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Authors: Laura Falcó Lara

Tags: #Intriga, #Terror

Gritos antes de morir (16 page)

BOOK: Gritos antes de morir
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—¡Dios! Y yo… yo maté a Jeff… ¡Mi niña, mi niña! ¡No! —dijo, desmoronándose por completo.

—¿Puede explicarme qué hacía usted con un revólver? —preguntó el agente al cabo de algunos minutos.

Cuando Maya consiguió recuperar la calma, trató de contarle a la policía lo de sus premoniciones, pero nadie la creyó.

Al cabo de unos meses un diario local se hizo eco de la noticia. En el artículo se recogían las declaraciones que Maya realizó durante el juicio:

Me llamo Maya Rodale y tengo treinta y dos años. Hace un mes que me quedé viuda y sin mi hija. Desde entonces estoy parapléjica por una lesión medular producida por arma blanca y afronto una condena de diecisiete años de prisión por homicidio en primer grado. Ahora sé que el curso de las premoniciones se puede alterar; la cuestión es si es aconsejable hacerlo.

Conexión

Era un jueves del mes de mayo. Oscurecía, y los últimos rayos de sol se ocultaban tras los edificios cercanos. Como la mayoría de las últimas tardes, me senté frente al ordenador para hablar un rato con Steven. Nos echábamos de menos, y, viviendo a seiscientos kilómetros de distancia, esa era la única forma que teníamos de vernos las caras entre semana. Debíamos de llevar algo más de diez minutos hablando a través de la webcam, comentando cómo nos había ido el día y lo que íbamos a hacer el fin de semana, cuando la vi pasar por detrás de él cruzando la estancia. Pese a que fueron solo unos segundos, la imagen era nítida y no ofrecía dudas. Se trataba de una chica joven, una adolescente de ojos claros y hermosos cabellos largos y rizados. Se suponía que él estaba solo en casa, así que empecé a barajar todo tipo de hipótesis en mi cabeza: ninguna buena. Ante mi pregunta, él miró tras de sí con cara de desconcierto.

—Aquí no hay nadie, Sheila.

—Sí, ya, y yo me chupo el dedo —respondí, pensando que tenía a una chica metida en casa y pretendía hacerme pasar por loca.

—Te lo juro, joder. Pero… ¿quién quieres que haya?

—No lo sé, dímelo tú.

—¿A quién has visto?

Describí a la chica con todo lujo de detalles. Pelo castaño y rizado recogido en una cola baja, ojos claros, vaqueros raídos y camiseta azul cielo.

—Es la descripción de Elisabeth, mi hija… —contestó, con la expresión desencajada—. Pero no está en casa, está con mi exmujer.

Hacía solo diez días que Steven y yo éramos pareja, y aún no había tenido oportunidad de mostrarme ninguna imagen de su hija. Extrañado, se incorporó y fue a por las fotos enmarcadas que tenía al fondo, en un estante del salón.

—¿La ves?

—Sí, es ella —dije, completamente descolocada.

Pese a haber vivido cierto número de experiencias ajenas a lo que la mayoría de las personas llamarían «normalidad», lo que acababa de suceder era nuevo para mí. La verdad es que no sabía cómo interpretar esa especie de visión. Cuando alguna vez había visto a alguien imperceptible a ojos de los demás, siempre había tenido la certeza de estar contemplando un fantasma, pero nunca a alguien que supuestamente estaba vivo. Entonces una idea terrible cruzó por mi cabeza: ¿y si la chica hubiera muerto? Ese era el supuesto más lógico, según mi experiencia; y sin embargo era incapaz de aceptarlo como opción. Imaginar que la hija de Steven hubiese muerto en las últimas horas me parecía retorcido y macabro. Y, de ser así, ¿cómo iba a explicárselo a su padre? ¿Con qué argumentos o con qué autoridad? Tenía que haber otra alternativa, necesitaba hallar una posibilidad distinta. Mientras, Steven seguía mirándome expectante, y posiblemente algo asustado. Necesitaba otra opinión, la de alguien objetivo, alguien que supiese más que yo sobre ese tipo de sucesos.

