Authors: Knut Hamsun
¡Esto sí se puede llamar una conducta digna! No decir nada, no dirigir la palabra a la canalla, sino arrugar tranquilamente un billete y arrojarlo a la cara de los perseguidores. ¡Podía decirles que aquello era conducirse con dignidad! ¡Así se les debía tratar, como animales...!
Había llegado a la esquina de la calle de Lutines y plaza del Ferrocarril, y, de repente, la calle comenzó a dar vueltas ante mí, todo zumbaba en mi cabeza vacía y caí contra la pared de una casa. No podía andar, ni siquiera levantarme; quedé caído contra la pared y sentí que empezaba a perder el conocimiento. Aquel ataque de inanición no hizo más que aumentar mi loca cólera, levanté el pie y golpeé el suelo. Hice nuevos movimientos para concentrar mis fuerzas, apreté los dientes, fruncí las cejas, giré desesperadamente los ojos y todo ello empezó a producir efecto. Mis ideas se aclararon, y comprendí que estaba a punto de sucumbir. Adelanté las manos y me separé de la pared. La calle seguía bailando y girando conmigo. Me puse a hipar de rabia y luché con toda mi alma contra mi angustia. Resistí valientemente para no caer. Veo que hay patatas en un carro, pero rabioso, por tozudez, quiero decir que no son patatas, que son coles. Y juré con insistencia que eran coles. Oía bien mis propias palabras, y, conscientemente, repetía una y otra vez la mentira con juramento, nada más que por tener la satisfacción de cometer un perjurio. Me embriagaba aquel pecado sin igual, extendía mis tres dedos en el aire, y, con los labios temblorosos, juraba en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo que eran coles.
Transcurría el tiempo. Me dejé caer en un escalón que había junto a mí, enjugué el sudor de mi frente y de mi cuello, aspiré profundamente, e hice esfuerzos para estar tranquilo. Descendía el sol y la tarde avanzaba. Volví a examinar mi situación. El hambre era intolerable, y dentro de algunas horas sería de noche; se trataba de encontrar una solución, puesto que todavía había tiempo. Mis pensamientos volvieron a girar en torno de la posada de donde había sido arrojado; no quería volver allí, pero no podía evitar el pensar en ella. Pensándolo bien, la mujer había hecho uso de su derecho al echarme. ¿Por qué iba a pretender que alguien me hospedara sin pagar? Por añadidura, ella me había dado de comer de cuando en cuando; la víspera, a pesar de que la había exasperado, me ofreció dos rebanadas, me las ofreció de corazón, porque sabía que las necesitaba. Por tanto, no podía quejarme. Sentado en el escalón, me puse a rogar y a suplicar en mi fuero interno que me perdonara mi modo de obrar. Sobre todo, lamentaba amargamente haber terminado por mostrarme ingrato con ella y haberle arrojado el papel a la cara...
¡Diez coronas! Di un ligero silbido. ¿De dónde procedía la carta que me había llevado el mozo? Sólo entonces me hice la pregunta con lucidez y presentí de golpe el encadenamiento de los hechos. Creí morir de dolor y de vergüenza y murmuré varias veces: «¡Ylajali!», con voz ronca, a la vez que movía la cabeza. ¿No era yo quien, ayer mismo, resolví pasar orgullosamente ante ella cuando la volviera a encontrar y demostrarle la mayor indiferencia? Y ella, en cambio, se apiadaba de mí y se desprendía del óbolo de la caridad. ¡No, no, no! ¡No sabría nunca el fin de mi degradación! Ni frente a ella había podido guardar una actitud honesta. Zozobraba, zozobraba de cualquier lado que me volviera, caía de rodillas, zozobraba hasta morir, me hundía en el deshonor y no podría elevarme nunca. ¿Nunca más? ¡Esto era el colmo! Aceptar la limosna de diez coronas sin poder devolverlas al donante anónimo. Emplearlas para el pago del alquiler, y aun a regañadientes...
