Guardapolvos

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Authors: Martín de Ambrosio

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BOOK: Guardapolvos
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Martín de ambrosio

Guardapolvos

Sexo y mentiras de hospital

De Ambrosio, Martín

Guardapolvos : sexo y mentiras de hospital . - 1a ed. - Buenos Aires : Planeta, 2012.

E-Book.

ISBN 978-950-49-1880-6

1. Narrativa Argentina. 2. Relatos.

CDD A863

Diseño de cubierta: Juan Ventura

Foto de cubierta: Luis Sens

© 2012, Martín De Ambrosio

Todos los derechos reservados

© 2012, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.

Publicado bajo el sello Planeta®

Independencia 1682, (1100) C.A.B.A.

www.editorialplaneta.com.ar

Primera edición en formato digital: julio de 2012

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-1880-6

INTRODUCCIÓN

(CON PERDÓN POR LA EXPRESIÓN)

Mitos de hospital

Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia.

Jorge Luis Borges,

«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius».

El sexo no es para gente escrupulosa. El sexo es un intercambio de líquidos, de fluidos, saliva, aliento y olores fuertes, orina, semen, mierda, sudor, microbios, bacterias. O no es.

Pedro Juan Gutiérrez,

Trilogía sucia de La Habana.

… tengo tanto que contarte, mi termo fue testigo.

Publicidad radial de Lumilagro.

—Se me ocurrió este libro porque está el mito de que los médicos son fiesteros y yo quería…

—(interrumpe) ¿Qué mito? Es la más pura realidad.

—¿No te casarías con un médico?

—¡Ni en pedo! ¿Estás loco?

Diálogo

Los protagonistas de este libro son médicos.

Lo que estos médicos llevan en sus valijas no es el previsible estetoscopio sino elementos más exóticos, que poco o nada tienen que ver con su ciencia. ¿El destino? Hipotéticos juegos de seducción, que pueden esperar a la vuelta de la esquina, o del quirófano.

A su lado, arriba o abajo o de costado, como coprotagonistas
partenaires
aparecen señoras mayores, amigas, médicas, abuelas que comparten la cama con un mismo hombre.

Jóvenes residentes.

En ocasiones, especialistas de nivel de congreso internacional. Personas con vidas duplicadas, triplicadas; que forman relaciones entrañables o no, pero al cabo fugaces.

Y pacientes a los que, en fin, no les duele nada, pero mire doctora, vea lo que tengo acá.

El escenario es más bien insólito. Ascensores, terrazas, baños, salitas, consultorios, hospitales, clínicas y sanatorios de toda laya. Allí se envuelven y desenvuelven todas las historias que siguen a continuación y que son reales: fueron contadas por los médicos, generalmente protagonistas, o implicados directamente en los sucesos como testigos. Los nombres, las circunstancias y algunos datos aledaños fueron modificados
ex profeso
para que la identificación de los protagonistas fuera virtualmente imposible (y si alguien se sintiera aludido es meramente porque las historias se repiten; no, doctor; no, doctora, no estamos hablando de usted).

Por supuesto, la idea primaria no fue narrar meramente la anécdota que podría agotarse en unas pocas líneas y dejar todo en poco más que una serie de episodios de escatología más o menos explícita; se tratará en lo posible de ir un poco más allá y ver qué indicio hay en lo sexual, en ciertas prácticas socio-sexuales, respecto de la condición humana.

El sexo es, posiblemente, una de las actividades más llamativas de la especie ya que, a diferencia de otros animales —por la intermediación cultural—, deja de ser de uso sólo reproductivo y se transforma en una actividad altamente recreativa y que hasta puede inducir a la sociabilización («cogiendo se conoce gente», dicen por ahí). Para muchos, mezclada o no con el amor —a fin de cuentas, habría que ver en detalle qué diferencia una cosa de la otra ya que se parecen tanto pero tanto— puede incluso ser hasta la actividad central de la vida.

¿Hay algo más importante que el sexo, que el amor? Dolina escribió y cantó alguna vez eso de que «la vida vale menos que el amor»; algo que el apenado joven Werther creyó literalmente, lo que lo hizo obrar en consecuencia, no como otros; desde el rítmico vallenato, el colombiano Carlos Vives cantó «tienes la llave de mi corazón, yo te quiero, más que a mi vida porque sin tu amor, yo me muero». Bertrand Russell escribió que un momento de esa emoción vale por el resto de la vida. Y Borges, pensando en otras batallas, pero qué más da: «Qué importa el tiempo sucesivo si en él / hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde».

Para muchos de los que cuentan las historias que se vienen a continuación, el sexo es el eje de sus vidas. Para la mayoría. Para otros, en cambio, se trata de algo que han ejercido tal cantidad de veces que se ha transformado en banal, tan secundario como lavarse los dientes.

