Entonces, cuando una falange esquelética se disolvía delante mismo del cañón del fulminador, unas manos de hueso le atraparon por la espalda y en un paroxismo de terror abyecto, de abandono absoluto y de la mayor culpabilidad gritó:
—¡Me rindo! ¡Me rindo!
En ese mismo momento, un impacto más profundo que una descarga eléctrica trituró sus nervios. Jarles sintió que todo temblaba en su cerebro que se desgarraba convulsamente, como una máquina arrancada de sus amarras. De repente, su mente empezó a dar vueltas y a girar, hasta detenerse con violencia bajo el impacto de una conmoción.
Su conciencia se oscureció, pero no se desvaneció del todo. Los hilos de la memoria se tensaron al límite de su resistencia, pero resistieron. Sus ojos, cerrados durante el momento crucial, se abrieron por fin.
Era Jarles. El antiguo Jarles. El Jarles que, solo y sin ayuda, había desafiado a la Jerarquía.
Sin embargo, aquel descubrimiento no le trajo la paz ni la tranquilidad. Por el contrario, fue el principio de una nueva agonía menos soportable que la que acababa de pasar, porque su memoria y sus recuerdos estaban intactos. Recordaba todo lo que había hecho en su segunda personalidad: la traición a la Brujería, el rapto de Sharlson Naurya, los insultos al Hombre Negro y, por encima de todo, el asesinato de Asmodeo. Esas eran sus acciones. Él era el responsable.
Con un gemido angustioso e incrédulo apartó las manos de la garganta del familiar y abrió su túnica para dirigir el Dedo de la Ira contra sí mismo.
Pero también este último consuelo le fue negado.
«¡Expiación, Armon Jarles!», resonó severa la voz interior. «Lo primero que debes hacer es expiar tus faltas.»
En ese mismo momento, otro familiar surgió sin hacer ruido de detrás de la mesa. Un pelaje cobrizo y un cierto parecido caricaturesco le proclamaban como el gemelo del Hombre Negro. Incluso la voz era un eco agudo de la del Hombre Negro:
—Soy Dickon, Armon Jarles. He sido yo quien te ha hablado a través de la mente de tu hermano pequeño, tal y como me lo había ordenado mi hermano mayor. Pero mi voz se formaba en el cerebro de tu hermano pequeño, a imagen de tu propia voz. Nuestras tres mentes han estado en contacto.
»Ahora no hay tiempo que perder. Debes rescatar a mi hermano mayor. Debes liberarle de su celda.
Un tercer familiar surgió de detrás de la mesa. La estupefacción de Jarles fue completa. La negra criatura se parecía de forma evidente, pero al mismo tiempo aterradora, al Jerarca del Mundo, Goniface.
Por un momento le pareció que una magia suprema había transformado a todos los seres humanos en marionetas parlanchinas y que él, el único ser humano que quedaba, era un esclavo prisionero, un gigante sometido a la voluntad de esas criaturas.
—¡De prisa! ¡De prisa! —grito Dickon, tirando de su túnica.
Jarles obedeció. Inmediatamente corrió a grandes pasos a los largo de los pasillos sombríos de las criptas. Los seres supersticiosos de épocas anteriores le podrían haber tomado por un zombie a causa de la palidez de su cara, de su expresión extraviada y de sus zancadas rígidas y mecánicas.
El centinela que había al otro lado de las pesadas puertas metálicas de la prisión auxiliar le examinó y quedó satisfecho de ver que se trataba de uno de los principales colaboradores del mismísimo Goniface.
La puerta se deslizó hacia un lado para después cerrarse rápidamente detrás de Jarles que se volvió en dirección a la garita. El centinela empezó a preguntarle a dónde iba, pero Jarles alzó la mano y disparó un rayo paralizador contra el centinela y su ayudante.
Después se inclinó hacia adelante y se apoderó del activador de cerrojos que se encontraba en una cajita cuadrada en la cintura del centinela.
Como una figura de cera, el centinela quedó allí, en pie, con los labios abiertos en una pregunta que nunca llegó a ser formulada. Tras él estaba su ayudante, con una ceja levantada en una expresión inmutable de vaga curiosidad.
Jarles avanzó por el largo pasillo de la prisión hacia una celda aislada que podía ser vigilada desde la garita. Los dos diáconos que la custodiaban habían visto lo ocurrido, pero no lo habían interpretado correctamente. Habían reconocido al sacerdote del Cuarto Círculo que se acercaba, ya que más de una vez había estado allí y había mantenido conversaciones irónicas y agresivas con el prisionero y por eso, el rayo paralizador les sorprendió con mirada respetuosa y una sonrisa de reconocimiento.
A continuación, las emanaciones eléctricas del activador que Jarles sostenía en la mano, activaron el cerrojo.
Lentamente la puerta de la celda se deslizó a un lado. Al principio, sólo fue visible una mano temblorosa que tanteaba a lo largo de la pared de la celda, como si su propietario se preparara para afrontar y soportar una dura decepción. Después, apareció toda la figura.
