Authors: Knut Hamsun
Pasé muchas horas atormentado por la idea de esta figura central hasta que la concebí claramente, como si la viera en carne y hueso, tal como yo quería presentarla. Sería de cuerpo defectuoso y repugnante; alta, sus largas piernas se verían a través de sus ropas a cada paso. Tendría también grandes orejas, muy separadas. En una palabra, no sería nada agradable a la vista, apenas se la podría soportar con la mirada. Lo que más me interesaba en ella era su extraordinaria impudicia, y el paroxismo insensato del pecado premeditado. Realmente me preocupaba en demasía; mi cerebro estaba como henchido de tan extraña y monstruosa criatura. Durante dos largas horas trabajé en mi drama escribiendo sin descanso.
Después de haber escrito una decena de páginas con gran trabajo, a veces con largos intervalos en los que llenaba inútilmente cuartillas que me veía obligado a romper, me sentí fatigado, rígido de frío y de lasitud; me levanté y salí a la calle. La última media hora me habían perturbado mucho los gritos de los niños en la habitación de la familia; de modo que tampoco hubiera podido escribir más. Di un largo paseo por el otro lado del camino de Drammen y estuve fuera hasta la noche, andando y pensando en la manera de continuar mi drama. Aquel día, antes de volver a casa, me ocurrió lo siguiente:
Estaba parado ante una zapatería en la parte baja de la calle de Karl Johann, casi junto a la plaza del Ferrocarril. ¡Dios sabe por qué me había parado ante aquella zapatería! Miré a través del escaparate sin pensar ni un momento que yo necesitaba calzado; mi pensamiento corría bien lejos, por otras regiones del mundo. Mucha gente pasaba detrás de mí hablando, y no oía nada de lo que decían. De pronto, una voz saludó en voz muy alta.
—¡Buenas tardes!
Era la Señorita, y el saludo se dirigía a mí.
—¡Buenas tardes! —contesté distraídamente. Tuve que mirar un instante a la Señorita antes de reconocerle.
—¿Qué hay? ¿Cómo va eso? —me preguntó.
—¡Oh, no muy mal...! Como de costumbre.
—Escuche —me dijo—. ¿Sigue de tenedor de libros en casa de Christie?
—¿Christie?
—Creí que había dicho una vez que era tenedor de libros en casa de Christie, el comerciante.
—¡Ah, sí! Pero aquello se acabó. Es imposible trabajar con ese hombre. Pronto lo di por terminado.
—¿Y por qué?
—¡Ah! Un día hice una falsa escritura, y entonces...
—¿Una falsa...?
¿Una falsa...? La Señorita me preguntaba llanamente si había cometido una falsificación. Me lo preguntaba con prisa, lleno de curiosidad. Profundamente herido, le miré sin contestar.
—¡Sí, sí, Dios mío! ¡Esto le puede ocurrir al mejor! —dijo para consolarme.
Me creía un falsificador.
—¿Qué quiere decir «sí, sí, Dios mío, eso le puede ocurrir al mejor?» —pregunté—. ¿Falsificar? Escuche, querido señor, ¿cree usted de verdad que yo puedo cometer semejante infamia? ¿Yo?
—Pero, querido me ha parecido oír claro que decía... Eché la cabeza atrás, me separé de la Señorita y miré a la calle. Mi vista se fijó en un traje rojo que se acercaba a nosotros: una mujer acompañada de un hombre. De no estar hablando en aquel momento con la Señorita, de no haberme ofendido su grosera sospecha y no haber vuelto la cabeza con aire de indignación, aquel traje rojo me hubiera pasado inadvertido. Pero ¿qué me importaba? ¿Qué me importaba, aunque fuese el traje de la señorita Nagel, la dama de honor de la reina?
La Señorita hablaba pretendiendo reparar su yerro; no le escuchaba, abstraído en la contemplación de aquel traje encarnado que se acercaba subiendo por la calle. Me atravesó el pecho una aguda emoción, como una fina picadura y debí de murmurar con el pensamiento, porque lo hice sin mover los labios:
—¡Ylajali!
