Se conocen muy pocos datos de esta joven rubia de ojos claros y rostro dulce y afable. Si bien existe alguna impronta de quién era físicamente, en relación con su biografía personal antes de enrolarse a las filas de las
Waffen-SS
, todo queda reducido a que nació el 4 de mayo de 1919 en Jablonné v Podjestédí, localidad conocida como Deutsch Gabel (Checoslovaquia).
Si ahondamos un poco más, esta ciudad se encuentra a los pies de las Montañas Lausitzer al norte de la actual República Checa y tiene aproximadamente 3.700 habitantes. Durante los años del conflicto bélico mundial miles de alemanes sitiaron su residencia en esta población, donde apenas 200 checos participaban de las funciones propias del pueblo.
Conociendo estos detalles, no es de extrañar que Hildegard Neumann terminase cayendo en las redes del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, inscribiéndose posteriormente en alguno de los grupos femeninos nazis. La afiliación a la causa ultraderechista le sirvió para iniciar una vertiginosa incursión en las diversas e imprescindibles tareas que toda camarada debía cumplir.
En primer lugar, y como ocurrió con todas y cada unas de estas guardianas-criminales, la parada iniciar para alcanzar un buen entrenamiento acorde con las necesidades del Gran Reich Alemán era el campo de concentración de Ravensbrück. Neumann llegó en octubre de 1944 y conoció a compañeras tan famosas como Dorothea Binz, Erna Rose o Elsa Erich. Su instrucción fue intensa y de lo más severa, no solo por el adiestramiento diario sino por las zancadillas que encontraba a su paso. Todas querían brillar por encima de las demás y llegar a ser supervisoras en jefe. Pero la táctica empleada por Hildegard fue mantener una buena conducta para con sus superiores. Aquella actitud le valió que en poco tiempo y antes de acabar el año, fuese ascendida a
Oberaufseherin
.
Junto con algunas de sus más sádicas parteners, como Dorothea Binz entre otras, compartió charlas y métodos de tortura que posteriormente pondría en práctica sobre sus prisioneras. Y como recompensa a su «buen hacer» fue trasladada hasta el campo de concentración y gueto de Theresienstadt. Aún no había comenzado el año 1945 e Hildegard Neumann tenía la suerte de cara. En poco menos de tres meses había conseguido el reconocimiento de las altas esferas con un nuevo destino para demostrar por qué debería tener una medalla en su pecho.
Aquel centro de internamiento, Theresienstadt, en realidad era el nombre en alemán de la pequeña población fortificada de Terezin, ubicada a unos 55 kilómentros al norte de Praga. Durante el mes de noviembre de 1941 se transformó en un gueto donde se reunirían los judíos más notables de Alemania, Holanda, Dinamarca y Checoslovaquia, además de artistas de Bohemia y Moravia, y unos 15.000 niños. En los cuatro años que Theresienstadt permaneció operativo, cerca de 140.000 personas fueron transportadas hasta aquel lugar. Mas aquel campamento era en realidad una especie de pantomima, ya que a los ojos del mundo, se trataba de una ciudad ideal donde judíos con cierta relevancia social eran al parecer confinados para obtener «protección y toda clase de cuidados».
Theresienstadt cumplía dos objetivos: por un lado, dar una imagen al resto de naciones de que los judíos no eran asesinados tal y como publicaban todos los rotativos internacionales; y por otro, para las continuas visitas que la Cruz Roja realizaba con el fin de buscar alguna prueba que pudiese demostrar que el gobierno nazi estaba cometiendo genocidio contra la población semita.
Cuando la vigilante Neumann entró por primera vez en este disfrazado campo de concentración, se topó con el cartel de
Arbeit Macht Frei
(el trabajo libera) y con una especie de urbe a pequeña escala donde las calles y plazas tenían nombre y numeración, donde existían jardines, biblioteca, guarderías y escuelas, e incluso numerosos comercios —desde talleres de sastrería, orfebrería o carpintería—. El
Krunen
se convirtió en la nueva moneda de dicha localidad y todo para enmascarar una terrible realidad. Por decirlo de algún modo, Theresienstadt cumplía un papel destacado en el lavado de cara nazi ante las presiones mundiales del resto de gobernantes y medios. Ahora bien, los crímenes se sucedían lejos de la mirada atenta de la Cruz Roja o de cualquier representante político. Aunque nos cueste creerlo, la ferocidad practicada en su interior no tenía nada que envidiar al de Auschwitz o Bergen-Belsen.
