Read Heliconia - Invierno Online
Authors: Brian W. Aldiss
—¿Sí? ¿Ya le has comunicado la simpática novedad a tu madre? ¿En qué quedan ahora los lazos entre los Shokerandit y los Esikananzi? ¿Has olvidado que es muy posible que nos obliguen a casarnos en cuanto regrese tu padre? Tú tienes tus obligaciones y yo las mías, y hasta ahora ninguno de los dos se había apartado de ellas. Pero quizá yo sea más valiente que tú. Y si llega un día en el que nos obliguen a compartir el mismo lecho, te devolveré entonces el daño que tú me has hecho hoy.
—¿Qué es lo que te he hecho, en nombre de la Escrutadora? ¿Te da rabia que comparta contigo tu falta de entusiasmo por nuestro matrimonio? ¡Di algo sensato, Insil!
Pero ella se limitó a mirarlo fríamente con sus ojos oscuros bajo el pelo revuelto. Recogiendo su pesada falda con una mano, se llevó la otra a la pálida mejilla y abandonó de prisa la habitación.
Por la mañana, después de que Toress Lahl se bañara y vistiera ayudada por una esclava, Luterin la presentó a su madre y anunció formalmente su intención de casarse con ella en lugar de hacerlo con Insil Esikananzi. Su madre lloró y amenazó —en especial, con la ira de su esposo— y por fin se retiró a su alcoba.
—Saldremos a cabalgar —dijo Luterin con calma, encajándose la pistola en el cinto y sujetando un rifle corto con un portafusil—. Te enseñaré la Gran Rueda.
—¿He de cabalgar detrás de ti?
Él la miró con prudencia:
—Ya has oído lo que le dije a mi madre.
—He oído lo que le dijiste a tu madre. Sin embargo, todavía no soy una mujer libre; además, no estamos en Chake.
—Cuando regresemos, haré que mi secretario redacte tu cédula de libertad. Hay cosas así. Pero no perdamos más tiempo aquí dentro.
Luterin se dirigió con impaciencia a la puerta, donde dos mozos de cuadra los esperaban con dos yelks ya ensillados.
—Algún día te enseñaré los secretos del yelk —dijo Luterin mientras atravesaban la hacienda—. Éstos son de una raza doméstica criada por mi padre, y por el padre de mi padre.
Una vez fuera de los límites de la hacienda, buscaron la dirección del viento. No había más que un palmo de nieve cubriendo el suelo. A cada lado de la senda, marcas rayadas aguardaban la llegada de las grandes neviscas.
El camino al pico de Kharnabhar pasaba junto a las tierras de los Esikananzi. Luego la senda serpenteaba entre esbeltos caspiarneos de ramas aterciopeladas por la escarcha. A medida que avanzaban, distintas voces de campanas se adelantaron a la visión de Kharnabhar, que pronto surgiría de entre las nubes.
Allí todo eran campanas, tanto fuera como dentro. Lo que antes había cumplido una función —actuando como referencia para quien se perdiese en la niebla o la ventisca— era ahora una moda.
Toress Lahl aferró las riendas de su yelk y miró hacia adelante, llevándose el brazo a la cara para protegerse la boca. Más allá se extendía la aldea de Kharnabhar, con los hospedajes de los peregrinos y las cuadras de un lado del camino principal y las casas de quienes trabajaban en la Gran Rueda del otro. La mayoría de los edificios tenían campanas en sus tejados, cubiertas por cúpulas, cada una con su sonido particular; quizá no se las viera cuando hacía mal tiempo pero sin duda se las podía oír.
La senda proseguía colina arriba hasta la entrada de la Gran Rueda. Aquella entrada, casi legendaria, había sido ornamentada por los Arquitectos con gigantescos remeros barbados. Conducía a las profundidades del monte Kharnabhar, que dominaba la aldea.