La Señorita se volvió entonces, descubrió a la pareja y la saludó con la vista. Yo no saludé. Es posible que saludara. El traje encarnado siguió subiendo por la calle de Karl Johann, y desapareció.
—¿Quién es ese que va con ella? —preguntó la Señorita.
—
El Duque
, ¿no le ha visto usted? Le llaman
El Duque
. ¿Conoce usted a la mujer?
—Sí, un poco. ¿Usted no la conoce?
—No. —contesté.
—Me pareció que saludaba usted muy atentamente.
—¿Eso hice?
—¿No la ha saludo usted, quizá? ¡Es muy singular! Pues ella no ha hecho más que mirarle a usted todo el tiempo.
—¿De qué la conoce usted? —pregunté.
A decir verdad, él no la conocía. La vio una tarde de aquel otoño al salir del Gran Hotel con tres jóvenes alegres. La encontraron paseando sola cerca de la librería de Cammermeryer, y le habían hablado. Al principio no les hizo caso; pero uno de los jóvenes, sin encomendarse a Dios ni al diablo, le pidió permiso para acompañarla hasta su casa, jurándole que no le tocaría ni un cabello, y que sólo quería acompañarla para convencerse de que llegaba sin obstáculos, pues, de lo contrario, no podría dormir en toda la noche. La seguía, hablándole sin cesar, inventando mentira tras mentira; decía llamarse Waldemar Atterdag y se hizo pasar por fotógrafo. Acabó ella por reír con aquel joven alegre a quien no desconcertaba su frialdad por dejarse acompañar.
—¿Y qué pasó después? —pregunté conteniendo la respiración.
—¿Qué pasó? ¡Oh, nada de suposiciones! Es una dama.
La Señorita
y yo quedamos silenciosos un momento.
—¡Caramba! ¡Era
El Duque
! —dijo de pronto, pensativo—. Desde el momento que va con ese hombre, no respondería de ella.
Seguí callado. ¡Sí, bueno, era
el Duque
quien se la adjudicaría! Y después de todo, ¿qué me importaba? Hice una reverencia a ella y a todos sus encantos, ¡una hermosa reverencia! E intenté consolarme pensando de ella lo peor; gozándome en difamarla. Sólo me irritaba el haberme descubierto ante la pareja, si realmente lo hice. ¿Por qué me descubriría ante tales individuos? Ella no me importaba en absoluto, no era nada bonita, se había ajado. ¡Dios mío, cómo se había marchitado! Tal vez me hubiera mirado a mí sólo, nada tendría de sorprendente; tal vez sentía remordimientos. Mas no por eso había de caer yo a sus pies y saludar como un idiota, habiéndose marchitado desde que no la veía. ¡Podría guardársela
el Duque
, buen provecho! Quizá llegara el día en que pudiera pasar orgullosamente ante ella sin mirarla. Tal vez podría hacerlo aunque ella me mirase fijamente y aunque llevara un traje de color rojo de sangre, por añadidura. ¡Todo podía suceder! ¡Sería un triunfo! Tenía tal confianza en mí mismo que era capaz de acabar mi drama aquella misma noche, y antes de ocho días, haría doblar las rodillas a la joven... Con todos sus encantos, sí, con todos sus encantos...
—¡Adiós! —dije secamente.
Pero la
Señorita
me retuvo. Preguntó:
—¿Y ahora, qué hace ahora?
—¡Qué hago? Escribo, naturalmente. ¿Qué otra cosa podía hacer? Es de lo que vivo. De momento trabajo en un gran drama:
El signo de la Cruz
, asunto de la Edad Media.
—¡Ah, caramba! —dijo la
Señorita
sinceramente—. Y si lo termina, entonces...
—No me inquieta eso mucho —contesté—. De aquí a unos ocho días, espero que oirá hablar de mí a todo el mundo.
Y me marché.