¿No podía recuperar las diez coronas de un modo u otro? Volver a casa de la patrona y hacerle devolver el billete no serviría de nada. Por otra parte, encontraría algún otro medio si reflexionase, si me esforzase en buscarlo. No bastaba pensar como de costumbre. ¡Dios mío, era preciso pensar con todo mi mecanismo humano en el medio de encontrar las diez coronas! Y me puse a pensar con todas mis potencias.
Eran alrededor de las cuatro, y si hubiera terminado mi drama, dentro de un par de horas podría encontrar quizá al director del teatro. Saqué mi manuscrito y quise terminar a toda costa las tres o cuatro últimas escenas. Pensaba, sudaba, releía el principio, pero no sacaba nada. «¡Basta de tonterías! —me dije—. No es ésta la hora de andarse por las ramas.» Me lancé a cuerpo descubierto en mi drama, escribí todo lo que se me ocurrió, sólo para acabar cuanto antes y poder marchar. Hubiera querido persuadirme a mí mismo de que me encontraba en uno de mis grandes momentos, me agobiaba de mentiras, me engañaba manifiestamente y escribía con facilidad, como si no tuviera que buscar las palabras. «¡Esto sí que es bueno! ¡Es un verdadero hallazgo! —murmuraba de cuando en cuando—: No tienes más que escribirlo.»
Al fin, mis últimos párrafos se me hicieron sospechosos: tan fuertemente contrastaban con los de las primeras escenas. Además, no había huellas de la Edad Media en las palabras del fraile. Rompo mi lapicero con los dientes, me levanto de un salto, rasgo mis cuartillas, las rompo en menudos pedazos, tiro mi sombrero, al suelo y lo pateo. «¡Señoras y señores, he perdido, estoy vencido!» No digo más que estas palabras, mientras pateo mi sombrero.
Un policía, parado a unos pasos de distancia, me observa; está en el centro de la calle y no presta atención a nadie más que a mí. Cuando levanto la cabeza se encuentran nuestras miradas. Hacía sin duda un rato que estaba allí observándome. Recojo mi sombrero, me lo pongo y voy derecho hacia él.
—¿Sabe usted qué hora es? —le pregunto.
Duda un momento antes de sacar el reloj, y no me quita la vista de encima.
—Son las cuatro —contesta.
—¡Exactamente! —digo—. Son las cuatro, perfectamente exacto. Veo que conoce usted su oficio, y no le olvidaré.
Dicho esto, me alejo, dejándolo patitieso, siguiéndome con la vista, con la boca abierta y con el reloj en la mano. Cuando llegué ante el Hotel Real, me volví y miré hacia atrás; permanecía en la misma posición y me seguía con la vista.
¡Je, je! ¡Así se debe tratar a los animales! ¡Con la más exquisita insolencia! Esto imponía a los animales, inspiraba espanto a los animales... Estaba muy contento y me puse a cantar un trozo de canción. Tenía los nervios tensos por la excitación, sin sentir ningún dolor, sin experimentar malestar de ninguna clase, y marchaba ligero como una pluma. Crucé todo el mercado, volví hacia el Departamento de Carnes y me senté en un banco, cerca de El Salvador.
De todos modos, ¿no era indiferente que yo devolviese o no un billete de diez coronas? Desde el momento en que lo había recibido, era mío y, a decir verdad, no había miseria en el lugar de donde procedía. Había que aceptarlo, pues, ya que se me había enviado a mí expresamente, no había por qué dejar que se lo guardara el mandadero. Por tanto, no tenía remedio.
Intenté mirar el tráfico del mercado y ocupar mi pensamiento en cosas indiferentes; pero no pude conseguirlo; me acordaba constantemente del billete de diez coronas. Por último, apreté los puños y me enfurecí. «Le dolería que se lo devolviera —dije—; entonces, ¿por qué hacerlo?» Habría de considerarme demasiado original para aceptar unas cosas y rechazar otras; moviendo la cabeza con arrogancia y diciendo: «No, gracias». Ahora veía adónde conducía aquello. Volvía a encontrarme en la calle. Aun ahora, que tenía la mejor ocasión, no conservaba mi buen lecho tibio; me invadía el orgullo, saltaba a la primera palabra, me picaba, pagaba diez coronas a derecha e izquierda y me marchaba... Me regañé severamente por haber dejado mi posada y haberme creado de nuevo un obstáculo.
Además, que el diablo se lo llevara todo. Yo no había pedido el billete de diez coronas, apenas si lo había visto entre mis manos, lo había dado inmediatamente, había pagado a individuos completamente desconocidos a los que nunca volvería a ver. Así era yo, pagaba hasta el último maravedí cuando era necesario. Conocía bien a Ylajali y sabía que ella no lamentaría haberme enviado ese dinero; entonces, ¿por qué hablar tanto? Lo menos que podía hacer ella era enviarme un billete de diez coronas de cuando en cuando. La pobre muchacha estaba enamorada de mí, quizá enamorada de mí hasta morir... Este pensamiento me envanecía; no había duda, estaba enamorada de mí la pobre muchacha...
Era las cinco. Después de mi larga sobreexcitación nerviosa, decaía, y percibí de nuevo el zumbido en mi cabeza vacía. Miré recto ante mí, con los ojos fijos, hacia la farmacia de El Elefante. El hambre se ensañaba en mí cruelmente, me devoraba. Mientras miraba al vacío, se precisó poco a poco a mis ojos una silueta que acabé por ver distintamente y por reconocer; era la vendedora de pasteles, cerca de la farmacia de El Elefante.
Me sobresalto, me incorporo en el banco y pienso. No, no había error, era la misma mujer, ante la misma mesa, en el mismo lugar. Doy algunos silbidos, castañeteo con los dedos, me levanto del banco y avanzo en dirección de la farmacia. ¡Basta de tonterías! Lo mismo daba que fuera el dinero del dependiente o el dinero del tendero, ¡pero en buena plata noruega de Konigsberg! No quería ser ridículo; se podía muy bien morir de un exceso de orgullo...
Avancé hasta la esquina, me fijé en la buena mujer y me coloqué ante ella. Le sonreí, le hice con la cabeza un saludo militar, y empecé a hablar como si estuviera convencido que yo volvería un día.
—Buenos días. ¿No me reconoce usted, quizá?
—No —contestó lentamente, mirándome.
Sonreía otra vez, como si se tratara simplemente de una alegre broma de su parte el no reconocerme, y dije:
—¿No se acuerda usted que le di una vez un montón de coronas? No dije nada en aquella ocasión, si no recuerdo mal; seguramente no dije nada; tengo costumbre de no decir nada. Cuando se trata con gentes honradas, es inútil hacer un convenio y casi un contrato por una fruslería. Sí, soy yo quien le dio aquel dinero.
—¡Ah, ah! ¿Es usted? ¡Ah, sí! Ahora recuerdo al pensar en ello...
Quise tomar la delantera para evitar que empezara a darme las gracias por aquel dinero. Así pues, le dije vivamente, recorriendo el puesto con la vista y buscando ya las vituallas:
—Sí, vengo a buscar los pasteles. No comprendió.
—Los pasteles —repetí—. Ahora vengo a buscarlos. Aunque sea sólo parte, la primera entrega. No los necesito todos hoy.
—¿Viene usted a buscarlos...? —preguntó.
—Claro que vengo a buscarlos, sí —contesté riendo alto como si aquello le debiera parecer tan claro como el día.
Y cogí de la mesita un pastel, una especie de pan blando que empecé a comer.
Al verlo, la mujer se levantó de su asiento, en ademán de proteger su mercancía, dándome a entender que no esperaba que volviese a despojarla.
—¿De veras que no? —le dije—. ¿De modo que verdaderamente no?