—¿Me das un segundo?

—Claro —respondió, sin saber qué estaba pasando.

Agarré el teléfono y, levantándome de la silla, llamé a la única persona que tal vez pudiera aclararme el asunto. J. R., además de un gran amigo, era periodista e investigador de fenómenos paranormales. Ya había hecho uso de sus conocimientos en otras ocasiones, pero lo cierto es que en ninguna de ellas había estado tan confusa y preocupada.

—Hola, Sheila, cuánto tiempo sin saber de ti.

—Hola, J. R. Perdona que te moleste, pero tengo que hacerte una consulta —dije mientras observaba de reojo a Steven, todavía sentado frente a la cámara.

—Dime.

—Verás…

Le conté lo que había sucedido con pelos y señales. No tardó en darme una respuesta.

—¿Bilocación? —repetí en voz baja, procurando que Steven no pudiese oírlo.

—Sí, un desdoblamiento del cuerpo físico y el astral protagonizado por su hija.

—Pero…

—Seguro que a esa niña le pasa algo y ha recurrido a su padre con la mente; por eso la has podido ver. Claro está que él no es sensitivo, pero tú ya has pasado por cosas similares.

—Ya, pero ¿por una cámara de vídeo?

—Sí, eso no deja de ser extraño… Debo reconocer que es la primera vez que oigo que pueda ocurrir.

Steven, que trataba de oír la conversación, miraba constantemente detrás de él, nervioso y sin saber a qué atenerse.

—¿Y ahora qué?

—Que la llame. Puede estar en peligro, o pasándolo mal.

—Gracias, J. R. Luego te llamo.

Colgué el teléfono, me senté de nuevo y miré a la cámara. Steven estaba expectante, a la espera de algún tipo de explicación. ¿Cómo decirle a un chico al que conoces desde hace apenas un mes que ves fantasmas, que tienes videncias y que, a pesar de ello, no estás loca? La cosa no pintaba nada bien. Iba a pensar que estaba como un cencerro. Sin embargo, la posibilidad de que a su hija le ocurriese algo malo no daba pie a plantearse demasiadas alternativas.

—Verás, he llamado a un amigo periodista que es algo así como investigador de fenómenos paranormales…

—¿Perdón?

—Sé que suena fatal, pero… Mira, Steven, tu hija puede estar en peligro.

—¿Mi hija?

—Sí, solo te pido un voto de confianza. Luego, si quieres, me mandas a freír espárragos, ¿vale?

—Vale —dijo, frunciendo el ceño y con voz suspicaz.

—Tienes que llamarla. Lo que acaba de ocurrir recibe el nombre de «bilocación».

—¿Bilo… qué? —Nervioso, golpeaba suavemente la mesa con la punta de los dedos.

—«Bilocación» o «desdoblamiento». Es decir, que alguien en situación de peligro o angustia recurre mentalmente a otra persona, y, si esa persona es sensitiva, puede llegar a verla.

—¿Sensitiva? ¿De qué me estás hablando?

—Luego. —Comenzaba a desesperarme—. Ahora, por favor, llama a tu hija.

En sus ojos se notaba un claro escepticismo, y algo me hacía intuir que después de aquello no iba a volver a verle. Tomó el teléfono, se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación. Apenas podía oír lo que decía, pero por su aspecto noté que algo malo estaba ocurriendo. Colgó y, sin mirar a la cámara, se sentó en el sofá con la cabeza gacha entre las manos.

—¡Steven! ¿Qué sucede?

Por más que intentaba que me hablase, Steven no respondía. Por fin, tras una larga espera, se acercó a la cámara.

—¡Me voy al hospital!

—¿Qué pasa?

—Elisabeth está en coma y se encuentra internada.

—¿Qué?

—He hablado con su madre.

—Yo…

Sin mediar palabra, y con los ojos llenos de lágrimas, Steven apagó la cámara. Pasé toda la tarde dándole vueltas al asunto en mi cabeza. No podía seguir allí, tenía que estar a su lado. Así que me fui al aeropuerto, decidida a coger el primer vuelo.