No es la intención de estas páginas hallar ningún afán condenatorio ni acusatorio desde moral alguna. Tampoco exaltar nada. Si esa, digamos, neutralidad se consigue, se habrá logrado la descripción de un cierto tipo de prácticas en un lugar y tiempo limitados; si además se obtiene al menos un indicio del comportamiento humano general, sus motivaciones, sus intríngulis y contradicciones (su esencia, si nos ponemos de repente filosóficos), habrá que ir enfriando el champán y dándole lustre a las copas. Y entre todas esas pretensiones, quizás aparezcan algunas historias de vida con base sexual (como si alguna no la tuviera, por acción o por omisión).

¿Por qué un hospital, por qué médicos? El hospital es un lugar de encierro, una comunidad cerrada quizás a la manera foucaultiana, pero con poros que permanentemente exudan, lo que lo diferencia de las cárceles cuyo goteo externo es menor, y de los conventos de clausura, que es casi nulo. Es una comunidad particular, en constante contacto con los cuerpos y con lo brutal de la escatología: las dos puntas del segmento de tiempo en que transcurren las vidas quedan ahí confinadas; y también se ven las causas eficientes que llevan más o menos rápido a uno y a otro extremo, que otros llaman enfermedades. La obvia metáfora biológica es la célula, pero las células se reproducen de un modo asexual, se dividen, con simpleza, para así multiplicarse. En el hospital no, las personas no se dividen para multiplicarse sino que muchas veces recurren a un encastre quimérico con otros fines que los reproductivos; trataremos de indagar cuáles. Nacimiento, muerte, enfermedades reales o míticas, todo sucede allí y recibe interacción e interpretación médica.

Sobre las guardias médicas —esos períodos de 8, 12, 24 o más horas en los que los doctores tienen que estar atendiendo, o listos para atender, en el tiempo que les lleva cambiarse y despertarse de súbito si se trata de una madrugada de invierno— se dicen muchas cosas: que son un viva la pepa, que médicos, enfermeros y afines se las pasan de fiesta en fiesta, que corre el alcohol y las drogas caminan, que las enfermeras esto, que los pacientes desequilibrados lo otro. Es en la entretela de esos discursos que debería pasar cierta realidad con la cual cotejar qué tan ciertas son las historias o qué tan mitológicas resultan.

Como el cuco, como el policía, como el hombre de la bolsa, el médico es desde siempre un ser mítico que viene a suplir las carencias pedagógicas de los padres, mediante la real ayuda de agujas, vacunas mal colocadas y que dejan cicatriz, jarabes horripilantes y pastillas enormes que tragar cada ocho horas. En las infancias tardías al borde de la adolescencia también se juega al médico, divertimento que da una licencia para descubrir los cuerpos y explorar el de la vecinita (o vecinito) con un placentero grado de impunidad, y con plena conciencia de que se transita un camino morboso, prohibido, aunque no esté claro cuál es exactamente. Y a partir de la adolescencia, y de las revistas de consumo para el onanista amigo que llevamos dentro del bolsillo, el disfraz de enfermera o médica se antoja sensual, no menos que el de las colegialas en jumper, las monjas listas para el desacato de la ley divina, o de las mucamas prestas a engañar a «la señora» y acostarse con el señor.

Imaginario y praxis médica es lo que se buscará unir o desterrar a lo largo de los testimonios que conforman este libro. Pero a la praxis se llega atravesando el imaginario que les da sentido a los hechos, que los filtra como por un delicado tamiz. Es decir, para ser claros, en este caso el trabajo de cronista no fue ser testigo de ninguno de los hechos narrados en estas páginas, ni protagonizar nada, Dios nos libre. El cronista no estuvo en ninguna guardia salvo cuando se quebró y dobló al mismo tiempo en singular tirabuzón el dedo gordo del pie derecho en el área propia durante un partido de fútbol que mejor olvidar, y comprobó no sólo el tenor quebradizo de ciertas amistades sino también qué pasa cuando un pobre residente de la guardia de traumatología no puede solucionar un asunto relativamente simple de domingo a la noche y tiene que recurrir a un experimentado jefe que llega de aburrido civil con su hijo comiendo caramelos masticables como estudiante universitario yanqui, quizá luego de haber navegado por el Tigre, y soluciona en un tris un problema que llevaba largo rato de tiras y aflojes y pinchaduras de anestesias que no calman el dolor.

La mitad de los amigos médicos contactados se mostraron divertidos y contaron historias protagonizadas o referidas; la otra mitad, o menos, quizá deba decir un tercio, dijeron que no, que estaban ocupados trabajando, que en los hospitales privados es distinto, que no vivieron nada así, que no sabían, que están casados, que no. No será de la vida de estos últimos —ni siquiera los retazos a los que puede aspirar una crónica— de lo que se ocupen estas páginas.

