Hambre (7 page)

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Authors: Knut Hamsun

BOOK: Hambre
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—¡Sí, sí, es muy posible! —contesté.

Creí lo que me decía. No tenía ningún motivo para mentir por tan poca cosa. Me pareció, además, que sus azules ojos estaban húmedos, mientras buscaba en sus bolsillos sin hallar nada. Me retiré.

—¡Excúseme! —dije, porque estaba un poco avergonzado.

Ya había recorrido un trecho de la calle, cuando me llamó, alargándome el paquete.

—¡Guárdeselo, guárdeselo! —contesté—. Se lo doy de todo corazón. Es poca cosa, una fruslería, casi todo lo que poseo en la tierra.

Mis propias palabras me conmovieron, tan desolado era su tono en la penumbra del crepúsculo, y me eché a llorar.

El viento refrescaba, las nubes corrían furiosamente por el cielo y hacía cada vez más frío, según iba cayendo la noche. Lloré a lo largo de la calle, cada vez más apiadado de mí mismo, repitiendo de vez en vez algunas palabras, una plegaria que me volvía a arrancar lágrimas siempre que pretendía contenerlas: «¡Dios mío, qué desgraciado soy! ¡Qué desgraciado soy, Dios mío!».

Pasó una hora, con una lentitud infinita. Permanecí gran rato en la calle del Mercado, sentándome en los escalones, disimulándome bajo las puertas cocheras, cuando alguien iba a pasar, acechando, sin pensar en nada, las pequeñas tiendas iluminadas, en que la gente se movía entre mercancías y dinero. Por último, hallé un cálido rincón detrás de una pila de planchas, entre la iglesia y el Mercado de la Carne.

¡No, no volvería aquella noche al bosque, pasara lo que pasase! No tenía fuerzas, ¡y el camino era tan infinitamente largo! Procuré acomodarme lo mejor posible, decidido a pernoctar en donde estaba. Si llegase a hacer demasiado frío, podría pasearme un poco por el lado de la iglesia; ¡no tenía intención de dar más paseos! Me recosté contra la pila de planchas, bien acurrucado.

El ruido disminuía a mi alrededor, las tiendas se cerraban, los pasos de los peatones eran cada vez menos frecuentes, y poco a poco se hizo la oscuridad en todas las ventanas...

Abrí los ojos y percibí una silueta ante mí. Los bruñidos botones, que reflejaban en la sombra, me hicieron sospechar que era un policía. No podía ver su rostro.

—¡Buenas noches! —dijo.

—¡Buenas noches! —contesté, lleno de miedo.

Me levanté muy azorado. Él permaneció un instante inmóvil.

—¿Dónde vive usted? —preguntó.

Por la vieja costumbre y sin reflexionar, le di mi antigua dirección, la de la pequeña buhardilla que yo había dejado. Permaneció inmóvil un momento.

—¿He hecho algo malo? —pregunté ansiosamente.

—¡Nada, en absoluto! —contestó—. Pero debe usted marcharse a su casa, hace demasiado frío para dormir aquí.

—Sí, hace fresco; lo estoy notando.

Le di las buenas noches, e instintivamente tomé el camino de mi antiguo domicilio. Con precaución, podría muy bien subir sin ser oído; la escalera sólo tenía ocho tramos, y los escalones no crujían más que en los dos últimos.

En la puerta me quité los zapatos. Subí. Todo estaba tranquilo. En el primer piso oí el lento tictac de un reloj y a un niño que lloriqueaba; después no oí nada más. Encontré la puerta de mi habitación, la levanté un poco sobre los goznes y la abrí sin llave, como hacía siempre. Entré y cerré la puerta sin hacer ruido.

Todo estaba tal como lo había dejado, los visillos recogidos en las ventanas y la cama estaba vacía. Sobre la mesa distinguí un papel. Quizá fuera mi carta para la patrona, que no habría subido desde que me marché. Alargué la mano temblorosa hacia la blanca mancha, y vi con estupefacción que era un sobre. ¿Un sobre? Lo cojo y me acerco a la ventana, miro tanto como puedo en la oscuridad aquellas letras mal trazadas, y por fin descifro mi propio nombre. «¡Ah! —pienso—. Una respuesta de la patrona, una prohibición de volver a poner los pies en el cuarto, en caso de que tuviera intención de volver a buscar albergue.»

Y lentamente, muy lentamente, salgo de la habitación con los zapatos en una mano, la carta en la otra y la colcha bajo el brazo. Al bajar los escalones que crujen, me hago más ligero, aprieto los dientes; por fin, llego sin dificultad al pie de la escalera, y heme de nuevo en el portal.

Me pongo los zapatos, tomándome tiempo para atarlos, y permanezco un instante tranquilo después de terminar, con la mirada en el vacío, sin pensar en nada y con la carta en la mano.

Después me levanto y salgo.

La llama vacilante de un farol de gas oscila en lo alto de la calle; voy a colocarme bajo la luz, apoyo mi paquete contra el farol y abro la carta; todo ello con extrema lentitud.

Como si un torrente de luz me atravesara el pecho, lanzo una exclamación, una absurda nota de alegría: la carta procede del redactor jefe, mi artículo está aceptado, y enviado inmediatamente a componer. «Algunas ligeras modificaciones... Corrección de algunos errores de pluma... Lleno de talento... Impreso mañana... Diez coronas.»

Reí y lloré, me puse a correr calle arriba, me detuve, golpeé mis piernas, invoqué a mis grandes dioses, al vacío, por hacer algo. Y el tiempo pasaba.

Durante toda la noche, hasta llegar el día, canté por las calles, lleno de alegría, y repetía: «Lleno de talento». Era, pues, una pequeña obra maestra, un rasgo del genio. ¡Y diez coronas!

Segunda parte

Una tarde, algunas semanas después, me encontraba en las afueras.

Nuevamente había ido, para sentarme, a un cementerio y había escrito un artículo para un periódico. Mientras estaba trabajando allí dieron las diez, la noche cayó e iban a cerrar las puertas. Tenía hambre, mucha hambre. Desgraciadamente, las diez coronas sólo habían durado poco tiempo. Ya hacía dos, casi tres días, que no comía nada, y me sentía deprimido; hasta sostener el lápiz me fatigaba. Tenía en el bolsillo la mitad de un cortaplumas y un manojo de llaves, pero ni un cuarto.

Cuando cerraron la puerta del cementerio, debí , haberme ido derecho a casa, pero vagué todavía algún tiempo. Me inspiraba un terror instintivo mi cuarto, tan tétrico y vacío: un taller abandonado de hojalatero, donde se me permitía vivir provisionalmente. Deambulé al azar, pasé ante el Depósito, bajé hasta el mar y fui a sentarme en un banco, en el muelle del Ferrocarril.

Por entonces no tenía ideas tristes. Olvidé mi miseria y me sentí sosegado a la vista del puerto, apacible y bello en la semioscuridad. Siguiendo una vieja costumbre, quise proporcionarme una alegría releyendo lo que acababa de escribir, y que a mi cerebro enfermo le parecía lo mejor que hasta entonces hiciera. Saqué el manuscrito del bolsillo, lo acerqué a mis ojos y lo recorrí página por página. Aquello me fatigó y guardé las cuartillas. Todo estaba tranquilo: el mar se extendía semejante a un nácar azulado. Un policía paseaba un poco lejos, era la única alma viviente que por allí se veía, y todo el puerto estaba silencioso.

Cuento de nuevo mi fortuna: la mitad de un cortaplumas, un manojo de llaves, pero ni un cuarto. De pronto busco en el bolsillo y saco de nuevo mis cuartillas. Es un acto mecánico, un reflejo inconsciente. Busco una hoja blanca, una bella hoja virgen y... Dios sabe de dónde me vino aquella idea... Hago un cucurucho, lo cierro con precaución para que esté lleno de aire y lo arrojo tan lejos como me es posible, sobre el pavimento. El viento lo lleva un poco más lejos, pero al fin se detiene.