Las lesiones físicas y la tensión psicológica habían marcado profundamente al Hombre Negro que estaba pálido y parecía empequeñecido dentro de la vestimenta gris de la prisión.
Sus pensamientos eran confusos y también se habían empequeñecido. El Hombre Negro pensó que Jarles había venido para torturarle de nuevo. La mirada fría y dura de Jarles parecía confirmarlo. Además, los guardias seguían allí como si nada hubiera ocurrido.
—He asesinado a Asmodeo —oyó decir a Jarles.
Aquella fue la confirmación final de los peores augurios del Hombre Negro. A la desesperada, reunió las fuerzas que le quedaban para propinar una embestida a Jarles e intentar la huida por el pasillo. Pretendía noquearle y coger su vara de la ira…
Entonces, una sombra cobriza saltó y antes de que pudiera comprender lo que ocurría, notó que Dickon trepaba a su pecho y le acariciaba delicadamente la cara.
—Hermano. Oh, Hermano —musitó la vocecilla — Dickon ha hecho lo que le has ordenado. Ya hermano de Dickon está libre. ¡Libre!
Mientras intentaba comprender el sentido de aquellas palabras, oía que Jarles repetía con la misma voz monótona, como si estuviera ante un tribunal de la Jerarquía:
—He asesinado a Asmodeo…
El Hombre Negro no acababa de comprender. Por un momento se preguntó si no se trataría de una nueva estratagema del hermano Dhomas para hacerle perder la razón. Pero Jarles añadió:
—…que, como tú ya sabias, era el arcipreste Sercival, el líder de los Fanáticos.
Entonces, como si se tratara de un chiste estúpido y absurdo, pero de una gracia irresistible, el Hombre Negro se echó a reír. Después, bruscamente, se tapó la boca con las manos, comprobando que ya estaban allí las de Dickon que le conminaban a callar. Luego miró a Jarles con incredulidad.
—Los otros brujos prisioneros… —preguntó.
—…siguen presos aquí todavía —respondió Jarles.
Poco después, Jarles recorría de nuevo el pasillo. Tras él caminaba una figura envuelta en la túnica de un diácono, con la cara en sombras bajo el negro capuchón y blandiendo en las manos una vara de la ira.
El pasillo formaba un ángulo a la derecha. Ante ellos se extendía un bloque de celdas con dos diáconos que custodiaban cada una de ellas. Avanzaban a lo largo del pasillo y el apenas audible zumbido del paralizador les acompañaba. Las tres últimas parejas de diáconos percibieron el peligro, pero fue demasiado tarde y resultaron petrificados en el mismo momento en que intentaban alcanzar las armas, quedando apoyados contra la pared. Los dos últimos estaban ya a punto de disparar y quedaron paralizados en esa misma posición.
El Hombre Negro echó la capucha hacia atrás.
Una puerta se abrió en el fondo del pasillo y apareció el Primo Deth. Con una rapidez impensable en un ser humano, dirigió su vara de la ira contra el Hombre Negro y contra Jarles, pero las reacciones de un familiar son más rápidas que las de un ser humano y, como un relámpago, Dickon se precipitó sobre él.
El enjuto rostro de Deth se crispó de repente a causa del terror, de un terror que sólo había experimentado una vez, cuando el pánico le había hecho huir de la casa embrujada.
—¡La cosa del agujero! —gritó con voz cavernosa— ¡La araña!
Un momento después ya se había dado cuenta de su error y la aguja violeta del rayo de la ira se dirigía hacia Dickon.
Pero el Hombre Negro había tenido tiempo de pasar a la acción. Su rayo de la ira restalló y chocó contra el del Primo Deth y como los dos rayos eran de la misma potencia impenetrables el rayo de Deth quedó detenido y no alcanzó a Dickon.
Como dos espadachines de la antigüedad, el brujo y el diácono iniciaron un duelo singular. Las armas eran dos interminables hojas de un color violeta incandescente, pero la técnica era la de dos maestros de esgrima: fintas, estocadas, paradas, respuestas fulgurantes. El techo, las paredes y el suelo se llenaron de trozos rojizos incandescentes. Los diáconos paralizados, como espectadores petrificados por el asombro, quedaron abrasados en la misma actitud en la que se encontraban de pie, inclinados o sentados.
El final llegó rápidamente. Liberada con un giro brusco, la hoja de Deth marcó una ardiente rasgadura en la túnica ondeante del Hombre Negro, bajo su brazo, pero éste logró parar el golpe a tiempo e hizo una finta, luego otra y la cara enjuta y la frente abombada del Primo Deth dejaron de existir.
El Hombre Negro detuvo el rayo de la vara de la ira que seguía funcionando, apretado por los dedos de Deth, y se inclinó para detener ambas armas.
Después se volvió hacia Jarles, que había asistido a la lucha inmóvil, junto a la pared, y le ordenó liberar los cerrojos.
Ni siquiera se tomó el tiempo de dar explicaciones a sus compañeros, a las brujas y a los hechiceros cautivos. Maravillados surgieron de las celdas como espectros convocados desde el Mundo de las Sombras. Incluso Drick fue rechazado con un rápido movimiento de cabeza. El Hombre Negro concentraba todos sus esfuerzos en Jarles que parecía hinoptizado, intentando obtener de él un breve informe sobre los acontecimientos recientes que habían agitado a Megatheopolis.
Jarles abría el último cerrojo, cuando el Hombre Negro notó que la expresión rígida del sacerdote, dos veces renegado, empezaba a transformarse. Parecía un hombre que se recobra de los efectos de una droga narcótica.
Vacilante, hundido y agobiado, como un hombre que empieza a darse cuenta de los enormes crímenes que ha cometido y que debe expiar, Jarles declaró:
—Puedo llevaros al lugar donde se encuentran prisioneros los sacerdotes Fanáticos. Podemos intentar liberarles y apoderarnos del Santuario.
El Hombre Negro se sentía casi tentado a hacerlo. El duelo con Deth le había predispuesto para una aventura de este tipo.
Pero las varas de la ira no eran armas para los brujos, se recordó a sí mismo. Asmodeo había apostado por el terror y, por lo tanto, solamente con el terror podía ganarse la apuesta.
Jarles habló de nuevo. El Hombre Negro tuvo la impresión de que Jarles buscaba la solución a algún problema que se albergaba en lo más recóndito de su conciencia.
—Si lo deseas —dijo—, puedo intentar asesinar al Jerarca del Mundo, Goniface.
—¡En absoluto! —respondió el Hombre Negro, todavía indeciso sobre si podía o no tratar a Jarles como a un hombre en sus cabales—. Contra Goniface tenemos previstas otro tipo de operaciones muy distintas. Si al menos supiera dónde está Sharlson Naurya…
—Está tendida en una cama en mi apartamento —dijo Jarles—, bajo la influencia de un rayo paralizador.
El Hombre Negro le miró detenidamente. Empezaba a comprender el increíble cómplice que había encontrado en Jarles y brevemente como un hombre que de repente, comprende que lo increíble y lo inevitable son, a veces, lo mismo. Tenía que confiar en Jarles, porque aquella noche Jarles era la personificación del más ciego destino.
—Vuelve a tu apartamento —ordenó a Jarles—. Despierta a Sharlson Naurya y dile que empezamos las acciones contra Goniface, como se había planeado. Ayúdala para que pueda llegar a los alrededores del apartamento de Goniface y traed con vosotros al familiar de Goniface y al tuyo propio.
Después se dio la vuelta e indicó a las brujas y a los hechiceros que le siguieran.
Rodeado de una pequeña escolta, Goniface volvió al Centro de Comunicaciones. Acababa de realizar una rápida visita a los diversos puntos de control en el Santuario. Aquella noche, el Consejo Supremo se reuniría en el Centro de Comunicaciones y él debía estar allí. Mantener un contacto directo con los acontecimientos era uno de los principios esenciales de acción del Jerarca del Mundo.
Desde su Puesto Principal de Observación, a mucha mayor altura que el resto de instalaciones del Santuario, había visto una pequeña forma negra —probablemente una de esas invenciones diabólicas que habían aparecido durante el Gran Jubileo— que se lanzaba, zumbando como una avispa, contra la imagen del Gran Dios que había encima de la Catedral. Era como un pequeño y frágil avión que atacara a un gigante. Una y otra vez contempló cómo evitaba, gracias a inesperados giros y acrobacias, el rayo azulado que emitía el fulminador que el Gran Dios tenía en la mano.
Aquella pequeña sombra que revoloteaba era como una bandera negra de rebelión para los fieles que aquella noche desafiaban las inmutables y casi eternas reglas del toque de queda. La gran muchedumbre que se había alzado durante el Gran Jubileo, se había convertido en pequeñas bandas que erraban por las estrechas callejuelas y atacaban a las patrullas de la Jerarquía o les tendían emboscadas. La brutalidad campesina, reprimida durante generaciones, tenía algo de abominable que además se veía aumentado por la creencia de que se habían unido a las fuerzas del Señor del Mal y, por ello, se sentían liberados de cualquier tipo de moderación o control. Los pocos sacerdotes y diáconos que habían sido capturados habían tenido una muerte atroz.
Una de las estratagemas que no había tenido éxito había sido el intento de atraer a una patrulla hasta una casa llena de materiales inflamables y quemarles vivos allí dentro. Haciendo gala de una sorprendente ingenuidad, otra banda, compuesta por miembros de los oficios de tipo mecánico, había construido una catapulta y la había instalado en la Calle de los Herreros. Incluso habían llegado a lanzar algunos adoquines contra el Santuario y había aplastado a un sacerdote del Primer Círculo, pero, muy pronto, un ángel les había descubierto y había destruido aquella primitiva artillería.