En los últimos años, la televisión, sobre todo la norteamericana (es decir, mundial, preparada para el mercado global), gran mitificadora, ha descubierto el filón de historias que pueden desarrollarse en los hospitales, con médicos como protagonistas. Desde el
E.R.
con el imán de George Clooney como médico objeto del deseo hasta la desenfrenada enfermera de
Nurse Jackie
, que como Gregory House es adicta al Vicodin pero sobre todo a la más nueva y popular versión de las anfetaminas, conocida como Aderall. Como es la última de la estirpe de la tv-hospitalaria, Jackie tuvo que empezar con los tapones hacia delante: en el primer capítulo cambia sexo por droga, para que vayan llevando. La intención no es sólo mostrar lo que estaba más o menos oculto bajo las luces de los médicos estrellas que salvan vidas con su diligencia, la tecnología o su mero pensamiento: las que soportan la estructura del sistema son las descendientes de aquella sacrificada Florence Nightingale y está más que probado que su presencia o falta contribuye de un modo decisivo a la supervivencia del paciente. Pero drogarse, no. La Asociación de Enfermeras del Estado de Nueva York no tomó a bien que Jackie (interpretada por Edie Falco) se salteara alguna que otra barrera ética y fuera tan pero tan drogadicta: le pidieron a la cadena que emite la serie —Showtime— la colocación de una leyenda al final de cada capítulo que indicara que nada de lo que se vio es cierto, algo así como que la ficción es ficticia. La respuesta fue: la gente sabe la diferencia entre ficción y documental, no molesten. Supongamos que sí, pero también saben qué es la creación de un estigma.

El sexo en el ya mencionado
Doctor House
(seguramente, el mejor de su estirpe), en cambio, es dosificado, módico, británico, igual que el acento que el gran Hugh Laurie se esfuerza con éxito por disimular. Como en el personaje del huraño jefe de departamento de enfermedades extrañas del Hospital Princeton-Plainsboro, el sexo en esa serie está hecho a la imagen y semejanza de otro detective —violinista él y amigo de un médico esta vez— y hay pocas o nulas escenas amorosas y/o sexuales de Sherlock Holmes: los guionistas fueron al principio tímidos a la hora de escribir cómo podía tener sexo el antisocial. A medida que pasaban los capítulos se supo que el malo de Gregory House no iba de putas —ya se sabe su dificultad para el movimiento apoyado en un bastón— sino que las recibía al lado de su piano de cola. Sexo higiénico, como el de la cárcel, alimento para el cuerpo y no para el alma del torturado, irascible, egocéntrico y genial imposibilitado que es House. De todos modos, a medida que entraban en calor los guionistas le dieron de beber algo de la medicina del amor, por llamarlo del modo más cursi posible, que lo habilitó para decir las frases más geniales, y más hirientes, a la salida de un beso. Los jóvenes de la serie, sin tanto barullo emocional aunque con algún pasado también oscurecido por el error, como la rubia Cameron —con cierta tendencia a enamorarse de personas con problemas de salud o directamente enfermos terminales— y el australiano Chase, lo hacían sin problemas mientras revisaban casas de los pacientes para descubrir tóxicos. En las sucesivas temporadas se incorporó «Trece» con una memorable escena de lesbianismo y luego una relación (in)estable con el negro Foreman. Algo del sexo del propio Gregory House con la jefa del hospital fue en sueños y como producto alucinatorio de drogas. La carta de llevar ese sueño a la realidad se la jugaron en la última temporada, me comentaron.

En cambio, en
Grey's Anatomy
se muestra una estudiantina, es decir, a un conjunto de médicos recién recibidos, como apenas salidos del cascarón, que continúan en grupo como secundarios. Y es obvio que, más allá de un examen u otro (aquí: el tratamiento de un paciente o la muerte de otro), van a pasar buena parte de su tiempo revolcados y probando variantes contra los lockers de los vestuarios.

En el Perú también existe o existía una serie de médicos, llamada «Clave uno, médicos en alerta», que narra, según información de prensa, crisis emocionales y romances secretos de los médicos, enfermeras, auxiliares y pacientes en una sala de emergencia de hospital, incluido un triángulo entre un cirujano casado, una emergentóloga y su novio cardiólogo; el puesto de sex symbol le corresponderá al traumatólogo. No sólo en Hollywood y aledaños se cuecen habas y romances de médicos. Y no es que la vida imita al arte sino que ambos amasan lo que por convención se llama realidad.

Todos en busca, en esencia, de un orgasmo. Pero. Qué estricta necesidad biológica hay de que exista el sexo con orgasmo: ninguna. A simple vista, al menos.
1
Pero a partir de ese
non-sense
evolutivo se construye toda una forma de relacionar e incluso jerarquizar a la humanidad que excede la mera reproducción. O la diversión, claro. ¿A quién puede interesarle hoy la evolución si podemos pasarla bien? Además, está documentado el hecho de que muchos cambios biológicos no aparecen por una necesidad sino que hasta pueden anticiparse al cambio del medio ambiente que es el único que regula qué sirve y qué no. O existir lo que llaman «deriva genética» —defendida por uno de mis darwinistas preferidos del siglo XX: el japonés Motoo Kimura, fallecido el día de su cumpleaños número 70
2
— que mantiene alteraciones genéticas sin un fin determinado porque no atentan contra la supervivencia, es decir, son neutras desde el punto de vista de beneficiar o no a sus portadores en el momento en que se producen. Es el azar dentro del azar de la existencia. Mucho para los que se mueven en el terreno del determinismo y la causalidad. Quizás entonces el orgasmo es azaroso, discúlpenme.

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