Authors: Knut Hamsun
«¡Dios mío, las cosas que inventas!», pensé con indignación. ¡Correr como un loco por estas calles mojadas, en plena noche! El hambre me roía intolerablemente y no me dejaba reposar. De vez en vez tragaba saliva, con la esperanza de satisfacerme, y me parecía que esto me tranquilizaba. Hacía ya muchas semanas, antes de este ayuno completo, que había tomado demasiado poco alimento y mis fuerzas habían disminuido considerablemente en los últimos tiempos. Aunque tuviera la suerte de obtener un billete de cinco coronas por uno u otro medio, nunca duraría aquel dinero el tiempo suficiente para permitirme restablecerme por completo antes de tener que sufrir un nuevo período de ayuno. Habían sufrido sobre todo mi espalda y mis hombros. Tosiendo fuerte o marchando inclinado, podía contener un momento aquel malestar del pecho; mas para el hombro y las espaldas no tenía remedio. ¿Cómo podía creerse que mi situación no podía despejarse? ¿Acaso no tenía yo tanto derecho a vivir como cualquier otro, como el librero-anticuario Pascha, por ejemplo, o Hennechen, el comisionista marítimo? ¡Como si yo no tuviera hombros de gigante y dos sólidos brazos para trabajar! ¡Como si no hubiera solicitado una plaza de leñador, en la calle de los Molineros, para ganar mi pan cotidiano! ¡Como si yo fuera perezoso! ¿No había buscado empleos, seguido cursos, escrito artículos, estudiado y trabajado noche y día como un condenado? ¿Y no había vivido como un avaro, alimentándome con pan y leche, cuando tenía mucho dinero, con pan seco cuando tenía poco y ayunando cuando no tenía nada? ¿Es que vivía en un hotel? ¿Tenía yo un piso completo en algún entresuelo? Vivía en un granero, en un taller de hojalatero, de donde todo el mundo había huido el último invierno porque nevaba dentro. Por tanto, no podía comprender nada absolutamente.
Caminaba, reflexionando en todas estas cosas, y en mi pensamiento no había siquiera una sombra de perversidad, de envidia o de amargura. Me detuve ante un comercio de colores y miré al escaparate: intenté leer las etiquetas de algunos botes de hojalata, pero todavía estaba muy oscuro. Excitado contra mí mismo por este nuevo antojo, furioso, exasperado por no poder saber lo que contenían los botes, di un golpe en el cristal y me marché. Distinguí un policía en lo alto de la calle, apresuré el paso, fui derecho a él y le dije a quemarropa:
—Son las diez.
—No, las dos —respondió, asombrado.
—No, las diez —dije—. Son las diez. Y temblando de cólera, avancé aún algunos pasos, cerré el puño y dije—: ¡Dígame, son las diez!
Meditó un momento, examinó mi figura y me miró estupefacto. Por fin, dijo dulcemente:
—De todos modos, es hora de que vuelva usted a su casa. ¿Quiere que le acompañe?
Esta amabilidad me desarmó; sentí subir las lágrimas a mis ojos y me apresuré a contestar:
—¡No, gracias! Me he retrasado un poco en el café. Se lo agradezco.
Llevó la mano a su casco cuando me separé de él. Su amabilidad me había abrumado, y lloré por no tener cinco coronas para dárselas. Me paré lentamente; me golpeé la frente, y lloré cada vez más violentamente según se alejaba. Me insulté a mí mismo por mi pobreza, me di nombres de pájaros, inventé denominaciones hirientes, preciosos hallazgos de groseras injurias que me aplicaba a mí mismo. Proseguí hasta que casi llegué a mi puerta. Al llegar, descubrí que había perdido mis llaves.
—¡Naturalmente! —me dije con amargura—. ¿Por qué no perder las llaves? Vivo aquí en un patio en que hay una cuadra abajo y un taller de hojalatero arriba. La puerta se cierra por la noche, y nadie, absolutamente nadie, puede abrirla; entonces, ¿por qué no perder mis llaves? Estaba mojado como un perro, tenía hambre, y las rodillas ridículamente flojas..., entonces, ¿por qué no perder mis llaves? Además, ¿por qué no se habría mudado toda la casa al barrio de Aker para que yo no la encontrara cuando quería entrar...? Y me reía de mí mismo, endurecido por el hambre y el frío.
Oía piafar a los caballos en la cuadra, y encima podía ver mi ventana. En cuanto a la puerta, era imposible abrirla e imposible entrar en el patio. Cansado y con el alma llena de amargura, me decidí a volver al muelle en busca de mis llaves.
Había comenzado a llover, y sentía el agua que atravesaba mi chaqueta hasta llegar a la espalda. Ante el Depósito se me ocurrió una idea luminosa; pediría a la policía que me abriera la puerta. Me dirigí inmediatamente a un agente, y le rogué que me acompañara para entrar a mi casa, si podía.
—¡Ah, si pudiera, sí! —Pero no había manera, no tenía él las llaves. Las llaves de la policía no estaban allí, estaban en la oficina de los inspectores.
—¿Qué hacer entonces?
—Nada, ir a acostarse al hotel.
—Pero, precisamente yo no puedo ir a dormir al hotel; no tengo dinero. He estado de juerga en el café, usted comprende...
Permanecimos allí un instante, en la escalera del Depósito. Él reflexionaba, meditaba, mientras me examinaba. A nuestro alrededor, la lluvia caía a torrentes.
—Entonces, vaya usted al puesto de guardia y hágase conducir como transeúnte —dijo.
¿Como transeúnte? No había pensado en eso. ¡Caramba, era una buena idea! Y di las gracias al agente por tan excelente hallazgo.
—Entonces, ¿no tengo más que entrar y decir que soy transeúnte?
—Nada más.
—¿Su nombre? —preguntó el inspector de servicio. Tangen... Andrés Tangen.
No sé por qué mentí. Mis pensamientos flotaban dispersos, y tenía más impulsos extraños de lo que era conveniente. Inventé rápidamente ese nombre, muy diferente del mío, y lo lancé sin premeditación. Mentí sin necesidad.
—¿Profesión?
Esto era ponerme entre la espada y la pared. ¡Jem! Pensé inmediatamente en hacerme hojalatero, pero no quise. Me había dado un nombre como no lo tienen los hojalateros; además, yo llevaba gafas. Se me ocurrió dar un golpe de audacia; avancé un paso y dije con tono firme y solemne:
—Periodista.
El secretario hizo un movimiento de sorpresa y luego escribió. Yo estaba ante la barra, majestuoso como un ministro sin domicilio. No desperté ninguna sospecha.
El secretario comprendía perfectamente que yo hubiera vacilado en responder. ¡Cómo suponer a un periodista en el Depósito, sin casa ni hogar!
—¿En qué periódico... señor Tangen?
—En el
Morgenbladet
—contesté—. He tenido la desgracia de estar de juerga hasta muy tarde, esta noche...
—¡No hablemos de eso! —interrumpió. Y agregó sonriendo—: Cuando la juventud se excita... ¡Sabemos lo que es eso!
Se levantó, se inclinó cortésmente ante mí y, dirigiéndose a un agente, le dijo:
—Conduzca al señor a la sección reservada. Buenas noches.
Sentí que un escalofrío recorría mi espalda ante mi audacia, y al andar apreté los puños para guardar la serenidad.
—El gas alumbra durante diez minutos —dijo el agente parado ante la puerta.
—¿Y luego se apaga?
—Luego se apaga.
Me senté sobre la cama y oí echar la llave. La clara celda tenía un aspecto agradable. Me sentía bien abrigado y escuché con un sentimiento de bienestar la lluvia que caía fuera. ¡No podía desear nada mejor que un cuarto como éste, tan íntimo! Mi contento aumentaba. Sentado en el lecho, con el sombrero en la mano, los ojos fijos en la llama del gas, comencé a recordar las circunstancias de mis primeras relaciones con la policía. Porque éstas eran las primeras. ¡Y cómo lo había enredado! Tangen, periodista. ¿Qué quiere usted? Y después
¡Morgenbladet!
¡Cómo había acertado al hombre en el corazón con
Morgenbladet
!
No hablemos de eso, ¿eh? ¡Asistir a la recepción de gala de la Presidencia del Consejo hasta las dos, haber olvidado en casa mi llave y una cartera con algunos billetes de mil! Conduzca al señor a la sección reservada...
De pronto, el gas se apagó con una rapidez sorprendente, sin disminuir, sin decrecer. Estoy en una profunda oscuridad, no puedo ver mi mano, ni las paredes blancas de mi alrededor, nada. No podía hacer más que meterme en la cama. Me desnudé.
Pero no tenía sueño y no podía dormir. Estuve echado un momento, mirando la oscuridad, aquellas espesas y macizas tinieblas que no tenían fondo y que yo no podía concebir. Mi imaginación era incapaz de comprenderlas. Estaba todo negro, sobre toda medida, y notaba que la oscuridad me oprimía. Cerré los ojos, me puse a canturrear y me eché de un lado y de otro en el camastro para distraer mi imaginación, pero sin éxito. La oscuridad había tomado posesión de mi pensamiento y no me dejaba reposar un instante. ¿Y si me hubiera disuelto en las tinieblas, si yo no fuera más que una parte de ellas? Me incorporé en el lecho y moví los brazos.
Mi nerviosismo llevaba toda la ventaja, y por más que lo intentaba todo para combatirlo, no conseguía nada. Yo estaba allí, víctima de las más extrañas fantasías, imponiéndome silencio a mí mismo tarareando canciones de cuna, sudando a causa de los esfuerzos que hacía para calmarme. Tenía los ojos fijos en las tinieblas y nunca en mi vida las había visto semejantes. No había duda de que me, hallaba ante una clase especial de tinieblas, un elemento absurdo jamás observado por nadie hasta entonces. Se me ocurrían las ideas más ridículas, y cualquier cosa me producía terror. Un agujerito que había en la pared, junto a mi cama, me preocupaba enormemente; supongo que sería el hueco dejado por un clavo: una marca en el muro. Lo palpaba, soplaba dentro e intentaba adivinar su profundidad. No era un agujero inocente ni mucho menos; era un agujero muy sospechoso, lleno de misterio, del que había de desconfiar. Obsesionado con la idea del agujero, completamente fuera de mí, lleno de curiosidad y de terror, acabé por saltar del lecho y buscar mi medio cortaplumas para medir la profundidad del agujero convencerme de que no llegaba al cuarto contiguo.
Volví a acostarme para tratar de dormir; pero, en realidad, para volver a luchar con las tinieblas. La lluvia había cesado fuera, y no se oía ningún ruido. Durante un rato presté atención a la calle y no descansé hasta oír los pasos de un transeúnte, un agente, a juzgar por el sonido. De pronto me puse a dar chasquidos con los dedos mientras soltaba la risa. ¡Era endiabladamente gracioso! ¡Ah! Creía haber encontrado una palabra nueva. Me incorporé y dije: «Esto no existe en el idioma, soy yo quien ha inventado ésta: "Kuboa". Tiene letras como una palabra. ¡Bondad divina, hijo mío, has inventado una palabra... "Kuboa"... de una gran importancia gramatical!». Veía claramente la palabra ante mí, en las tinieblas.
Permanecí con los ojos muy abiertos, asombrado de mi hallazgo, y reí de alegría. Luego empecé a hablar en voz baja, para que no me oyeran, porque quería guardar el secreto de mi invento. Había llegado a la completa locura del hombre, estaba vacío y no sufría, y ya no tenía las riendas de mi imaginación. Reflexioné silenciosamente. Con los más extraordinarios saltos de razonamiento, me puse a profundizar en la significación de mi nueva palabra. Nada le obligaba a significar «Dios» o «Tívoli», y, ¿quién había dicho que significaba «exposición de ganado»? Apreté violentamente el puño y repetí: «¿Quién ha dicho que significa "exposición de ganado"?». Reflexionando bien, no era necesario que quisiera decir «candado» o «amanecer». A una palabra como aquélla no era difícil encontrarle un sentido. Esperaría, tendría paciencia. Entretanto, podía dormir.
Echado en mi camastro, reía burlonamente, sin decir nada ni pronunciarme en pro o en contra. Al cabo de algunos minutos me puse nervioso, la nueva palabra me torturaba sin descanso, volvía sin cesar a mi pensamiento, como una obsesión, y me puse serio. Me había forjado una opinión acerca de los significados que no debía tener, pero no había adoptado ninguna decisión acerca de los que debía tener. «¡Es una cuestión secundaria!», declaré en voz alta. Me cogí del brazo y repetí que era una cuestión secundaria. La palabra estaba hallada, gracias a Dios, y eso era lo principal. Pero la imaginación no dejaba de atormentarme y me impedía dormir; nada me parecía bastante para aquella rara palabra. Por fin me incorporé de nuevo, y me dije, oprimiéndome la cabeza: «¡No, precisamente es imposible hacerle significar "emigración" o "manufactura de tabaco"!». De haber podido significar algo por este estilo, hace tiempo que me hubiera decidido, cargando con las responsabilidades. No; realmente la palabra es propia para significar algo
psíquico
, un sentimiento del alma... ¿Cómo no lo comprendí antes? Y me exprimí los sesos para encontrar algo
psíquico
. Entonces me pareció que alguien se mezclaba en mi conversación y contesté enfurecido: «¿Le parece bien? ¡No, idiota, no te pareces a nadie! ¿"Lana para medias"? ¡Vete al diablo! ¿Por qué estoy obligado a darle el significado de "lana para medias", cuando me repugna especialmente ese significado? Soy yo quien ha inventado la palabra, y, por tanto, tengo absoluto derecho para darle el significado que quiera. Todavía no me he decidido, me parece...».
Pero mi cerebro se embarullaba cada vez más. Por último salté de la cama y busqué a tientas el grifo. No tenía sed, pero me ardía la cabeza y sentía una necesidad imperiosa de agua, una necesidad instintiva.
Después de haber bebido, volví al lecho y adopté la resolución de dormir, a toda costa. Cerré los ojos y procuré estarme tranquilo. Permanecí extendido varios minutos sin moverme, empecé a sudar y la sangre empezó a golpear violentamente en mis venas. ¡Era de todo punto insólito; era demasiado chusco buscar dinero en el cucurucho! Además, no tosió más que una vez. Y me decía si aún seguiría paseando. ¿O se habría sentado en mi banco...? El nácar azul..., los buques...
Abrí los ojos. ¡Para qué tenerlos cerrados si no podía dormir! Las mismas tinieblas reinaban en torno a mí, la misma insondable y negra eternidad contra la cual se revolvía mi imaginación, sin poder concebirla. ¿A qué podía compararla? Hice los esfuerzos más desesperados por encontrar una palabra que fuese bastante negra, que pudiera ennegrecerme la boca cuando la pronunciara. ¡Dios mío! ¡Qué negrura! Me distraje pensando en el puerto, en los buques, en los monstruos negros que me esperaban. Iban a aspirarme, a engullirme, a retenerme cautivo y a navegar, llevándome a través de mares y de tierras, a través de reinos sombríos que ningún hombre había visto. Me sentía a bordo, atraído por el agua, volando entre las nubes bajando.
Lancé un grito ronco, un grito de angustia, y me incorporé. Había hecho un viaje peligroso, lanzado a través de los aires como un objeto. ¡Qué sentimiento de bienestar cuando toqué con la mano el duro camastro! «¡Esto se parece a cuando uno muere —me dije—, es que vas a morir!» Permanecí un instante pensando en esto: iba a morir. Entonces me senté en el lecho y me pregunté severamente: «¿Quién ha dicho que voy a morir? Soy yo quien encontré la palabra: tengo, pues, el derecho absoluto de decir lo que debe significar...». Comprendí que deliraba; lo comprendí antes de terminar de hablar. Mi locura era un delirio de debilidad, agotamiento; pero no había perdido mi conciencia. Y, de repente, una idea atravesó mi cerebro; la idea de que me había vuelto loco. Sobrecogido de terror, salté de la cama. Fui tambaleándome hacia la puerta, que intenté abrir, y dos o tres veces me lancé contra ella para hacerla saltar; di de cabeza contra la pared, me quejé en alta voz, me mordí los dedos y juré...