Heliconia - Invierno (14 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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Comenzó a vestirse. Ella se calzó las chinelas en silencio, preguntándose si él le pagaría. Una única lámpara de aceite iluminaba la escena.

Después de atarse las botas, él recogió el libro que esperaba junto a la cama y dejó algunos sibs en su lugar. En sus ojos se palpaba la desdicha. Notó el miedo en ella pero no pudo hacer nada para tranquilizarla.

—¿Volverás, Harbin? —preguntó ella, juntando sonoramente las manos.

Él levantó la mirada hacia las grietas del techo y sacudió la cabeza. Después se fue.

Una malévola lluvia caía sobre Askitosh, y de las cloacas brotaba una sucia espuma. Fashnalgid no le prestó atención. Caminaba con paso firme por las calles desiertas, como si quisiera dejar atrás sus pensamientos.

Esas mismas calles desiertas habían visto pasar la noche anterior a un mensajero sobre un exhausto yelk. El hombre había cabalgado colina arriba hasta los cuarteles. Aunque se había intentado silenciar el incidente, al poco tiempo ya se hablaba de ello en el casino de oficiales. El mensajero era un agente del Oligarca. Traía un informe acerca de Asperamanka: anunciaba la victoria de éste sobre las fuerzas combinadas de Campannlat y la liberación de Isturiacha. Según el informe, Asperamanka esperaba de Sibornal un recibimiento triunfal.

El mensajero en cuestión no había terminado de desmontar y ya caía de bruces sobre el pavimento del patio. Presentaba los síntomas clásicos de la Muerte Gorda. Un oficial se acercó al hombre caído y le descerrajó un tiro. No más de una o dos horas después, la madre se le aparecía a Fashnalgid en sueños e, inquieta, le decía: «El hermano matará al hermano». En el sueño, él colgaba de un gancho.

Dos días más tarde, Fashnalgid era destinado a Koriantura.

No bien recibió sus órdenes del mayor Gardeterark, comprendió claramente qué se proponía el Oligarca. Existía un único factor capaz de desbaratar sus planes para conducir a Sibornal sano y salvo a través del Invierno Weyr: la Muerte Gorda. En la locura que la peste acarreaba, los hermanos se devorarían entre sí sin remisión.

La muerte del mensajero nocturno advirtió al Oligarca que el ejército de Asperamanka era portador de esta plaga originaria del Continente Salvaje. De manera que se había llegado a una decisión racional: el ejército del Arcipreste Militante no debía regresar. La Guardia Principal, a la que pertenecía Fashnalgid, estaba en Koriantura por un único motivo: aniquilar a las fuerzas de Asperamanka en cuanto se acercasen a la frontera. Las regulaciones contra la plaga, la Restricción de Personas en Situación de Residencia, impuestas a la ciudad así como a Eedap Mun Odim, eran pasos tendientes a hacer que U población aceptase más fácilmente la masacre cuando ésta tuviese lugar.

Estas terribles reflexiones cruzaban la cabeza de Harbin Fashnalgid mientras yacía en su catre bajo el techo de Odim. Al contrario del mayor Gardeterark, Fashnalgid no era dado a madrugar. Pero la visión que ocupaba su mente no le permitía refugiarse en el sueño. Veía a la Oligarquía como a una araña que, sentada en algún punto de la oscuridad, subsistía a través de las eras a un elevado costo para la gente común.

Era éste el matiz implícito en la afirmación de su padre. Había comprado una promesa de futuro; la había comprado al precio de la vida de su hijo. Su padre se había asegurado la subsistencia como antiguo Miembro de la Oligarquía sin importarle el precio que estaba haciendo pagar al prójimo.

—Tengo que hacer algo al respecto —se dijo Fashnalgid, al tiempo que abandonaba perezosamente su camastro.

Por el pequeño ventanuco comenzaba a filtrarse la luz. Podía oír a su alrededor los primeros y claros indicios del intenso trajín de los Odim.

