Authors: Knut Hamsun
Allí abandoné el camino y me senté a descansar. Recogí un poco de brezo y algunas ramas de enebro y me hice un lecho en una ladera casi seca. Abrí mi paquete y saqué la colcha. Fatigado, rendido por la larga caminata, me acosté inmediatamente, me agité y me revolví muchas veces antes de encontrar una buena postura. Mi oreja, herida por el trallazo del hombre de la carreta de heno, me dolía un poco, estaba ligeramente hinchada y no podía echarme sobre ella. Me quité los zapatos, los puse bajo mi cabeza, y encima de ellos el gran papel en que había envuelto la manta.
La oscuridad reinaba en torno a mí; todo estaba tranquilo, todo. Pero en las alturas zumbaba el eterno canto de la atmósfera, ese bordoneo lejano, sin modulaciones, que jamás se calla. Presté atención tanto tiempo a ese murmullo sin fin, a ese murmullo morboso, que comenzó a turbarme. Eran, sin duda, las sinfonías de los mundos girando en el espacio por encima de mí, las estrellas que entonaban un himno...
—¡Quizá sea el diablo! —dije, riendo a gritos, para conservar la serenidad—. Son los búhos que gritaban en Canaán.
Me levanté, volví a acostarme, me puse los zapatos y anduve en la sombra; me acosté otra vez y me debatí entre la cólera y el miedo hasta la aurora. Entonces, por fin, me dormí.
Era completamente de día cuando abrí los ojos, y supuse que se acercaba el mediodía. Me puse los zapatos, empaqueté de nuevo la colcha, y tomé el camino de la población. Tampoco hacía sol, y yo tiritaba como un perro. Tenía las piernas insensibles y los ojos llorosos, como si no pudieran soportar la luz.
Eran las tres. El hambre me daba feroces mordiscos. Estaba extenuado y sentía náuseas. Por el camino me vinieron bascas. Fui hasta el Restaurante Popular, leí la minuta y alcé ostensiblemente los hombros, como si el tocino recién salado y el tocino ahumado no fuesen comida digna de mí. Desde allí bajé a la plaza del " Ferrocarril.
Un singular desmayo me invadió repentinamente. Seguí sin querer prestarle atención; pero iba de mal en peor, y finalmente me vi obligado a sentarme en un escalón. Toda mi alma sufría una transformación, como si en el fondo de mi ser se separara una cortina, como si una tela se hubiera desgarrado en mi cerebro. Aspiré varias veces profundamente, y permanecí allí, lleno de asombro. No había perdido la conciencia, sentía distintamente el dolorcillo de mi oreja —la herida de ayer—, y cuando pasaba alguna de mis amistades, la reconocía inmediatamente, y me levantaba a saludar.
¿Qué era esta nueva sensación, esta nueva tortura que venía a agregarse a todas las demás? ¿Era consecuencia de la noche pasada sobre la tierra húmeda, o era inanición? ¡Era sencillamente absurdo vivir así! ¡Por los santos sufrimientos de Cristo, que no comprendía en absoluto cómo había merecido aquella persecución reservada a los elegidos! Súbitamente se me ocurrió la idea de que podía convertirme en un vividor y que podía llevar la colcha a la casa de empeños. Podía empeñarla por una corona. Suponía tres comidas, suficientes para hacerme subsistir mientras encontraba otra cosa. Engañaría a Hans Pauli. Ya estaba a punto de entrar en el sótano de la casa, pero ante la puerta me detuve, meneé la cabeza, dudando, y me volví.
A medida que me alejaba, me sentía más satisfecho de haber vencido tan fuerte tentación. La conciencia de mi honradez se me subió a la cabeza, tuve el sentimiento grandioso de que yo era un carácter, un faro completamente blanco en medio del mar cenagoso de los hombres, un mostrenco extraordinario. Empeñar el bien de los demás por una comida, beber y comer su propia condenación, tener que tratarse a uno mismo de canalla en pleno rostro y que bajar los ojos ante su propia conciencia... ¡Jamás, jamás! Nunca había acogido seriamente esta idea, aunque se me había ocurrido. Realmente, no se podía ser responsable de las ideas vagas y fugitivas, sobre todo cuando se tiene un terrible dolor de cabeza, cuando se está medio muerto de fatiga, y se arrastra una colcha que pertenece a otro.
¡Realmente podría encontrarse incluso un medio de salvación, llegado el momento! Por ejemplo: ¿había ido a importunar a todas las horas del día al comerciante de Groenland, desde que le escribí solicitando el empleo? ¿Había ido a llamar a su puerta por la mañana y por la tarde? ¿Me había rechazado? ¡Ni siquiera me había presentado para recibir la contestación! Nada probaba que fuera ésta una tentativa completamente vana: quizá la suerte me había favorecido esta vez. Los caminos de la fortuna son a veces extrañamente tortuosos.
Fui al barrio de Groenland.
La última conmoción que trastornó mi cerebro me dejó algo abatido. Andaba con extrema lentitud y reflexionaba en lo que diría al comerciante. Quizá fuera una buena persona. Si se le antojaba, podría darme una corona como anticipo de mi trabajo, sin que yo tuviera que pedírsela. Esta clase de gente tiene a veces excelentes inspiraciones.
Entré por una puerta cochera, ennegrecí las rodilleras de mi pantalón con saliva para tener un aspecto menos derrotado, dejé mi colcha en un oscuro rincón, detrás de una caja, crucé la calle a grandes zancadas y entré en la pequeña tienda.
Un hombre se disponía a llenar unas bolsas hechas con periódicos viejos.
—Quisiera hablar al señor Christie —dije.
—Soy yo —contestó.
Bien. Mi nombre era Fulano de Tal, me había tomado la libertad de dirigirle una solicitud y no sabía si el resultado era favorable. Repitió mi nombre varias veces y se echó a reír.
—¡Va usted a ver! —dijo, sacando una carta del bolsillo—. Tenga la bondad de ver cómo anda de números. Ha fechado usted su carta el año 1848.
Y el hombre comenzó a reír a carcajadas.
—Sin duda es una cosa fastidiosa —dije con embarazo—. Una distracción. Convengo en ello.
—Vea, necesito una persona que de ningún modo se equivoque en los números —dijo—. Lo lamento. Su escritura es muy clara, y además su letra me agrada también, pero...
Esperé un momento, no podía ser aquella la última palabra del hombre. Se puso a llenar las bolsas.
—Sí, es enojoso —dije entonces—: de veras que es terriblemente enojoso; pero, pensándolo bien, eso no se repetirá, y ese pequeño error no puede despojarme de toda capacidad de tenedor de libros, hablando en general.
—No digo eso —contestó—; sin embargo, me ha parecido de tanto bulto, que me he decidido ya por otro candidato.
—¿De modo que la plaza está ya ocupada? —pregunté.
—Sí.
—¡Ah, Dios mío! ¡Entonces no podemos hacer nada!
—No. Lo siento; pero...
—Adiós —dije.
Me entró una furibunda indignación. Fui a buscar mi paquete detrás de la puerta cochera. Apretando los dientes, empujaba a los caminantes inofensivos que se me cruzaban en la acera, sin pedirles perdón. Un caballero se detuvo y reprendió agriamente mi conducta. Me volví y le grité al oído una sola palabra, una palabra desprovista de sentido, le puse el puño bajo la nariz y seguí mi camino, sin poder contener la rabia que me cegaba. Llamó a un agente. ¡Mi mayor deseo era tener por un momento un policía entre mis manos! Acorté el paso para darle lugar a que me alcanzara; pero no vino. ¿Había la menor apariencia de razón para que todas mis tentativas, las más enérgicas y las más apasionadas, debieran fracasar? Por ejemplo: ¿por qué había escrito «1848»? ¿Qué tenía que hacer con este maldito número? Tenía tanta hambre, que los intestinos se retorcían en mi estómago como serpientes, y en ninguna parte estaba escrito que yo pudiera comer algo antes de que terminara el día. A medida que el tiempo pasaba, me sentía más decaído física y moralmente, me dejaba influir por pensamientos cada vez menos honestos. Para salir del apuro, mentía sin vergüenza, estafaba su alquiler a las pobres gentes. Incluso tenía que luchar contra los más viles pensamientos, como el de empeñar las colchas de otro. Todo ello, sin pena; sin remordimientos de conciencia. Signos de descomposición comenzaban a aparecer en lo más íntimo de mi ser, que se enmohecía cada vez más. Y desde lo alto del cielo, Dios me seguía con atenta mirada y vigilaba para que mi caída se cumpliera con todas las reglas del arte, lenta y firmemente, sin romper la cadencia. Pero en el abismo infernal, los traviesos diablos se erizaban de furor, porque yo tardaba demasiado en cometer un pecado mortal, un pecado imperdonable por el cual Dios, en su equidad, se vería obligado a precipitarme en él...
Apresuré el paso, torcí de pronto a la izquierda y entré, enardecido y furioso, en un portal alumbrado. No me detuve ni un segundo, pero toda la singular decoración del portal se grabó instantáneamente en mi conciencia. Veía con toda claridad en mi interior los más insignificantes detalles de las puertas, de las molduras, mientras subía la escalera. Llamé violentamente en el primer piso. ¿Por qué me detuve precisamente en el primer piso? ¿Por qué tirar precisamente de aquel cordón de campanilla que era el más alejado de la escalera?
Abrió la puerta una joven, con un traje gris adornado de negro. Me miró un instante con extrañeza, luego movió la cabeza y dijo:
—No, no tenemos nada hoy.
E hizo ademán de cerrar la puerta. ¿Por qué fracasaba también con aquella persona? Pensé que me tomaba por un mendigo, e instantáneamente me tranquilicé. Me quité el sombrero, me incliné respetuosamente y, como si no hubiera oído sus palabras, dije con las más extremada cortesía:
—Le ruego que me perdone, señorita, por haber llamado tan fuerte; no conocía la campanilla. Debe de vivir aquí un señor enfermo que ha inserto un anuncio en los periódicos; solicita una persona para acompañarle empujando su cochecillo.
Estuvo un instante pensando en aquel embuste. Me pareció que se quedaba perpleja sin saber qué pensar de mí.
—No —dijo por fin—; aquí no hay ningún señor enfermo.
—¿No? Un señor de cierta edad, dos horas diarias de paseo, cuarenta óre por hora.
—No.
—Entonces, le ruego una vez más que me perdone —dije—. Quizá sea en los bajos. Quería simplemente recomendar a un conocido mío por quien me intereso. Yo me llamo Wedel Jarlsberg.
Me incliné de nuevo y me retiré. La joven enrojeció hasta el blanco de los ojos. En su embarazo, permaneció quieta y me siguió con la vista hasta que bajé la escalera.
Había recobrado la tranquilidad, y mi cabeza estaba despejada. Las palabras de la joven —que no tenía nada que darme hoy— me habían hecho el efecto de una ducha fría. Había llegado al extremo de que el primer llegado me señalara con el dedo y se dijera: «He aquí un mendigo, uno de esos a los que las gentes "bien" tienden su comida por el resquicio de una puerta».
En la calle de los Molineros me detuve ante un restaurante y saboreé el olor apetitoso de la carne que asaban en el interior. Ya tenía en la mano el picaporte e iba a entrar sin objeto preciso, pero me contuve a tiempo y me alejé. Al llegar a la plaza del Gran Mercado, busqué un sitio en donde descansar un momento. Todos los bancos estaban ocupados, y fueron inútiles las vueltas que di a la iglesia en busca de un lugar tranquilo donde sentarme. ¡Naturalmente!, me dije con amargura. ¡Naturalmente, naturalmente! Y seguí andando. Di la vuelta hacia la fuente que hay en el rincón del Mercado de la Carne, bebí un poco de agua y proseguí la marcha. Me arrastraba poco a poco, parándome largo rato delante de cada escaparate, deteniéndome para seguir con la vista cada coche que pasaba. Sentía en mi cabeza un calor intenso y luminoso, y un extraño latir en mis sienes. Me sentó mal el agua que había bebido, vomité en varios sitios de la calle. Llegué así al cementerio de El Salvador. Me senté, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. Recogido en aquella posición, me encontraba bien y no sentía el roer de mis entrañas.
Un cantero permanecía inclinado sobre una gran piedra de granito, junto a mí, grabando una inscripción. Llevaba gafas negras y me recordó de repente a un conocido, al que casi había olvidado, un hombre que estaba empleado en un banco, y que había encontrado hacía algún tiempo en el café Oplandsk.
¡Si al menos pudiera ocultar mi vergüenza y dirigirme a él! Le diría toda la verdad. ¡Lástima que aquello no fuera cierto en un momento en que tan mal me encontraba en la vida! Podía darle mi abono de la peluquería... ¡Pardiez, el abono del peluquero! ¡Bonos por valor casi de una corona! Busco nerviosamente el precioso tesoro. No hallándolo en seguida, me pongo en pie de un salto, busco; un sudor de angustia cubre mi frente, y por fin lo encuentro en el fondo de mi bolsillo interior con otros papeles, blancos o escritos, sin interés. Cuento y recuento los seis billetes, tan pronto en un sentido como en otro. No tengo gran necesidad de ellos. El ir sin afeitar puede ser un capricho, un antojo que me ha dado. ¡Y yo podía ser dueño de media corona, de una hermosa media corona toda blanca, en plata de Kónigsberg! El banco cerraba a las seis y podía encontrar a mi hombre ante el Oplandsk entre siete y ocho.
Durante un gran rato me alegró este pensamiento. Pasaba el tiempo, el viento soplaba fuerte en los castaños vecinos, y caía la tarde. ¿No sería ridículo ir sin más ni más a ofrecer seis bonos para afeitarse a un joven que estaba empleado en un banco? A lo mejor tendría en el bolsillo diez bonos completamente llenos de billetes más elegantes y limpios que los míos; ¡quién sabe! Me palpaba los bolsillos en busca de alguna otra cosa que agregar al bono, pero no encontraba nada. ¡Si pudiera siquiera ofrecerle mi corbata! Podía muy bien pasarme sin ella, con tal de abrocharme la americana hasta el cuello; cosa que de todos modos tenía que hacer, porque carecía de chaleco. Me quité la corbata, una gran pechera que me cubría la mitad del pecho, la doblé con cuidado y la envolví en una hoja de papel blanco con el abono de la peluquería. Luego abandoné el cementerio y bajé hasta el Oplandsk.
Eran las siete en el reloj del Depósito. Me paseé por las proximidades del café, pasé una y otra vez ante la verja de hierro, mirando con atención, vigilando cuidadosamente a los que entraban y salían. Por fin, hacia las ocho, vi al joven, fresco y elegante, subir la calle y cruzar hacia la puerta del café. Al divisarle, mi corazón saltó en el pecho como un pajarillo, y corrí hacia él, sin saludarle.
—¡Deme media corona, amigo! —le dije, y haciéndome el desahogado añadí—: ¡Aquí tiene su valor! —y le puse en la mano el paquetito.
—No la tengo —dijo—. ¡Dios me es testigo de que no la tengo! Y puso boca abajo el bolsillo ante mis ojos—. Estuve de juerga anoche y me quedé limpio. Créame, no tengo la media corona.