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Authors: Martín de Ambrosio

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Guardapolvos (10 page)

BOOK: Guardapolvos
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Otra vez, otra historia en el mismo sentido de la ignorancia. Viene una pareja a hacer una consulta por infertilidad, yo estaba de casualidad en el consultorio con la ginecóloga y le hace preguntas de rutina hasta que llega a una. Díganme las posiciones en que hacen el amor. Por el culo, responden. Siempre, pregunta la ginecóloga. Sí, responden. Bueno, respira ella, así nunca va a quedar embarazada. Viste, Negro, dijo la mujer de la pareja, ya me parecía que había algo que no estábamos haciendo bien, dice. Mientras Juan me contaba esta historia me acordé de un cuento que no escribí (o que escribí pero tuve la precaución de no publicar) cuyo argumento salió publicado como noticia un par de años después: una pareja de alemanes fue a una consulta porque ella no quedaba embarazada; a la hora de las preguntas de rutina confesaron que no hacían nunca el amor, que nunca lo habían hecho, que eran vírgenes, que querían seguir siéndolo pero tener un hijo; lo que pasaba es que no habían establecido relación causal entre el hecho de ese disgustante contacto de fluidos con la paternidad (después de todo es una causalidad bien alejada: pasan como nueve meses entre la causa y el efecto y a quién se le ocurre). «Causalidades» le había puesto de título al cuento y lo había escrito bajo el influjo de David Hume, con perdón.

En otra guardia, le contaron a Juan que una mujer tejía sus propios preservativos. Sí, los tejía con un hilo de algodón, explicaba que hacía un punto muy fino para que no pasara el semen, los usaba tres veces con su marido, luego de lavarlo bien entre coitos, y después los tiraba y volvía a tejer otro. Y no se explicaba cómo es que pese a tomar el recaudo que indicaban los manuales igual quedaba embarazada.

Otra vez, sigue Juan como en catarata mientras lee sus apuntes, vino un tipo a preguntar qué había pasado porque estaban fifando por el orto (
sic
) y esta desgraciada se tiró un pedo. Qué tengo, doctor. Diagnóstico: pene con erosión eólica. Como no podía ser de otro modo, Juan tiene una variante de alguien que se pone cosas impropias en agujeros que no van. Una mujer llegó a la guardia porque le había quedado adentro el frasquito de un esmalte de uñas. Lo curioso, lo diferente, es que era dictadura militar. Y el problema de la mujer, más allá de tener que soportar una anestesia y una incisión para extraer el objeto, fue una pregunta que ella deslizó, muy mortificada: ¿doctor, me van a denunciar a la policía por esto? Signo de época.

Hasta que llega el episodio terrible que te decía del sexo con la paciente paralizada. Yo ya estaba en la residencia del Clínicas. Sí, ella consintió, pero se armó un lío grande. Él era una mente brillante, tenía que estar muy alterado se ve. Está bien que se hacen muchas horas de guardia y hay cirugías que duran más de diez horas, pero igual hay que estar un poco mal del bocho, qué sé yo, dice, llamá a una prostituta y pagale en todo caso. El tema es que el hecho trascendió porque la madre de la chica, que había sufrido un accidente que la había dejado así, lo denunció. El que lo salvó fue un famoso político, médico y político del que no te puedo decir el nombre. Lo denunciaron y en el colegio de ética podrían haberle impedido ejercer su especialidad y arruinado la vida. Yo le pregunté a ese político por qué lo había salvado si justamente el cirujano en cuestión era su enemigo y en otros tiempos, complicados políticamente para él, lo había perseguido y denigrado. Era justo la chance de vengarse casi como si no se vengara, haciendo digamos justicia, con un simple
laissez-faire
. Y me responde, cuenta Juan: «Porque quiero que sepan que tengo tanto poder como para perdonar a mis enemigos sin que me importe particularmente». Guau, me sorprendió, dice Juan. Sigue con el caso: este médico, el cirujano que tuvo sexo con la hemipléjica, me dijo que había tenido una cirugía de doce horas, y es muy común que después de eso los cirujanos quieran sexo. Esa paciente se había mostrado atraída por el doctor. El pabellón en el que estaba quedaba abajo, desanda la escalera, le hace el amor ahí en la misma cama de la paciente, que tenía una parálisis muscular, pero no sensitiva, aclara. Una locura, él era un tipo de 30 y pico, apuesto e inteligente, pero es irracional el tema, quería coger y ya, va y coge. La madre lo denuncia y tiene la mala suerte de que quien está de turno era una secretaria que no lo quería y le aceptó la denuncia, porque, si no lo hacía, eso moría ahí, corporativos como somos los médicos; funcionamos como una mafia, dice.