Varios edificios trepaban por su ladera; muchos eran capillas o mausoleos erigidos por los peregrinos en este lugar sagrado por excelencia. Algunos de ellos, posados en grandes peñones, desafiaban sólidamente la nieve. Otros estaban en ruinas.
Shokerandit abarcó con el brazo lo que se extendía ante ellos:
—Mi padre está a cargo de todo esto. —Se volvió hacia ella.—¿Quieres mirar la Rueda más de cerca? Nadie está allí por la fuerza. Hoy en día hay que ofrecerse como voluntario para obtener un puesto en la Rueda.
Avanzaron. Toress Lahl dijo:
—No sé por qué imaginé que se vería parte de la Rueda desde fuera.
—Toda ella está dentro de la montaña. Ésa es la idea. Oscuridad. Oscuridad y saber.
—Creí que era la luz la que generaba el saber.
La gente local, empujándose, observaba atónita sus siluetas metamorfoseadas. Algunos lucían un avanzado bocio, una enfermedad frecuente en las regiones montañosas alejadas de la costa. Mientras alcanzaban la entrada a la Rueda junto con Toress Lahl y Shokerandit, los supersticiosos locales hicieron el signo del círculo.
Ya más cerca, pudieron ver un poco más: los grandes muros en forma de rampa que bajaban de ambos lados, como si quisiesen vertir a la humanidad en las entrañas de la roca. Sobre la entrada, protegida de los aludes por un toldo, una escena rudamente tallada presentaba la simbología de la Rueda. Remeros en sus amplias vestimentas impulsaban la Rueda a través del cielo, donde podían reconocerse algunos de los signos zodiacales: el Peñón, el Viejo Perseguidor, el navío Dorado. Las estrellas brotaban del seno de una impresionante figura maternal que, parada a un lado de la arcada, atraía hacia sí a los fieles.
Los peregrinos, empequeñecidos ante la monumentalidad de las figuras, se hincaban de rodillas en el portal, invocando en voz alta el nombre del Azoiáxico.
Ella suspiró:
—Es espléndido, sin duda.
—Para ti, puede que sólo sea espléndido. Para aquellos de nosotros que hemos sido educados en esta religión, es como la vida, la fuente de donde obtener la confianza para afrontar las vicisitudes de esta vida.
Desmontando con agilidad, Luterin se cogió a la silla de Toress Lahl y le dijo, mirándola desde abajo:
—Un día, si mi padre me considera digno de ello, quizá me convierta en Guardián de la Rueda. El sitio le correspondía a mi hermano, por ser el primogénito. Pero murió. Espero que me llegue la ocasión.
Ella le devolvió la mirada, sonriendo amistosamente pero sin comprenderlo:
—El viento ha amainado.
—Suele suceder aquí. El monte Kharnabhar es muy alto, es la cuarta cima del mundo, según dicen. Pero detrás de él, totalmente envuelto en nubes, se eleva el monte Shivenink, que es más alto aún y que protege a Kharnabhar de los vientos polares. El Shivenink alcanza las siete millas; es el tercer pico del mundo en altura. Tal vez pueda enseñártelo en otra ocasión.
Sorprendido por su propio entusiasmo, Luterin se sumió en el silencio. Deseaba mostrarse feliz, confiado, como hacía unos instantes. Pero el encuentro de la tarde anterior lo había turbado. Volvió a montar bruscamente sobre su yelk y se alejó de la entrada a la Rueda. Sin formular palabra, se abrió camino por la calle principal de la aldea, donde los peregrinos se amontonaban junto a las tiendas y los negocios de campanas. Algunos de ellos masticaban bollos calientes que llevaban estampado el signo de la Gran Rueda.