Al entrar en casa me dirigí inmediatamente a mi patrona y le pedí una lámpara; no pensaba acostarme, el drama bullía en mi cerebro y tenía la firme esperanza de escribir sin parar hasta la aurora. Observando que mi patrona hacía un gesto de desagrado al verme entrar en la habitación, le hablé con toda humildad. «Tenía un drama admirable casi acabado —repuse—; sólo faltaban algunas escenas.» Le di a entender que bien podría ser representado en uno u otro teatro, antes de que yo mismo lo supiese. Si quisiera hacerme el favor...
Pero la mujer no tenía lámpara. Meditó, pero no recordó que tuviera una lámpara en ninguna parte. Si quería esperar hasta las doce, podría quizá utilizar la de la cocina. ¿Por qué no compraba una vela?
Me callé. Yo no tenía diez
óre
para comprar una vela, y ella lo sabía perfectamente. ¡Iba a fracasar de nuevo! La criada estaba con nosotros en la habitación y no en la cocina; por lo tanto, la lámpara de allí no estaba encendida. Pensé en ello, pero no dije nada. De repente me preguntó la criada:
—Me había parecido que salía usted del castillo, no hace mucho. ¿Ha estado usted comiendo allí?
Y se rió muy fuertemente de su chanza.
Me senté y saqué mis papeles. Intentaría hacer allí algo, mientras esperaba. Pero no logré escribir ni una línea. Las dos niñas de la patrona entraron y empezaron a hacer diabluras a un gato, un extraño gato enfermo, que apenas tenía pelo; cuando le soplaban en los ojos sacudía la cabeza. El patrón y otras personas jugaban a las cartas en torno de la mesa. Como de costumbre, sólo la mujer hacía algo: cosía.
Bien veía que no se podía escribir nada entre aquel bullicio, pero no me molestó por mí. Y hasta sonrió cuando la criada me preguntó si había comido en el castillo. Toda la casa se me había vuelto hostil. Parecía que la vergüenza de tener que abandonar a otro mi habitación daba derecho a considerarme como un intruso. Hasta la criada, una muchacha de ojos, negros, con el pelo rizado y el pecho completamente liso, se burlaba de mí al darme por la tarde las rebanadas de pan con manteca. Siempre me preguntaba de dónde sacaba el dinero, porque me había visto paseando ante el Gran Hotel con un mondadientes. Estaba al corriente de mi miseria y se complacía en recordármela.
Absorto en mis reflexiones, soy incapaz de hilvanar una idea para mi drama. En vano me esfuerzo. La cabeza comienza a zumbarme extrañamente y acabo por capitular. Guardo los papeles en el bolsillo, y levanto la vista. La criada está sentada frente a mí y la miro, miro su cuerpo estrecho y sus hombros caídos que aún no están completamente desarrollados.
¿Por qué se metía conmigo? ¿Podía perjudicarla en algo si salía del castillo? Pocos días antes se rió de mí descaradamente, porque tuve la desgracia de tropezar en la escalera o de engancharme en un clavo y hacer me un siete en la americana. La víspera recogió los papeles tirados por mí en la antesala, leyó los fragmentos enmendados de mi drama, y me escarneció en presencia de todo el mundo, sólo por el gusto de reírse de mí, que nunca la había importunado ni recordaba haberle pedido nunca un favor. Yo mismo me hacía la cama por la noche, en el suelo de la habitación, para no causarle ninguna molestia. También se burlaba de mí porque se me caía el pelo. Encontraba cabellos míos flotando en el agua de la palangana por las mañanas, y se burlaba. Mis zapatos estaban un poco estropeados, sobre todo el que había sido alcanzado por el carro del panadero, y también era para ella un objeto de mofa. «¡Que Dios bendiga a usted y a sus zapatos! —decía—. Mire cómo se ríen a carcajadas.» Tenía razón; mis zapatos ni siquiera tenían tacones, pero yo no podía comprarme otros por entonces.