—Tengo que hacer algo al respecto —se repitió al vestirse.

Cuando, pocas horas más tarde, Besi Besamitikahl entró en su despacho, supo por los involuntarios gestos corporales de la joven que estaba dispuesta a someterse a su voluntad. Fue entonces cuando entrevió la posibilidad de utilizarlos a ella y Odim para desbaratar el plan del Oligarca y salvar al ejército de Asperamanka.

La escarpa que guardaba el flanco oriental de Koriantura y se hundía en el istmo de Chalce marcaba el punto de unión entre los continentes de Sibornal y Campannlat. La tierra irregular al sur de la escarpa —que cualquier ejército que avanzase hacia Uskutoshk debía atravesar— limitaba al oeste con una zona de marismas que eventualmente desembocaban en el mar y acababa a las pocas millas en los Acantilados de Marfil, apostados ante las estepas de Chalce como gigantescos centinelas.

Harbin Fashnalgid y los tres soldados rasos a su mando detuvieron sus yelks al pie de los Acantilados de Marfil y desmontaron. Descubrieron una cueva en la que guarecerse de la brisa helada; Fashnalgid ordenó a uno de sus hombres que encendiese una pequeña hoguera. Luego extrajo una petaca del bolsillo y echó un trago.

Besi Besamitikahl había demostrado su utilidad. Le había enseñado un camino que, a través de las callejuelas de Koriantura, desembocaba al otro lado de la colina, evitando las patrullas de la Guardia Principal que vigilaban en sus posiciones desde lo alto de la escarpa. Técnicamente, Fashnalgid era ahora un desertor. A sus hombres les había dado información falsa. Debían esperar allí hasta que el ejército de Asperamanka se aproximase por el sur. No corrían peligro alguno. En cuanto a él, tenía que entregarle un mensaje especial del Oligarca al Arcipreste.

En cuanto los yelks estuvieron echados y atados, los hombres se apretaron contra ellos, buscando el calor que emanaba de sus cuerpos. Así esperaron a Asperamanka. Fashnalgid leía un libro de poesía amorosa.

Pasaron varias horas. Los hombres se quejaban, inquietos. Al disiparse la niebla, el cielo se volvió de un celeste velado. Oyeron un lejano rumor de cascos. Sin duda, por el sur se acercaban jinetes.

Los Acantilados de Marfil constituían los bastiones de la inhóspita espina del altiplano que dominaba el golfo de Chalce. Sus profundas cañadas eran paso obligado de los viajeros.

Fashnalgid se metió el libro de poemas en el bolsillo y de un salto ya estaba en pie.

Como tantas otras veces en el pasado, comprobó cuan débil era su voluntad. Las horas de espera, por no mencionar el tono lánguido de los versos, habían minado su determinación. A pesar de ello, ordenó con voz firme a sus hombres que se ocultasen en sus posiciones mientras él se dejaba ver. Esperaba descubrir la vanguardia de un ejército pero se encontró con dos jinetes.

Los jinetes avanzaban lentamente, aplastados en sus monturas a causa del agotamiento. Ambos vestían uniforme y sus yelks estaban medio afeitados, a la manera militar. Fashnalgid les dio la orden de alto.

Uno de los jinetes se apeó y se le acercó con andar cansino. Aunque era casi un mozalbete, el polvo y la fatiga le habían agrisado el rostro.

—¿Eres de Uskutoshk? —preguntó con aspereza.

—Sí, de Koriantura. ¿Pertenecéis al ejército de Asperamanka?

—Le llevamos unos tres días de delantera al grueso de las fuerzas. Puede que más. Fashnalgid pensó rápidamente. SÍ los dejaba pasar, los jinetes no tardarían en toparse con los vigías de Gardeterark y podrían revelarles su situación. No se vio capaz de matarlos a sangre fría; ni hablar: el joven que tenía delante, por ejemplo, era un teniente alférez. Comprendió que no le quedaba otro camino que informarles acerca de la suerte que corrían sus fuerzas y confiar en que colaborarían.