El hambre me alteraba el sistema nervioso. Miré el cucurucho de papel blanco, que tenía el aspecto de envolver monedas de plata relucientes, y me engañé imaginando que contenía algo. Hasta me invité a adivinar la cantidad... ¡Y si acertaba exactamente, sería para mí! Me imaginaba las bellas piececitas de diez óre en el fondo y las grandes coronas estriadas encima... ¡Un cucurucho completamente lleno de dinero! Lo miraba con los ojos muy abiertos y, cómplice de mí mismo, me animaba a ir a robarlo.

Entonces oí toser al policía... ¿Cómo se me ocurrió remedarlo? Me levanté del banco, y tosí tres veces para que me oyera. ¡Cómo se arrojaría sobre el cucurucho cuando llegara cerca! Me regocijaba del chasco que iba a llevarse, me frotaba las manos, enajenado, y juraba a todos los vientos. ¡Cómo haría el ridículo, el granuja! ¡Que el diablo me llevase, si no iba dando volteretas hasta el mismo infierno y sufría los más terribles tormentos aquel canalla! Estaba transido de inanición, el hambre me enloquecía por completo.

Poco después llega el agente, haciendo sonar su calzado ferrado sobre el pavimento, escudriñando por todos lados. Marcha despacio; tiene toda la noche ante sí; no ve el cucurucho... hasta estar muy cerca de él. Entonces se para y lo observa. ¡Tiene un aspecto tan blanco y tan hermoso, bien colocado sobre el pavimento! Tal vez sea una pequeña cantidad, ¿eh? Lo coge... ¡Jem! Es ligero, muy ligero. Quizá sea una pluma de precio, un adorno de sombrero... Lo abre con precaución con sus grandes manos, y mira. Yo río, río golpeándome las piernas, río desesperadamente. De mi garganta no sale un sonido, mi risa es silenciosa y febril, tiene la profundidad de un sollozo...

Luego suenan de nuevo pasos sobre el pavimento; el agente da una vuelta por la plaza. Yo tengo los ojos arrasados en lágrimas, el hipo me sofoca, estoy fuera de mí, de alegría febril. Me pongo a hablar alto, contándome la historia del cucurucho, e imitando los gestos del pobre agente, meto un ojo en el hueco de la mano y me repito sin cesar: «¡Ha tosido al tirarlo! ¡Ha tosido al tirarlo!». A estas palabras agrego otras, les doy un aire malicioso, doy vueltas a la frase y la afilo: «¡Tosió una vez... ju, ju!».

Di todas las variaciones posibles a estas palabras, y la noche estaba muy avanzada cuando mi excitación cesó. Una tranquilidad agobiadora cayó sobre mí, era una agradable lasitud a la que me abandoné sin resistencia. La oscuridad era un poco más densa, y una leve brisa abría surcos en el nacarado mar. Los buques, cuyos palos veía tocando el cielo, parecían, con sus negros cascos, monstruos silenciosos con los cabellos erizados que me aguardaban, al acecho. Yo no sentía ningún dolor; el hambre me había embotado la sensibilidad; por el contrario, me sentía deliciosamente vacío, sin ningún contacto con lo que me rodeaba, y feliz por no ser visto de nadie. Extendí las piernas sobre el banco y me volví hacia atrás; así podía sentir mejor todo el bienestar de la separación. No había ni una nube en mi alma, ninguna sensación de malestar y, tan lejos como podía llegar mi pensamiento, no envidiaba nada, no tenía ni un deseo insatisfecho. Estaba tumbado con los ojos abiertos, en un estado singular; estaba ausente de mí mismo, me sentía deliciosamente lejano.