Me parecía graciosísima la buena mujer. ¿Había visto jamás a alguien dar un puñado de coronas a guardar sin que el interesado las hubiera reclamado? ¡No, ya ve usted! ¿Creía ella, quizá, que era dinero robado porque se lo había dado de aquel modo? ¡No, no lo creía, era dichoso, verdaderamente dichoso, verdaderamente dichoso! Era muy gentil ella teniéndome por un hombre honrado. ¡Ah, verdaderamente era muy buena!
Pero entonces, ¿por qué le había dado yo el dinero? La mujer se exasperó y gritó.
Le expliqué por qué se lo había dado; se lo expliqué a media voz, perentoriamente. Yo acostumbraba obrar de aquel modo, porque tenía una gran confianza en las personas. Siempre que alguien me proponía un contrato, una carta de pago, yo movía la cabeza y decía: «¡No, gracias!». Dios me era testigo de que lo hacía así.
Pero la mujer seguía sin comprenderlo.
Tuve que recurrir a otros medios: adopté un tono decisivo y le perdoné sus tonterías.
—¿No le había sucedido nunca que alguien le hubiera pagado adelantado de un modo parecido? —pregunté—. Quería decir, naturalmente, gente que dispusiera de medios, por ejemplo, uno de los cónsules. ¿Nunca? ¡No era yo quien debía molestarse si la práctica la era desconocida! Eran usos y costumbres del extranjero. ¿No había salido nunca de las fronteras del país? ¡No, vaya! Entonces, no sabía nada de aquello... Y cogí de la mesa otros pasteles.
Gruñó furiosamente, rehusó obstinadamente deshacerse de lo que tenía en su puesto, incluso me quitó de la mano un pastel y lo puso en su sitio. Monté verdaderamente en cólera, golpeé en la mesita y la amenacé con la policía.
—Sería indulgente con ella —dije—, si me dejaba coger todo lo que era mío; no arruinaría su puesto, pues era una gran cantidad de dinero la que yo le había entregado. Pero no quería coger tanto; en realidad, no quería más que la mitad de mi crédito. Y por añadidura, no volvería. Dios me librara, ya que ella era de esta clase de gentes.
Por último separó algunos pasteles a un precio exorbitante, cuatro o cinco, que tasó al precio más alto que pudo imaginar, y me rogó que los cogiera y que me marchara. Seguí discutiendo con ella pretendiendo que me robaba por lo menos una corona y que, además, me explotaba con sus precios fabulosos. «¿Sabe usted que estas cosas están castigadas por la ley? —dije—. ¡Quede con Dios, pero podría usted ir a presidio por el resto de su vida, vieja borrica!» Me dio aún otro pastel y me rogó casi rechinando los dientes, que me fuera.
La dejé.
¡Hum! ¡Se había visto nunca una pastelera con menos escrúpulos! Subía al mercado comiendo mis pasteles y hablando en voz alta de la mujer y de su insolencia, repitiendo lo que uno y otro habíamos dicho, y vi que yo había estado muy superior a ella. Me comí los pasteles a la vista de todo el mundo mientras contaba lo ocurrido.
Los pasteles desaparecían uno tras otro. Tenía buenas tragaderas, nada me bastaba, y no llegaba a saciar mi hambre. ¡Valiente miseria, nunca estaba satisfecha! Tenía tanta hambre, que estuve a punto de engullirme el último pastel, que había resuelto guardar para el pequeño de la calle de los Carreteros, a quien el hombre de la barba roja escupía en la cabeza.
Le recordaba constantemente, no podía olvidar la cara que ponía cuando protestaba llorando y jurando. Se había vuelto a mirar a mi ventana para ver si yo también me reía. Dios sabe si le encontraría al llegar allí.
Me apresuraba por llegar cuanto antes a la calle de los Carreteros, pasé por el sitio donde rompí mi drama —aún vi algunos papeles—, evité al agente que poco antes se quedó tan asombrado de mis actos, y por fin me detuve en el borde de la acera donde el muchacho había estado sentado.