Llegué al hospital y vi que Elisabeth estaba allí, en una habitación, tumbada e inmóvil en una de las camas. Era tal y como yo la había visto. Steven me miró con cierta frialdad. Era de suponer que tras la información que le di algo dentro de él había cambiado. Se acercó, me dio un beso y me presentó a Emma, su exmujer. Tras un tenso silencio, me incliné y le pregunté:

—¿Qué ha ocurrido?

—Un accidente de moto —respondió, casi sin mirarme a la cara.

—¿Qué dicen los médicos?

—Que recibió un fuerte impacto en la cabeza; eso es lo que la hizo entrar en coma.

—Lo siento.

—Ya…

Su respuesta contenía cierta ironía, cierto desprecio.

—¿Quieres que me vaya, que desaparezca de tu vida?

—No.

—Que vea cosas no significa que las ocasione. Tampoco le pedí a nadie ser así, pero esto es lo que hay. Lo siento.

Me miró, me rodeó con sus brazos y prorrumpió en sollozos.

Pasó algo más de media hora y Emma se fue a comer.

Fue entonces cuando una idea algo descabellada cruzó mi mente.

—Steven. ¿Puedo acercarme a Elisabeth? ¿Puedo tocarla?

Steven me miró, desconcertado.

—¿Para?

—Estaba pensando que si sin conocerla tuvimos esa extraña conexión, quizá, y solo quizá, si me concentro pueda conectar nuevamente con ella esté donde esté.

—¿Cómo?

—Hay casos en que el paciente en coma recuerda al despertar lo que se ha hablado a su alrededor. Si eso es así, y Elisabeth pudiese oírme, si yo pudiese transmitirle energía…

—Sheila, no creo en estas cosas.

—Ya. Lo respeto, pero… ¿tienes algo que perder?

—No. De acuerdo, pero hazlo antes de que venga su madre.

—Vale.

Me acerqué a la cama y coloqué con mucho cuidado las palmas sobre la frente de Elisabeth. Había probado en otras ocasiones la imposición de manos. Era útil a modo de terapia para aliviar dolencias crónicas, pero no sabía si serviría de algo en un caso como este. Repetí varias veces la imposición y traté de transmitir a Elisabeth fuerzas y ganas de vivir. No estaba segura de que fuera a ser útil, pero al tercer intento empecé a impregnarme de ella. Era como si me estuviera transmitiendo información. En un momento dado, y para sorpresa de su padre, hubo algo, una frase, que brotó de mí casi de forma inconsciente.

—Steven, ¿tiene algún sentido para ti la frase «Vas a verme actuar»?

Las lágrimas inundaron los ojos de Steven como nunca lo habían hecho antes.

—Dentro de quince días Elisabeth tenía que bailar en un festival de jazz. Le hacía muchísima ilusión que fuese a verla.

Creo que fue entonces cuando Steven dejó de dudar de mí, y, aunque estaba asustado, no le quedó más remedio que creerme. Pasaron un par días y yo debía regresar a mi trabajo en Londres. Triste, porque la situación no parecía mejorar, me despedí de Steven y de su exmujer. Me acerqué a la cama con la intención de darle un último beso a Elisabeth, y entonces, para sorpresa de todos, abrió los ojos. Sus padres, felices y emocionados, se le acercaron con ganas de abrazarla. Pero ella, sin apenas prestarles atención, me miró fijamente y, sonriendo, me dijo:

—Muchas gracias, Sheila.

Nadie, excepto Steven y yo, entendería jamás el motivo de aquellas palabras.

Editora española, Laura Falcó Lara estudió Filología Inglesa y Dirección de Empresas, siendo directora de varios sellos del Grupo Planeta, como Martínez Roca, Minotauro, Timun Más, Cúpula, Esencia o Zenith.

Además, Falcó Lara es colaboradora de programas como La rosa de los vientos y en 2012 publicó su primera novela, Gritos antes de morir.

BOOK: Gritos antes de morir
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