Detrás del poblado había un barranco empinado por el que un sendero bajaba caracoleando hasta un valle lejano. Los árboles crecían muy juntos y grandes rocas asomaban entre sus troncos. Aquí y allá surgían parches de nieve, con lo que el camino resultaba aún más traicionero. Los yelks ponían sumo cuidado en cada paso, y las campanillas de sus sillas se mezclaban al tintinear con las voces de las aves posadas en las ramas más altas y con el sonido del agua cayendo sobre las rocas. Shokerandit cantaba para sí. Batalix iluminaba débilmente la senda pero el valle abrupto que se extendía allá abajo estaba sumido en sombras.
Luterin se detuvo en una bifurcación. Un camino subía ladera arriba, el otro bajaba. Cuando ella lo alcanzó, le dijo:
—Dicen que este valle se llenará de nieve cuando llegue el verdadero Invierno Weyr…, algo que quizá lleguen a presenciar mis nietos, si es que alguna vez los tengo. Vayamos por arriba; es el camino más fácil para ir a casa.
—¿Adonde lleva la senda inferior?
—Hay una vieja iglesia allá abajo, fundada por un rey de tu parte del mundo; quizá te interese. A su lado, mi padre construyó un santuario a la memoria de mi hermano.
—Me gustaría verlos.
La senda se hizo más escarpada. Algunos árboles caídos obstruían el paso. Shokerandit frunció los labios al comprobar el abandono en que habían caído ciertas zonas de la hacienda. Pasaron bajo una cascada y luego atravesaron un lecho nevado. Las nubes se aferraban a la ladera. A su alrededor, cada pequeña hoja brillaba. La luz era escasa.
Rodearon el campanario, con su campana colgando silenciosa. Al alcanzar el nivel del suelo, descubrieron que un pequeño alud de nieve había sellado la puerta.
Como nativa de Borldoran, Toress Lahl reconoció de inmediato el estilo embruddoqués de la iglesia. La mayor parte del edificio era de construcción subterránea. Una escalerilla descendía alrededor del cimborrio para dar tiempo a los fieles de apartar las cosas mundanas de su mente antes de entrar.
Toress Lahl apartó algo de nieve y espió a través de la estrecha ventanilla rectangular de la puerta. Dentro, la oscuridad parecía imponerse a la poca luz que entraba desde arriba. Detrás de un altar circular, el retrato de un viejo dios miraba hacia abajo. Toress Lahl sintió cómo se le aceleraba la respiración.
Aunque no lograba recordar el nombre de la divinidad, conocía perfectamente el del rey cuyo busto y títulos, debidamente protegidos, aparecían bajo el porche, encima de la puerta. Se trataba de Jandol Anganol, rey de Borlien y Oldorando, los países que se unirían para formar Borldoran.
Su voz tembló al hablar:
—¿Es por esto que hemos venido aquí? Este rey es un antiguo ancestro mío. Allí de donde soy, su nombre sigue siendo proverbial, a pesar de que murió hace ya casi cinco siglos.
Luterin repuso, lacónico:
—Ya sé que el edificio es antiguo. Mi hermano yace cerca. Ven a ver.
Ella tardó un instante en recomponerse y seguirlo, repitiendo para sí: «Jandol Anganol…».
Él se quedó mirando un montón de piedras, puestas una sobre otra, y coronadas con un bloque circular de granito. El nombre de su hermano —favin— estaba grabado en el granito, junto con el símbolo sagrado del círculo dentro del círculo.
Toress Lahl desmontó en actitud respetuosa y se quedó al lado de Luterin. El mojón era un objeto brutal comparado con la capilla delicadamente trabajada. Al fin Luterin se volvió y apuntó a las rocas que se alzaban por encima de ellos.
—¿Alcanzas a ver dónde empiezan las cascadas?
Muy arriba asomaba un saliente de roca. El agua caía desde el borde unos treinta metros antes de golpear la piedra. Oían el sonido del agua, que descendía hacia el valle.