Tengo más casos, dice Juan, mientras relojea su listita, anteojos de por medio. Otro: teníamos un becario de Cartagena, de Colombia, que tenía una facilidad increíble para la conquista. Viste los aires caribeños. Se había ganado a la hija de una paciente que después tuvimos que operar y nos pasamos toda la cirugía hablando y bromeando que operamos a tu suegra, que vos con la hija no sé qué. Toda la cirugía. Al otro día, durante la recorrida habitual que se hace con los operados, salta la vieja y dice «bueno, entonces quién es mi yerno». Fue curioso porque es algo que no pasa muy a menudo. Es así: los anestesistas te dan tres tipos de drogas, una para paralizarte los músculos, otra para anestesiarte y que no te duela, y la última para dormirte. Por ahí sucede que el paciente no siente dolor y está paralizado pero en algún sentido despierto, con algo de conciencia. Cuando esta señora nos dice aquello de que quería saber quién era su yerno nos quedamos todos sorprendidos. El jefe se hizo el boludo, preguntó si había alguien que estuviera implicado, nadie dijo nada y seguimos de largo. No pasó a mayores porque la señora no lo tomó mal, más que nada le causó gracia.

Otra vez había habido un accidente y yo subí a preparar un quirófano de emergencia, mientras, me dijeron, estaba por llegar el anestesista. Para acelerar las cosas subí a pasar algunos elementos de una sala a la otra. Entro en el quirófano del sexto piso y qué me encuentro, me encuentro al anestesista dándole con todo a una instrumentadora sobre la misma mesa de operación. Si acaso los encontraba cualquier otro se armaba un escándalo. Pero yo me pregunto qué necesidad, si hay un telo a dos cuadras. Está bien, la instrumentadora era hermosísima, todo el mundo quería darle, pero qué necesidad.

Después está la historia del profesor doctor Juventus, que buscaba levantar cualquier cosa. Casi al nivel de una perversión. Toqueteaba a las residentes de primer año que no sabían cómo reaccionar por la jerarquía del tipo. Y si reaccionaban bien, se las cogía. En esa época había la leyenda de que en toda vagina había una bacteria que decía «acá estuvo el doctor Juventus». Era, de cualquier modo, un cirujano extraordinario.

Es una obsesión, un complejo, eso de tener siempre que actuar como un macho total. Porque en ese ambiente de ocho o nueve personas que es el quirófano de qué se habla. De qué. De coger. A quién, con quién, que cómo estuvo, que qué tal hace tal una u otra cosa. Yo, te aclaro, no soy Heidi ni una carmelita descalza pero si necesitás tanto hablarlo es que hay algún problema psicológico, o freudiano o lacaniano, algo raro, algún problema. Es algo que vi en todos los lugares en los que estuve. Por qué contarlo. Para qué. Parece que les gustara más que hacerlo. Es, sí, como el chiste del tipo que está en la isla con una chica hermosísima y después de unos días o semanas a todo trapo con ella, comienza a sentirse mal y le pide que se dibuje unos bigotes para así, como amigo, poder contarle sobre la terrible mina que se estaba cogiendo. Es un exhibicionismo, dice. Está bien que si yo pudiera estar con Charlize Theron, te lo tendría que contar, pero si es cualquiera no. Es raro, dice.