Mientras pensaba en esto, asombrado de la perversidad de la criada, las pequeñas se pusieron a incomodar al anciano, que estaba en su lecho; las dos retozaban a su alrededor, regocijadas en su travesura, consistente en hurgarle las orejas con unas pajas. Durante un rato observé el juego sin intervenir. El viejo no movía ni un dedo para defenderse, sólo miraba a sus perseguidoras con ojos furiosos cada vez que le pinchaban, y movía la cabeza para librarse de las pajitas cuando ya las tenía en las orejas.
Aquel espectáculo me alteraba los nervios. El padre levantó la vista por encima de las cartas, y rió las gracias de las pequeñas, advirtiendo a sus compañeros lo que sucedía. ¿Por qué no se movía el viejo? Di un paso para acercarme al lecho.
—¡Déjelas tranquilas! ¡Déjelas tranquilas! ¡Está paralítico! —gritó el patrón.
Por temor a ser echado a la calle al acercarse la noche, por simple temor de descontentar al hombre si intervenía en aquella escena, volví en silencio a mi sitio y allí permanecí tranquilo. ¿Por qué iba a arriesgar mi lecho y mi comida metiéndome en querellas de familia? ¡Nada de tonterías por un viejo paralítico! Me sentí duro como las piedras.
Las pequeñas no cesaban en sus travesuras. Las excitaba el que el viejo no quisiera tener la cabeza quieta, y le pinchaban en los ojos y en las narices. Él las contemplaba con una mirada inexpresiva, sin decir palabra, y sin poder mover los brazos. De repente, se incorporó y escupió a una de las chicas en la cara; se levantó nuevamente y escupió a la otra; pero sin alcanzarla. Vi que el patrón tiraba las cartas y de un brinco se ponía junto al lecho, gritando, rojo de ira:
—¡Mucho cuidado con escupir a las chiquillas en los ojos, viejo cerdo!
—¡Pero, por Dios, si ellas no le dejan en paz! —grité fuera de mí.
Temiendo que me echasen no grité demasiado fuerte; por otra parte, tan excitado estaba, que temblaba todo mi cuerpo.
El patrón se volvió contra mí:
—¡Cállese! ¿Qué diablos le importa a usted? Póngase un candado en la boca; es todo lo que le pido y lo mejor que puede usted hacer.
Intervino entonces la mujer y se armó una escandalera.
—¡Dios me perdone, pero creo que todos estáis completamente locos! —gritó—. Si queréis seguir aquí, es preciso que los dos os estéis muy tranquilos, os lo aconsejo. ¿No basta con dar lecho y cebo a la pobretería, sino que, además, ha de armar un barullo de juicio Final, y convertir la casa en un infierno? Esto se ha acabado, ¿lo oís? ¡Chist! Cerrad los hocicos, muchachas, y limpiaos las narices porque si no, lo voy a hacer yo misma. ¡No he visto nunca gente semejante! Así entran aquí directamente de la calle los piojosos que no tienen un
óre
para comprarse ungüento gris, arman ruido durante la noche y se quedan viviendo como si fueran de familia. No me gusta eso, ¿lo oís?, y pueden marcharse los que no están en su casa. ¡Quiero tener tranquilidad en mi casa, ya lo oís!
No dije nada, no abrí la boca; pero me volví a sentar cerca de la puerta y escuché el alboroto. Todos gritaban a la vez, hasta las niñas y la criada, que quería explicar cómo había comenzado la disputa. Con tal de que me esté quieto, esto terminará por apaciguarse; y seguramente no se llegará a medidas extremas, mientras no diga una palabra. ¿Qué podría decir? ¿No estábamos en invierno y se acercaba la noche? ¿Era aquél el momento de golpear la mesa y de irritarse? ¡Sobre todo, nada de tonterías! Y permanecía tranquilo sin abandonar la casa, aunque casi me habían puesto a la puerta. Levanté una mirada indiferente a la pared, donde había un Cristo cromolitografiado, y seguí obstinadamente silencioso, a pesar de lo que decía la patrona.