En menos de seis meses Hildegard Neumann había dejado la impronta del sadismo en la piel de miles de prisioneros gracias a su látigo. El pánico que infundía corría como la pólvora en aquella pequeña ciudad de falacia. La truculencia desplegada por la susodicha hizo mella incluso en sus propias camaradas, entre diez y treinta SS, que ayudaban a la supervisora a vigilar en torno a 20.000 reclusas judías. Aquellas féminas nazis sabían que si su «jefa» les pillaba incumpliendo alguna de sus órdenes, no dudaría en ser igualmente despiadada con ellas. Las flagelaciones eran uno de sus martirios preferidos. Lo aprendió en Ravensbrück gracias a las instrucciones recibidas en el famoso búnker.
A partir de ahí la principal tarea de Neumann en Theresienstadt consistió en observar a las internas en todo momento. Bien fuese mientras trabajaban en los Kommandos, durante el traslado que hacían a otros campos y, por supuesto, en el interior del guetto. Nadie se libraba de ser escrupulosamente inspeccionado.
Asimismo, y como destacaba anteriormente, la
Oberaufseherin
se ganó la simpatía de sus superiores y en especial del superintendentente Hans Nelson, con quien colaboró conjuntamente. Gracias a él, Hildegard ayudó en la deportación de más de 40.000 mujeres y niños del campo de Theresienstadt al de Auschwitz y Bergen-Belsen, donde serían asesinados.
Unos días antes de que el campamento fuese entregado a la Cruz Roja y de que las tropas rusas lo liberasen —hablamos del 3 y del 8 de mayo de 1945 respectivamente—, Hildegard decidió huir. Con más de 55.000 muertes a sus espaldas, la guardiana nazi jamás fue enjuiciada por los crímenes de guerra ejecutados.
A partir de entonces muchas han sido las conjeturas establecidas: algunos expertos apuntan a que murió durante su éxodo, y otros que se cambió de nombre y que se mudó al otro lado del charco. Sea como fuere, no sabemos cómo ha podido sobrellevar el pesado lastre del crimen durante todos estos años y si a día de hoy sigue viva. Nos quedaremos con esa incertidumbre.
Esta supervisora de campamentos de prisioneros nazis nació el 29 de enero de 1922 en Danzig-Langfuhr, uno de los municipios ubicados al norte de la ciudad polaca de Gdansk. Desde entonces y hasta la invasión alemana de Polonia en 1939, nada se supo sobre su vida personal. No se le conocen progenitores o hermanos, tampoco el nombre de los colegios donde estudió. La pista sobre Steinhoff aparece cuando el Tercer Reich inicia su demoledora ocupación en poblaciones polacas. Es en aquella época cuando descubrimos datos especialmente reveladores.
Contrae matrimonio con un conductor de tranvía y tiene un hijo —de los que jamás se supo nada—, y trabaja primero como sirvienta en Tygenhagen, después como panadera en Danzig para acabar convirtiéndose en cocinera.
Varios años al frente de la restauración en diversos negocios de hostelería le llevan a entablar amistad con algunos de los soldados nazis destinados en la zona de Danzig-Langfuhr. De este modo se entera de que están buscando nuevos simpatizantes que ayuden en las tareas de supervisión de los centros de internamiento y decide alistarse.
El 1 de octubre de 1944 Gerda Steinhoff —cuyo apellido presumiblemente lo asumió tras la boda— se convierte en
Blockführerin
del campo de mujeres SK-III en Stutthof. Allí se responsabiliza de vigilar diariamente a los internos, supervisar el trabajo que hacían y distribuir las raciones de comida. Era responsable de un total de 400 presas. Aquí la joven guardiana se encargó de seleccionar a miles de prisioneros para ser enviados a las cámaras de gas.
Treinta días más tarde sus superiores deciden promocionarla como
SS-Oberaufseherin
y acaban asignándola el campo satélite de Danzig-Holm, desde donde daría órdenes tanto a confinados como a otras supervisoras.