Dio un paso en dirección al joven teniente. Éste desenfundó un arma y, apoyándola sobre su torcido antebrazo izquierdo, le apuntó. Mientras intentaba centrar la vista en la mirilla, exclamó:

—No te acerques. Hay otros hombres contigo.

Fashnalgid abrió los brazos:

—Mira, no hagas eso. No te causaremos ningún daño. Sólo pretendo hablar. Puedo darte de beber, si quieres.

—Ambos nos quedaremos donde estamos —dijo el teniente, sin cesar de apuntar a través de la mirilla de su revólver; luego, le gritó a su compañero—: Ven aquí. Desarma a este hombre.

Fashnalgid se mordía nerviosamente los labios, suponiendo que sus hombres lo rescatarían; por otra parte, prefería que no lo hicieran, ya que el primer perjudicado podía ser él. Vio desmontar al segundo jinete. Botas, calzones, capote, gorro de piel. Su cara era pálida, de facciones delicadas, lampiña. Algo en su manera de moverse le reveló a Fashnalgid, un experto en la materia, que se trataba de una mujer. Indecisa, la mujer avanzaba hacia él.

En cuanto se le aproximó lo suficiente, Fashnalgid se abalanzó sobre ella, la cogió de la muñeca y, doblándole el brazo, la utilizó como escudo. Con la otra mano, apuntó al joven.

—Si no arrojas el arma os mato a los dos. —Cuando su orden fue obedecida, Fashnalgid se dirigió a sus hombres y éstos emergieron de sus escondites con cautela, sin demasiado ánimo de lucha.

El jinete, revólver en tierra, continuaba de pie frente a Fashnalgid. Éste, sin dejar de apuntarle, introdujo la mano izquierda en el capote de su cautiva y palpó sus senos.

—¿Quién demonios eres?—dijo entre risotadas, mientras la mujer no podía reprimir el llanto—. Es evidente que te agrada cabalgar con la criatura que te da consuelo… y vaya si está desarrollada esta criatura.

—Soy Luterin Shokerandit, teniente. Cumplo una urgente misión para el Supremo Oligarca, así que harías bien en dejarme pasar.

—Pues estás en un aprieto. —Fashnalgid ordenó a uno de sus hombres que recogiese el arma de Shokerandit, obligó a la mujer a darse la vuelta y le quitó la gorra para ver mejor sus facciones. En los ojos de Toress Lahl se acumulaba la rabia. El capitán le dio unas palmaditas en la mejilla y dijo, dirigiéndose a Shokerandit:

—No nos enfrentaremos. Muy al contrario. He de advertirte algo. Guardaré el arma y nos daremos la mano como caballeros.

Se dieron la mano con cautela, mirándose fijamente. Shokerandit tomó a Toress Lahl por el brazo y la atrajo hacia sí en silencio. En cuanto a Fashnalgid, el contacto de los senos lo había animado, y empezaba a felicitarse a sí mismo por lo bien que había manejado una situación tan delicada, cuando el soldado que hacía de vigía avisó que se aproximaban jinetes desde el norte, de Koriantura.

Una fila de caballería se aproximaba a los Acantilados de Marfil, pabellón en alto. Fashnalgid limpió la lente del catalejo que guardaba en el bolsillo del chaquetón y lo enfocó en esa dirección.

Lanzó una maldición. Quien guiaba la patrulla no era otro que su superior, el mayor Gardeterark. Lo primero que pensó fue que Besi lo había traicionado. Pero era más probable que algún ciudadano, al verlo abandonar Koriantura, hubiese dado parte.

Las siluetas estaban todavía a una distancia considerable. Sabía perfectamente lo que le sucedería si se dejaba atrapar. Sin embargo, aún podía actuar. Tanto su actitud como sus palabras convencieron a Shokerandit y a la mujer de que estaban más seguros con él que intentando escapar, sobre todo después de ofrecerles dos yelks de refresco. Gritó a sus hombres que mantuviesen la posición y le dijesen al mayor que había un importante contingente armado al otro lado de los Acantilados; luego montó en su yelk y se alejó a todo galope, con Shokerandit y Toress Lahl pisándole los talones. Espoleó a uno de los yelks sueltos para que galopase delante de él.