—Llegó aquí cabalgando un hoxney, cuando el tiempo era más apacible. Se lanzaron al abismo, montura y jinete. El Azoiáxico sabe por qué lo hizo. Mi padre estaba en casa. Fue él quien lo encontró, muerto en este mismo lugar. Erigió este mojón en su memoria. Desde entonces no se nos ha permitido pronunciar el nombre de mi hermano. Pienso que padre tenía el corazón tan destrozado como yo.
—¿Y tu madre? —preguntó ella luego de una pausa.
—Oh, ella también estaba muy trastornada, por supuesto. —Alzó otra vez los ojos hacia la cascada, mordiéndose el labio.
—Piensas bien de tu padre, ¿no es así?
—Como todos. —Se aclaró la garganta y continuó:—La influencia que tuvo sobre mí fue inmensa. Quizá si hubiera estado ausente menos tiempo, no lo sentiría tan próximo. Toda la gente lo considera un hombre santo, como tu antecesor, el rey.
Toress Lahl se rió. —Jandol Anganol no es un hombre santo. Se lo considera uno de los villanos más crueles de la historia; destruyó la antigua religión y quemó al líder, con todos sus seguidores.
—Bueno, aquí lo conocemos como hombre santo, y todos hablan de él con respeto y reverencia.
—¿Por qué vino aquí?
Luterin sacudió la cabeza, impaciente. —Porque esto es Kharnabhar. Todo el mundo quiere venir aquí. Quizás estaba haciendo penitencia por sus pecados…
Ella no replicó.
Él se quedó mirando el valle, entre las borrosas colinas. —No hay amor más auténtico que el que une a padre e hijo, ¿no estás de acuerdo? He crecido, he conocido otras clases de amores, todos con un encanto propio. Ninguno tenía la pureza, la claridad, del amor que tengo por mi padre. En todos los otros hay problemas, conflictos. El amor al padre no se discute. Desearía ser uno de sus perros de caza, para poder mostrarle una total obediencia. A veces se interna en los bosques caspiarnos durante meses. Si yo fuera un perro de caza, podría ir siempre pisándole los talones, siguiéndolo a todas partes.
—Comiendo las sobras que él te echa.
—Lo que a él se le antoje.
—No es sano sentirse así.
Él se volvió hacia ella con aire orgulloso. —Ya no soy un chico. Puedo buscar lo que me complace o puedo someter mi voluntad. Así no es tan difícil estar con todos. Se necesitan compasión y firmeza. Tenemos que luchar contra las leyes injustas. Evitar que la anarquía nos domine. El invierno será soportable. Cuando llegue la primavera, Sibornal emergerá más fuerte que nunca. Nos esperan cuatro tareas. Unificar el continente. Rectificar los trabajos y organizarlos teniendo en cuenta el agotamiento de los recursos… Bueno, nada de eso tiene que ver contigo…
Ella estaba de pie, apartada. Las vaharadas del aliento se le formaban y dispersaban sin encontrarse.
—¿Qué papel desempeño en tus planes?
Le gustó la franqueza de ella, aunque la pregunta le pareció inquietante. En compañía de Toress Lahl se sentía en un mundo diferente al de Insil. De pronto, en un impulso, se volvió y la abrazó, mirándola a los ojos antes de besarla brevemente. Dio un paso atrás, tomando aliento, bebiendo de la expresión de ella. Luego se adelantó otra vez y la besó con mayor concentración.
Aunque ella le respondió de algún modo, él no pudo evitar pensar en Insil Esikananzi. Por su parte, Toress Lahl luchaba también contra los labios fantasmales de su marido muerto.
Se separaron. —Ten paciencia —dijo él como hablándose a sí mismo. Ella no respondió.
Luterin volvió a montar y echó a andar por el camino que subía entre los árboles oscuros. Las campanillas que colgaban de los arreos del animal tintinearon. La pequeña capilla nevada se hundió detrás de ellos, perdiéndose pronto en la oscuridad.
Cuando llegó, lo esperaba una nota de Insil. La abrió de mala gana, pero contenía sólo una velada referencia a la discusión de la noche anterior. Decía: