Hambre (4 page)

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Authors: Knut Hamsun

BOOK: Hambre
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El hombre mostró intención de querer marcharse. Se incorporó en el banco y dijo, para no romper demasiado bruscamente la conversación:

—Ese Happolati, ¿pasa por tener grandes propiedades?

¿Cómo aquel vejestorio osaba jugar con el extraño nombre imaginado por mí, como si se tratase de uno de esos nombres que se encontrara en las muestras de todas las tiendas de comestibles? No trabucaba una sílaba ni vacilaba en una letra; el nombre se le incrustó en el cerebro y allí había echado raíces desde el primer momento. Me excitaba aquello de tal modo, que empezaba a exasperarme contra un individuo que por nada se desconcertaba y en quien nada despertaba desconfianza.

—No sé nada de eso —respondí secamente—; no tengo la menor idea. Por otra parte, déjeme decirle de una vez para siempre que se llama Johann Arendt Happolati, a juzgar por sus iniciales.

—Johann Arendt Happolati —repitió el hombre, asombrado de mi violencia. Luego calló.

—Debe usted de haber visto a su mujer —dije con rabia—. No hay persona más corpulenta..., ¿eh...? ¿No le parece demasiado gruesa?

—Sí, así parece... un hombre como él...

A cada una de mis salidas respondía el viejo tranquila y dulcemente, buscando sus palabras como si temiera cometer una plancha y provocar mi cólera.

—¡Voto al diablo, idiota! ¡Puede usted creer que me divierto contándole mentiras? —grité fuera de mí—. ¿Cree usted que hay un hombre que se llame Happolati? ¡Nunca he visto un viejo tan arrogante y tan terco! ¿Qué diablos le sucede? Y además, sin duda piensa que soy pobre como Job porque me ve con este traje, sin un paquete de cigarrillos en el bolsillo. ¡No estoy acostumbrado a esta clase de humillaciones, se lo advierto, y Dios es testigo de que no se las toleraré ni a usted ni a nadie, ya lo sabe!

El hombre se había levantado. Boquiabierto, sin decir una palabra, escuchó mi diatriba hasta el final; luego recogió apresuradamente el paquete del banco y se alejó a toda prisa por el paseo con sus pasitos seniles.

Me quedé sentado, mirando su espalda, que desaparecía lentamente y parecía curvarse y encogerse poco a poco. No sé por qué tuve esta impresión; pero me pareció que nunca había visto una espalda tan miserable, tan viciosa, y no sentí ningún remordimiento por haber injuriado al hombre antes de que me abandonara...

Estaba de un humor excelente. Me apoyé en el respaldo del banco, cerré los ojos y me adormecí poco a poco.

Soñoliento, estaba a punto de dormirme por completo, cuando un guardia me puso la mano en el hombro, diciéndome:

—No se puede dormir aquí.

—No —dije, irguiéndome en seguida.

De repente, se ofreció a mis ojos mi triste situación. ¡Es necesario que haga algo! De nada me había servido buscar empleos. Las recomendaciones que podía presentar habían prescrito y eran de personas demasiado desconocidas para surtir buen efecto. Además, me habían descorazonado. ¡Bah...! En último caso, mi plazo estaba vencido, y había que encontrar un expediente. Lo demás podía aguardar.

Maquinalmente cogí mis cuartillas y escribí en todos los ángulos la fecha «1848». ¡Si quisiera surgir aunque sólo fuese una idea, si brotara nada más que una idea que me trajera las palabras a la boca! Ya me había ocurrido algo así; había conocido momentos en que podía escribir grandes párrafos sin esfuerzo y a la perfección.

Estoy en el banco y escribo decenas y decenas de veces «1848». Escribo este número a lo largo, a lo ancho y de revés, de todas las maneras posible, esperando que surja una idea utilizable. Un enjambre de vagas ideas revolotea en mi mente y la impresión del día que acaba me vuelve melancólico y sentimental. Ha llegado el otoño. Comienzan a aletargarse todas las cosas. Las moscas y otros animalitos han sentido los primeros efectos. Allá arriba, en los árboles, y abajo, en la tierra, se oye el ruido de la vida, que se obstina, bullente, ruidosa, inquieta, luchando por no perecer. En el mundo de los insectos, los diminutos seres se agitan por última vez: cabezas amarillas que salen de la hierba, patas que se levantan, largas antenas que otean, luego todo el cuerpo de la bestezuela que se estremece, salta y allí se queda con el vientre al aire.

El ligero soplo del primer frío ha pasado sobre las plantas y cada una de ellas ha tomado un aspecto distinto. Las pálidas briznas de hierba se elevan hacia el sol y las hojas secas caen en tierra con un ruido semejante al que producen los gusanos de seda. Es la estación otoñal, en medio del carnaval de la vida efímera. La lozanía de las rosas ha decaído; su color de sangre viva ha tomado un lívido color de tisis.

Me miraba a mí mismo como un insecto agonizante, embargado por el aniquilamiento en medio de aquel universo próximo a dormirse. Presa de extraños terrores, me levanté y di algunos pasos rápidos por el paseo. «¡No! —grité, cerrando los puños—; ¡es necesario que acabe todo esto!» Volví a sentarme y tomé de nuevo el lápiz, decidido a poner en ejecución mi idea del artículo. No era cuestión de abandonarse, cuando se tenía a la vista la perspectiva del hospedaje sin pagar.

Lentamente comenzaron a asociarse mis pensamientos. Siguiéndolos atentamente escribí tranquilo, con ponderación, algunas páginas, a modo de introducción de alguna cosa. Podía ser el principio de cualquier artículo, una relación de viaje, un artículo político, lo que mejor me pareciera. Era un excelente principio para muchas cosas.

Empecé inmediatamente a buscar un asunto determinado que pudiera tratar: un hombre, una cosa sobre la que lanzarme; pero no pude encontrar nada.

Mis estériles esfuerzos provocaron el desorden que empezaba a reinar en mis pensamientos; literalmente, me fallaba el cerebro, mi cabeza se vaciaba, y la sentía sobre mis hombros, ligera y desprovista de contenido. Percibía con todo mi cuerpo aquel vacío sorprendente de mi cabeza, y me notaba completamente hueco de arriba abajo.

—¡Señor, Dios y Padre mío! —grité en mi dolor; y repetí esta imploración varias veces seguidas, sin agregar nada.

El viento sacaba susurros del follaje, se preparaba una tormenta. Me detuve un instante a sujetar desesperadamente mis papeles, luego los doblé y los metí despacio en mi bolsillo. Refrescaba el tiempo y me cogía sin chaleco; me abroché la americana hasta el cuello y, metiendo las manos en los bolsillos, me levanté y me fui.

¡Si hubiera podido vencer esta vez, nada más que esta vez! Mi patrona me había reclamado con la mirada por dos veces el pago de mi hospedaje, viéndome precisado a inclinar la cabeza y a deslizarme con un saludo embarazoso. No podía repetir aquel ejercicio; la próxima vez que encontrara aquella mirada abandonaría mi habitación con honradas explicaciones. De todos modos, no podía continuar aquello por mucho tiempo.

Al llegar a la salida del parque vi al viejo que mi furor había ahuyentado. El misterioso paquete del periódico estaba abierto a su lado sobre el banco, y lleno de provisiones de toda clase, que el hombre se disponía a comer. Me dieron tentaciones de ir hacia él y excusarme, de pedirle perdón por mi conducta; pero sus alimentos me hicieron retroceder. Los viejos dedos, parecidos a garras encogidas, cogían las rebanadas de manteca de una manera desagradable. Sentí asco, y pasé ante él sin dirigirle la palabra. No me reconoció, pero fijó en mí sus córneos ojos secos, sin que su rostro se alterara.

Continué mi camino.

Como de costumbre, me detuve ante cada periódico para ver los anuncios de los «Ofrecimientos de empleos», y tuve la suerte de hallar uno que podía convenirme. En el barrio de Groenland, un comerciante necesitaba un empleado, tenedor de libros, algunas horas por la tarde; sueldo, a convenir. Anoté la dirección, y, mentalmente, rogué a Dios que me concediera aquella plaza. Yo sería menos exigente que cualquier otro; con cincuenta ó re quedaría pagado liberalmente aquel trabajo, aun quizá con cuarenta óre; con eso me conformaría.

Al entrar en mi casa, encontré sobre mi mesa una carta de mi patrona rogándome que pagara inmediatamente mi deuda o que me mudara cuanto antes. No podía molestarme por ello, era un deseo expresado de mala gana. Muy amable, señora Gundersen.

Escribí mi demanda a Christie, comerciante, calle de Groenland, número 31, y bajé a echarla en el buzón de la esquina. Luego volví a mi habitación y me senté, para reflexionar, en mi butaca de báscula, mientras la oscuridad aumentaba poco a poco. Comenzaba a ser difícil mantenerse a flote.

A la mañana siguiente me desperté temprano. Estaba todavía bastante oscuro cuando abrí los ojos, y sólo después de bastante rato oí dar las cinco en el reloj del piso bajo. Quise volver a dormirme, pero me fue imposible reanudar el sueño; estaba cada vez más desvelado y pensaba en mil cosas.

De pronto, se me ocurrieron dos o tres bellas frases adecuadas para un artículo, delicados hallazgos de estilo, como nunca los encontré semejantes. Tumbado en la cama, repito las palabras y las encuentro aceptables. Poco a poco, otras nuevas se le agregan; de repente, me siento completamente despierto, me incorporo, y cojo mi papel y mi lápiz, que están sobre la mesilla de noche. Es como si hubiera estallado una de mis venas: una palabra sigue a otra, se ordenan, se encadenan lógicamente, se unen en frases; las escenas se amontonan unas sobre otras, los actos y las réplicas surgen en mi cerebro, y experimento un raro bienestar. Escribo como un poseído, y lleno una página tras otra, sin descansar un momento. Las ideas caen sobre mí tan repentinamente y siguen afluyendo con tal abundancia, que pierdo una multitud de detalles accesorios; no me es posible escribirlos tan aprisa, aunque trabajo con todas mis fuerzas. La inspiración sigue fluyendo, el asunto me invade, y cada palabra que escribo me parece como dictada.

Esto dura, dura un tiempo deliciosamente largo. Tengo quince, veinte páginas escritas ante mí, sobre mis rodillas, cuando me paro por fin y dejo el lapicero. ¡Si realmente estos papeles tienen algún valor, estoy salvado! Salto del lecho y me visto. El día avanza, puedo distinguir a medias el «Aviso» del director de Faros, allá cerca de la puerta; y ante la ventana hay tanta claridad, que hasta podría ver para escribir. Inmediatamente me pongo a copiar mis cuartillas.

De estas fantasías asciende un vapor singularmente denso de luz y de color. Salto de gozo ante cosas tan bellas, puestas unas detrás de otras y pienso que nunca he leído nada mejor. La cabeza me rueda de alegría, la satisfacción me engríe, y me siento sacado poderosamente a flote. Sopeso mi escrito en la mano, y, a primera vista, lo taso en cinco coronas. Había que convenir en que podrían darse por él diez coronas, teniendo en cuenta la calidad de la materia. No tenía intención de ceder gratis un trabajo tan original. A juicio mío, no se encuentran novelas de tal calibre en todas las esquinas de la calle. Y me mantuve en las diez coronas. Cada vez había más luz en la habitación. Dirigí una mirada a la puerta. Sin esfuerzo apreciable, podía leer los finos caracteres esqueléticos de:
Mortajas, en casa de la señorita Andersen, a la derecha de la puerta cochera
. Además, ya había pasado un buen rato desde que el reloj dio las siete.

Me levanté y fui al centro de la habitación. Bien pensado, el deseo de la señora Gundersen era bastante oportuno. Realmente, aquella habitación no era digna de mí. En las ventanas colgaban unos visillos verdes demasiado ordinarios y en las paredes faltaban clavos para colgar la ropa. La pobre butaca de báscula, arrimada al ángulo del fondo, no era más que una caricatura de mecedora y hubiera hecho morir de risa a cualquiera. Era demasiado baja para un hombre hecho, y tan estrecha que, por decirlo así, hacía falta un calzador para sentarse en ella. En una palabra, la habitación no estaba amueblada para personas de ocupación intelectual, y yo no me proponía permanecer en ella mucho tiempo. ¡Por nada del mundo la hubiera conservado! Aunque mi paciencia era grande, ya estaba harto de ocupar aquel chamizo.

Lleno de esperanza y de contento, preocupado sin cesar por mi escrito, que a cada instante sacaba del bolsillo para releer un párrafo, quise poner inmediatamente en ejecución mi proyecto de mudanza. Saqué el paquete de mi ropa, un pañuelo rojo que contenía algunos cuellos postizos limpios y periódicos arrugados, que me servían para envolver el pan; arrollé mi colcha y me metí en el bolsillo mi provisión de papel blanco. Luego inspeccioné todos los rincones para asegurarme de que nada olvidaba. No encontrando nada, me asomé a la ventana. Era una mañana oscura y húmeda. No había nadie junto a la fragua encendida. Abajo, en el patio, la cuerda de tender, contraída por la humedad, se tendía rígida de una pared a otra. Era la misma vista de siempre. Me aparté de la ventana, cogí la colcha bajo el brazo, hice una reverencia al «Aviso» del director de Faros, otra a las
Mortajas de la señorita Andersen
y abrí la puerta.

Al momento pensé en mi patrona. Era preciso informarla de mi mudanza para que viese que trataba con un hombre razonable. Quise también agradecerle por escrito los días durante los cuales había ocupado su habitación, después del último pago. La certeza de estar salvado por un tiempo bastante largo me invadía a tal punto, que le prometía entregarle cinco coronas, al pasar por allí uno de los próximos días. Quería demostrarle cumplidamente la honradez de la persona que había cobijado bajo su techo.

Dejé la carta sobre la mesa.

Aún me detuve otra vez al llegar a la puerta y me volví. Me transportaba la idea deslumbradora de estar salvado. Desbordaba de gratitud a Dios y al Universo. Me arrodillé junto a la cama y en alta voz di gracias a Dios por su gran bondad para conmigo aquella mañana. Lo sabía, ¡oh!, lo sabía bien: aquella racha de inspiración que acababa de tener y de poner por escrito, se debía a la acción maravillosa del cielo sobre mi espíritu; era una respuesta a mi grito angustioso de ayer. «¡Es Dios!, ¡es Dios!», me gritaba a mí mismo, y lloraba de entusiasmo ante mis propias palabras. De cuando en cuando me veía forzado a contenerme, para escuchar si pasaba alguien por la escalera. Por fin, me levanté y salí. Me deslicé sin ruido a lo largo de todos los pisos y gané la puerta sin ser visto.

Las calles brillaban a causa de la lluvia caída por la mañana. Un cielo frío y húmedo se extendía sobre la ciudad y por ninguna parte se percibía un rayo de sol. ¿Qué hora sería? Llevaba, como de costumbre, la dirección del Depósito. Vi que eran las ocho y media. Disponía, por lo tanto, de mucho tiempo. Sería inútil llegar al periódico antes de las diez, quizá de las once. No tenía más que esperar deambulando, y mientras, pensar en la manera de desayunar, aunque fuese poco. Ya no temía verme en el caso de acostarme en ayunas aquel día.

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