Un poco más adelante se abría, cañada arriba, un pasadizo lateral. Fashnalgid hizo que el yelk suelto siguiese de largo y, siempre con sus acompañantes detrás, tomó el desvío. Imaginó que el rumor de los cascos confundiría a la patrulla.

El pasadizo se estrechaba hasta convertirse en una fisura en la roca, así que tuvieron que sostener firmemente las riendas y obligar a las bestias a escalar la inconsistente ladera. Por fin emergieron en medio de un abrupto terreno de rocas partidas entre las que algunos arbustos y árboles pequeños, vencidos por el viento, se inclinaban hacia el sur. Desde abajo les llegó y se perdió el veloz retumbar de la tropa del mayor.

Fashnalgid se enjugó el sudor frío que le cubría las cejas y enfiló hacia el oeste, sorteando rocas. Ambos soles ocupaban la misma porción del cielo, Freyr más bajo que nunca hacia el sudoeste, Batalix hundiéndose en el poniente.

Los tres jinetes guiaron a sus monturas a través de una serie de montículos erosionados y alrededor de un peñasco medio derruido y grande como una casa, que presentaba signos de haber sido habitado en otros tiempos. En la lejanía, más allá del declive de la altiplanicie, reverberaba el mar. Fashnalgid se detuvo y echó mano de la petaca. Luego se la ofreció a Shokerandit, que negó con la cabeza.

—He decidido confiar en ti —dijo—. Pero ahora que hemos eludido a tus amigos, será mejor que hables claro. Tengo la misión de llegar hasta el Oligarca lo antes posible.

—Pero mi misión es evitar al Oligarca. Debes saber que si te presentas ante él, es muy posible que te maten. —Y le explicó el recibimiento que le esperaba a Asperamanka. Shokerandit volvió a sacudir la cabeza.

—Fue la Oligarquía la que nos envió a Campannlat. Estás loco si los crees capaces de masacrarnos a nuestro regreso.

—Si el Oligarca considera en tan poco a un individuo, imagina lo que piensa de un ejército.

—Nadie en su sano juicio destruiría uno de sus propios ejércitos.

Fashnalgid se puso a gesticular.

—Eres más joven que yo. Tienes menos experiencia. Los hombres juiciosos son los más dañinos. ¿Crees de verdad que es la razón la que guía nuestros actos? ¿Qué es pensar racionalmente sino suponer que los demás se comportarán como nosotros? No debes llevar mucho tiempo en el ejército si atribuyes una misma mentalidad a todos los hombres. Para serte franco, creo locos hasta a mis amigos. A algunos los enloqueció el ejército, otros estaban ya tan locos que se sintieron atraídos por esa dimensión de la estupidez, otros siempre han tenido un talento especial para la locura. En cierta ocasión, escuché un sermón del Sacerdote Militante Asperamanka. Hablaba con tanta vehemencia que pensé: ha de ser un hombre bueno. Claro que hay hombres buenos… Pero puedo asegurarte que la mayoría de los oficiales son como yo: réprobos a los que sólo los locos pueden seguir.

A este exabrupto siguió un silencio que Shokerandit rompió en un tono frío:

—Por lo que a mí respecta, no confiaría demasiado en Asperamanka. Estaba dispuesto a dejar morir a sus propios hombres.

— «Pronto en locura se torna el saber, si sólo sufrimiento solemos ver» —citó Fashnalgid, y añadió—: Un ejército que porta la peste. La Oligarquía estaría más que dispuesta a deshacerse de él, ahora que el riesgo de un ataque de Campannlat es prácticamente nulo. Además, Askitosh se libraría del contingente de Bribahr…

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