miedo. Para mí eran algo normal. A veces anticipaba sucesos futuros, y otras, las más frecuentes, intuía o veía a personas que ya no estaban vivas. Una de esas personas que veía de pequeña era un niño llamado Samuel, con el que solía jugar. Mi amigo el fantasma, que es como mis padres y yo bautizamos a aquella aparición, dejó de ser mi supuesto amigo invisible en torno a los nueve años. Con el tiempo las visiones fueron remitiendo, y, aunque siempre he seguido vinculada de un modo u otro a esos fenómenos, mi interés por ellos pasó a ser residual.

Afortunadamente el episodio de Jessica no parecía ser grave, y pronto lo olvidamos.

* * *

Faltaba ya muy poco para Navidad, y en casa habíamos empezado a sacar la decoración propia de esas fechas. El árbol, adornado con mariposas de tela y purpurina rojas y doradas, lucía precioso al lado de la cristalera del salón. Aquella Nochebuena prometía ser muy especial.

Eran casi las doce y los niños, encerrados en su cuarto de juegos, apenas podían contener la emoción al saber que en aquel preciso instante Papá Noel estaba dejando los regalos en la sala. Abrimos como siempre la puerta del cuarto y los dos salieron disparados hacia el árbol. Era todo un ritual. Mientras Mark y Jessica abrían sus regalos, padres y abuelos fuimos intercambiando los nuestros.

—¡Mamá! Samuel me pregunta si no hay nada para él —exclamó Jessica, apoyada en la cristalera.

Me quedé de piedra, sin palabras. ¿Era acaso posible? Mike observó a Jessica con miedo: el mismo miedo que yo había visto hacía años reflejado en los ojos de mis padres, que se miraron sin dar crédito a lo que estaba sucediendo.

Aquella semana fue muy extraña. Mis padres no dejaron de llamarme a todas horas, interesándose por la niña. ¿Era el Samuel que veía Jessica el mismo que yo conocí? ¿Tienen edad los fantasmas? ¿Pueden envejecer? Para inquietud de todos, ahora era Jessica la que hablaba con Samuel, que, lejos de ser el niño con quien yo jugaba, se había convertido en un hombre de mi edad. No alcanzaba a entender lo que estaba pasando, pero en cualquier caso el nerviosismo que reinaba en casa no nos dejaba vivir en paz. Eran muchos los interrogantes sin respuesta, pero los miedos eran aún más fuertes. En la cabeza de todos había una pregunta que no dejaba de dar vueltas: ¿qué quería un hombre de casi cuarenta años de una niña de ocho?

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