Más que entre cirujanos e instrumentadoras, dice, he visto mucho de cirujanos con enfermeras y secretarias. Ésa es mi experiencia.

Un caso terrible que vivimos fue el de un médico de ascendencia armenia. Un mujeriego impresionante que desde luego engañaba a la mujer. Contaba que amaba a su mujer pero que necesitaba el sexo alternativo. Un día la mujer lo descubrió porque él, no se sabe por qué, fue con su amante al bar de enfrente al colegio de los chicos donde sabía que su mujer los iba a buscar. A los dos días se dio un escopetazo. Obvio que se ve que tenía problemas de antes, pero inconscientemente quería ser descubierto. Andá a saber qué cosa le pasó por el marote.

Otra historia, ahora con el Viagra. Vos sabés cómo funciona, si la erección no cede puede hacerse una isquemia por obstrucción y llegar a un infarto de pene. Esto le pasó a un jefe de cardiología, un tipo de 60 años, y no con su mujer precisamente. Esperó un rato a ver si se le pasaba pero no, así que tuvo que ir a emergencias: si no te tratan el tema a tiempo, se te cae la verga, es grave el tema. Fue al propio hospital donde trabajaba y cuando lo curaban entre gritos de dolor llegó la mujer; tuvieron que inventar una historia distinta para que zafara. Como dice Platón en
República
,
hay que hacer las cosas a la edad indicada. Es una serie de locuras las que te cuento que demuestra como una psicosis, embarazan secretarias, casi no les importa eso que se define por la sigla
hiv
, no tienen conciencia de las enfermedades, casi no se cuidan, o no les importa.

La última historia de las que me anoté sucede en París, donde trabajé dos años. Mi jefe era un italiano que era un genio. Todas las noches a las 23 llegaba a buscarlo una mujer distinta. Cada noche. Rubia, morocha, francesa, argelina, polaca. Él me decía: tengo a mi familia en Bologna pero mis seres queridos están en París.

Una vez me invitó a una fiesta. Yo andaba sin un peso así que no había tenido oportunidad de recorrer mucho. Me llevó a un lugar cerca de donde estuvo la Bastilla, un barrio que yo no conocía. Me mostró una rubia. Te gusta, me dijo, dice. Sí. Es un hombre. Puaj. Por qué te da asco, me dijo, la belleza es la belleza. Era así el tipo. Cuando me presentó todo formal a su equipo, dijo, en voz alta, esta doctora de la bretaña francesa es especialista en chuparla y le gusta mucho hacerlo. Era un cirujano que vivía una vida desenfrenada. Algo que no vi nunca acá. Murió muy joven, tipo 54 años años, casi la edad que yo tengo ahora.

Bueno, le digo, muchas historias de otros, pero poco de vos. De mí. Sí, de vos. Arranca y dice, nací en el barrio de Almagro, hijo de inmigrantes que llegaron acá cuatro años antes de que yo naciera. Cometí el grave error de casarme antes de terminar la residencia, pero eso terminó al año. Me desperté un día y dije qué hago con ésta. Era médica ella. No la preñé ni nada. Me volví a casar con una fonoaudióloga; a los siete años la preñé, me tomé mi tiempo. Nos casamos. Estuvimos quince años juntos y tuvimos dos hijos más. Pero después de los chicos, la convivencia se volvió mortal. Debo ser yo que soy medio psicótico para la convivencia. Y que no me importan ciertas cosas. Calculá que tengo un auto del año 98, lo que no es síntoma de éxito económico. Si te casás por tercera vez, ya sos un pelotudo importante. Pero empecé una nueva convivencia y el prepago no cubría a mi mujer si no estábamos casados, así que me casé de nuevo, sin fiesta alguna. Tengo otro hijo con ella. Ahora, si fallo en esta convivencia, ya sólo me va a quedar la oveja Dolly o un travesti. La verdad es que no puedo vivir solo. Un poco he aprendido a pilotear el dificilísimo arte de la convivencia.

En cuanto a mis historias de sexo en guardias y demás te voy a contar tres:

1. Estaba en la guardia. Semana santa de 1980. Los cuatro días seguidos laburando. Estaba harto. Totalmente alterado. Llega la tarde del domingo una chica con una convulsión. Una rubia impresionante, ojos celestes como para que se te caigan los calzoncillos. Yo tenía 24; ella, 27 o 28. Se le pasó la convulsión. Hablamos y me dijo que consumía cocaína y algo más que no recuerdo. Vivía con un tipo de sesenta y pico de años que la mantenía. No me importó, yo estaba derretido. La cité para seguir su caso por consultorio. En un momento me dijo qué dulce y suave sos y me agarró la mano. Yo sudaba tinta, dice. Mirá, le dije, acá a dos cuadras tenemos un telo al que vamos todos los médicos. Fuimos. Cogimos. Al terminar le digo que podía ser algo de una vez o ser otra cosa. Depende de vos, le dije, dice. Ella se reviró. Mi vida es mi vida, me dijo. Así que así terminó. Era una mujer espectacular de las que decís quién se coge a semejante camión, porque alguien hay. Yo tuve suerte, me aproveché de una debilidad, ella es de la Premier League y yo soy de Primera C.

2. Estaba en Francia. Llevaba tres o cuatro meses hasta que apareció una residente nueva, francesa del interior. La invité al cine. Sí, me dice. Vimos la película y a la salida me dice dónde cogemos, en tu casa o en la mía. Porque no me invitaste al cine para ver la película solo, ¿verdad? Yo me quedé mudo. En la Argentina de los años ochenta se estilaba de otro modo, había que invitar al cine, a comer, así que me resultó rarísimo que me encarara así. Fuimos a la casa. Estuvimos juntos casi un año. Cuando le dije que tenía que volver a mi país, la despedida fue sin histeria, sin llantos, me impresionó su frialdad. Dormía con ella todos los fines de semana, algo que para mí que vivía en una habitación sin baño era un lujo asiático. Es una historia que aquí sería impensable, las latinas son más pasionales. Jamás me dijo que me quedara, jamás me habló de noviazgo, nada, dice mientras se le ilumina la cara por el recuerdo.

3. Fue en la escuela de ayudante de fisiología. Había una alumna hermosa con la que estudiaba. Ella tenía un novio que jugaba en la selección argentina de hockey. Una noche, de estudiar pasamos a besarnos y a coger en el living con los viejos durmiendo en la pieza. Yo, un descerebrado. Si el viejo, un gallego total, se levantaba y nos veía, me mataba. Cuestión que ella abandona al tipo de la selección de hockey y comienza a salir conmigo. Un día tuvimos un accidente, se rompió un forro y ella quedó embarazada. Le pregunté si lo quería tener y me dijo que no. Año 1976 en la Argentina. Fui directamente a la cátedra de ginecología y la encaré a la propia directora: si no sabía de alguien que hiciera abortos. Me miró muy raro, claro, no teníamos ninguna confianza. Pero me dijo que sí. Me mandó a Aráoz y Güemes, a la vuelta de la comisaría. Entramos, el médico nos pregunta si estamos convencidos de lo que vamos a hacer. Dijimos que sí y lo hicimos. Yo había juntado plata por todos lados, eran como si te dijera ahora 3.000 pesos, un poco menos de mil dólares. Pedí plata a amigos, vendí libros caros que tenía para estudiar, justo era mi cumpleaños así que a todo el mundo le pedí plata. Por suerte el aborto salió bien, no hubo ningún problema. Eso sí, al otro día ella me dijo hasta acá llegamos, no nos veamos más.

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