Como vemos, Steinhoff fue recompensada rápidamente en el centro de internamiento con un elevado puesto dentro de la jerarquía nazi. Aquello le costó las envidias de muchas de sus camaradas que veían en ella a una enemiga. Y no era para menos. El 1 de diciembre de 1944 le reasignan a otro subcampo femenino de Stutthof conocido como Bromberg-Ost y que estaba localizado en Bydgoszcz, no muy lejos de Gdansk. Hacia el 25 de enero de 1945 y según órdenes directas del comandante Werner Hoppe, Steinhoff recibe la
Cruz de Hierro
por su lealtad y servició al Imperio germano, por sus grandes esfuerzos en tiempos de guerra.
Aquella condecoración debería de haber sido a la crueldad impartida hacia sus inferiores, porque desde su llegada a Stutthof sus bruscos ademanes y su depravada perversión se difundieron a lo largo y ancho de este campo y de los demás campamentos alternativos.
Gerda llevó hasta el extremo su devoción por el trabajo «bien hecho». Palizas, vejaciones, sacrificios, flagelaciones, asesinatos a sangre fría. Esta clase de atrocidades se hicieron cada vez más necesarias para poner orden e infundir respeto. Cuando el juez le preguntó durante el proceso judicial si había golpeado alguna vez a algún prisionero, Steinhoff simplemente respondió: «llevaba la oficina de todo el campo pero no tenía contacto directo…».
Cuando el 9 de mayo de 1945 el campo de concentración de Stutthof fue liberado, no había rastro alguna de la susodicha. Días antes había decidido regresar a su hogar y continuar con su vida. Por suerte, el 25 de mayo fue arrestrada por funcionarios polacos y enviada directamente a la prisión de Danzig. Permaneció recluida durante un año a la espera de la celebración del juicio: el renombrado
StutthofTrial
.
Tras la liberación de este campo de concentración y por culpa de la cantidad de detenidos que había, se tuvieron que realizar cuatro juicios. Se juzgaron a 84 exfuncionarios nazis.
La primera de estas vistas se celebró en la misma localidad de Danzig del 25 de abril al 31 de mayo de 1946. Durante ese mes se sentenciaron a un total de trece personas, incluida Gerda Steinhoff, quien no paraba de hacer bromas y de comportarse con una actitud de lo más insolente.
El día del veredicto fue declarada culpable y condenada a morir en la horca por abusar sádicamente de los prisioneros y por su participación en las selecciones.
Fue ajusticiada públicamente el 4 de julio de 1946, en Biskupia Gorka Hill, cerca de Gdansk. Tenía 24 años.
Su extrema brutalidad y la fiereza de sus zarpazos le valió el apodo de la Tigresa, mas otros prisioneros decidieron denominarla
Brígida la sanguinaria
. Aquella mujer alta, rolliza, de espeso cabello castaño, gozaba fustigando a los internos que con miedo, ni tan solo se atrevían a mirarle a la cara. Hildegard Lächert parecía un «demonio demente», tal y como aseveraban los supervivientes. Era como si una fuerza maligna se hiciera dueña de su mente y de su cuerpo. Hasta la expresión de su cara tornaba cuando sentía esa violenta necesidad de golpear y asesinar.
Esta temida criminal nazi, de nombre completo Hildegard Martha Lächert, había nacido el 20 de enero de 1920 en Berlín. En cambio, lo único que se conoce de ella es que se dedicó a la enfermería en la capital alemana y que tuvo varios hijos. Dos de ellos antes de los 22 años y justo antes de ingresar en el campo de concentración de Majdanek como
Aufseherin
, y el tercero lo tuvo en 1944 mientras servía en el centro de exterminio de Auschwitz. Pero vayamos por partes.
Apuntar primeramente que Lächert ni siquiera formaba parte del NSDAP antes de ser guardiana, simplemente decidió alistarse a las SS para «ayudar» en el
Frauenlager
(campamento femenino) de Majdanek. Su profesión como enfermera podría servirles de mucho al personal del campo en cuestión. Aunque como veremos, sus tareas se extralimitaron.
Durante sus andanzas en este centro de internamiento algunas testigos como Janina Latowitcz, contaron durante el juicio de Majdanek que Lächert «era como una bestia, hambrienta de sangre». Se trataba de una mujer perversa y retorcida. A pesar de tener dos hijos pequeños, los niños sufrieron los peores maltratos. Era como si les profesase un odio especial. La
Aufseherin
era el «azote sádico del campo», como llegó a argüir otra de las supervivientes.