Ni un ruido vino a molestarme; la clemente oscuridad había ocultado el Universo a mis ojos y me había rodeado de una tranquilidad imperturbable... Sólo el monótono rumor apagado del gran silencio vacío llegaba a mis oídos. Y los negros monstruos que estaban allí iban a cogerme, llegada la noche, y llevarme muy lejos, al otro lado del mar, a través de países extraños, donde no vivía el ser humano. Y me conducirían al castillo de la princesa Ylajali, donde me esperaba un esplendor insospechado, más grande que todo el humano esplendor. Ella misma estaría sentada en una sala deslumbrante, en la que todo son amatistas, sobre un trono de rosas amarillas, me tendería la mano cuando yo entrase, me saludaría, daría el grito de bienvenida al aproximarme y yo me arrodillaría. «¡Bien venido, caballero! ¡Bien venido a mi casa y a mi país! Te he esperado durante veinte estíos y te he llamado en todas las noches claras. Cuando estabas apenado he llorado en esta sala, y cuando dormías te he inspirado deliciosos sueños...» La hermosa coge mi mano y me acompaña a través de largas galerías o entre grandes legiones de hombres que gritan: «¡Viva!», y a través de los claros jardines en los que trescientas muchachas juegan y ríen. Me conduce a otra sala, donde todo es de esmeraldas brillantes, con las que el sol juega. Por las galerías y los pasillos pasa la sinfonía de una música embriagadora, y los aromas de los perfumes llegan a mi rostro. Tengo su mano en la mía, y siento correr en mi sangre las locas delicias del sortilegio. Rodeo su talle con mi brazo y ella murmura: «¡Aquí no, más lejos aún!». Entramos en la sala roja, donde todo es de rubíes, un esplendor espumoso en que me abismo. Siento entonces su brazo alrededor de mi cuello, su aliento en mi rostro cuando murmura: «¡Bien venido por amor! ¡Dame un beso! Otro..., otro».

Desde mi banco, veo las estrellas completamente encima de mi rostro, y mi pensamiento flota en un huracán de luz...

Me había dormido echado en el banco y era el agente quien me despertaba. Me devolvían implacablemente a la vida y a la miseria. Mi primer sentimiento fue una estúpida extrañeza al encontrarme fuera de la hermosa estrella, pero pronto dejó lugar a un amargo descorazonamiento. Estaba a punto de llorar de pena por estar aún en la vida. Había llovido mientras dormía, mis ropas estaban mojadas y sentía en mis miembros un frío húmedo. La oscuridad había aumentado, y apenas podía distinguir las facciones del agente que estaba ante mí.

—¡Vamos —dijo—, levántese!

Me levanté en seguida. Si me hubiera ordenado que me volviera a echar, le hubiera obedecido igual. Estaba muy deprimido, completamente sin fuerzas, y además, comencé casi instantáneamente a sentir hambre.

—¡Espere un poco, idiota! —me gritó el policía—. Se va usted sin el sombrero. ¡Bueno, ahora márchese!

—Me parecía también que hubiera olvidado..., que hubiera olvidado algo —balbuceé distraídamente—. ¡Gracias, buenas noches!

Partí tambaleándome.

¡Si tuviese aunque sólo fuera un poco de pan que llevarme a la boca! Uno de esos deliciosos panecillos de centeno que se pueden comer andando. Me representé con toda precisión la clase especial de pan de centeno que sería bueno poseer. Tenía un hambre canina, anhelaba estar muerto y desaparecido, me puse sentimental y comencé a llorar. Mi miseria, ¿no tendría nunca fin? De pronto me paré en medio de la calle, golpeé el suelo con el pie y juré en voz alta. ¿Qué me había llamado? ¿Idiota? ¡Voy a enseñarle a ese agente lo que cuesta llamarme a mí idiota! Di media vuelta, y volví corriendo sobre mis pasos. Me sentía inflamado y ardiente de cólera. En la parte baja de la calle di un mal paso y caí, pero no le di importancia; me levanté de un salto y seguí corriendo. Sin embargo, al bajar a la plaza del Ferrocarril estaba tan fatigado, que me sentí sin fuerzas para llegar hasta el muelle. Además, durante la carrera, mi cólera había decaído. Después de todo, ¿no era completamente indiferente lo que había dicho aquel bruto de agente? «Sí, pero hay cosas que yo no puedo tolerar.» «¡Sin duda! —me interrumpí yo mismo—; pero él no se había dado cuenta!» Encontré satisfactoria esta excusa. Me repetí que él no se había dado cuenta. Di de nuevo media vuelta.

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