Heliconia - Invierno (45 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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Si bien no debía haber nadie en el planeta que no hubiese oído hablar de la Gran Rueda de Kharnabhar, muy pocos la habían visitado. Y nadie la conocía en su totalidad. La Gran Rueda estaba bajo tierra, enterrada en el corazón del monte Kharnabhar. Construida por los Arquitectos, nadie después de ellos había podido emular siquiera su labor.

Nada se sabía de los Arquitectos de Kharnabhar salvo que habían sido hombres muy devotos, de aquellos que creen que la fe puede mover mundos enteros. Se habían dedicado a construir una máquina de piedra que fuera capaz de devolver a Heliconia, a través de la oscuridad y el frío, al cálido puerto del favor del Dios Azoiáxico. Hasta entonces, la máquina siempre había funcionado.

El combustible que la movía era la fe, y la fe estaba en el corazón de la gente.

A lo largo de los siglos, el mecanismo para entrar a la Rueda había permanecido invariable. Tras una ceremonia preliminar realizada a las puertas del túnel, el recién llegado era conducido abajo por unas amplias escalinatas que se curvaban en dirección a la montaña. Quemadores de biogás iluminaban el camino. Al final de las escalinatas había una cámara en forma de embudo cuya pared más distante formaba parte de la misma Rueda. El recién llegado era ayudado a entrar o, según cuan consciente estuviera, empujado dentro de la celda que aparecía al fondo. Al rato, con un sacudón, la Rueda empezaba a rotar. Lentamente, el ocupante de la celda reemplazaba la visión del mundo exterior por la de una pared de roca. El mundo exterior desaparecía de su vista. Ahora el ocupante se encontraba solo…, sin contar a los ocupantes de todas las celdas cercanas, a los que no vería durante su periplo en la Rueda.

Luterin Shokerandit no se diferenciaba mucho de los demás ocupantes de la Rueda. Muchos otros habían buscado refugio allí. Los había habido santos, y también pecadores.

Al principio, el plan de los Arquitectos fue seguido fielmente por la Iglesia. Nunca faltaban voluntarios dispuestos a remar para que la Gran Rueda surcase el firmamento hasta alcanzar su destino junto a Freyr. Pero cuando por fin regresaron los largos siglos de luz, cuando Sibornal volvió a ver la luz del día, la fe declinó. Cada vez resultaba más difícil atraer a los fieles, convencerlos de penetrar en las tinieblas.

La Rueda habría llegado, pues, a un punto muerto de no haber venido el Estado en ayuda de la Iglesia. La solución consistió en permitir que los criminales cumplieran sus sentencias en la Rueda para así, acurrucados en las profundidades rocosas, conducirse a sí mismos y al mundo hacia la remisión. Éste había sido el origen de la estrecha colaboración entre Iglesia y Estado, pilar del poderío de Sibornal durante más Grandes Años de los que podía abarcar la memoria.

A lo largo del verano y del largo y perezoso otoño, la Rueda fue tan pronto impulsada por malhechores como por sacerdotes. Sólo el anuncio de los tiempos difíciles, la llegada de las nieves y la pérdida de cosechas habían hecho renacer la fe. Y regresaron los religiosos, suplicando que les fuera concedido un sitio entre los justos. Los criminales fueron empleados en galeras o como soldados, cuando no los arrojaban sin mayor ceremonia a las aguas de la bahía Persecución.

Padre padre qué corrientes son éstas

La roca al rojo vivo como una frente

Y yo con tanta fiebre en la rojiza oscuridad

Y tú allí arriba debajo de mí

Esperando no morir Oh muerte

Sus energías Les gritas a las paredes

De tu vida a mi lado Las luces pasan

Pasan y se pierden y yo en la ronca

Roca me maldigo Aquello

Que nunca había ocurrido en mi mente y de pronto

Corté con tu cuchillo nuestra mutua

Era te lo juro nuestra mutua arteria

Gritando en este terrorífico lugar

Donde sangraré para siempre como lava

Atascado en la roja oscuridad de la roca

Sus pensamientos seguían curiosos derroteros y le parecía que fluirían a través de él para siempre. El tiempo del alma enterrada se regía por el chirriado de las rocas y por unos espantosos gemidos. Poco a poco, los gemidos le llamaron la atención. Escuchándolos, se sintió más tranquilo.

No estaba muy seguro de su situación. Tenía la sensación de estar tumbado en el cubil subterráneo de una gran bestia herida. A pesar de que agonizaba, el animal no dejaba de husmear, buscándolo aquí y allá. Cuando lo encontrara, caería sobre él y lo aplastaría entre los estertores finales de su agonía.

Finalmente, se despertó. Lo que oía era el viento. El viento soplaba a través de los orificios de la Rueda, cuajando una armonía de gemidos. Los chirridos correspondían al movimiento de la Rueda.

Luterin se sentó. Los sacerdotes de la Rueda no sólo lo habían dejado entrar, salvándolo de los vengadores de su padre, sino que lo habían absuelto de todos sus pecados antes de llevarlo a su celda. Ésa era su práctica habitual. Los hombres encerrados junto con sus pecados solían enloquecer más fácilmente.

Se puso de pie. Su terrible crimen le ocupaba toda la mente. Miró horrorizado su mano derecha, y la mancha de sangre en su manga.

Llegaba la comida. La podía oír rodar por un canalón abierto en la piedra. Consistía en una rodaja redonda de pan, un queso y una tajada de algo que quizá fuera stungebag asado, envuelta en un trozo de tela. De modo que afuera Batalix debía de estar poniéndose. Pronto el pequeño invierno habría llegado y Batalix desaparecería del horizonte durante varios décimos. Pero poco importaba eso en las entrañas del monte Kharnabhar. Mientras masticaba un pedazo de pan, recorrió su celda, examinándola con la atención que pone alguien en su entorno cuando sabe que esa estrecha jaula constituirá su vida. Los Arquitectos de Kharnabhar lo habían calculado todo para que cada medida tuviera una cierta correspondencia con los hechos astronómicos que gobernaban la vida en Heliconia. La celda tenía una altura de 240 centímetros, correspondientes a las seis semanas de un décimo multiplicadas por los cuarenta minutos de una hora, o a cinco veces esas seis semanas por los ocho días de que constaba cada una.

El ancho de la celda en su extremo más exterior era de 2,5 metros, 250 centímetros, que equivalían a los diez décimos de cada año pequeño multiplicados por las horas del día.

La profundidad de la celda era de 480 centímetros, que era el número de días que había en un año pequeño.

Contra la pared había una litera, y ése era todo el mobiliario de que disponía la celda. El canalón por donde bajaban las provisiones acababa justo encima de la litera. En el extremo distal de la celda se abría el agujero que servía de letrina. Los desechos caían por una tubería hasta las cámaras de biogás que había bajo la Rueda y que, con el suplemento de los desechos vegetales y animales provenientes del monasterio, la abastecían del metano necesario para la iluminación.

La celda de Luterin estaba separada de las colindantes por paredes de 0,64159 metros de grosor, cifra que, sumada a la del ancho, daba el valor de pi. Sentado en la litera con la espalda contra esta divisoria, Luterin estudió la pared que tenía a su izquierda. Era de roca sólida e inconmovible, y formaba la cuarta faz vertical de la celda, apenas separada de sus vecinas por una mínima rendija. Talladas en esta pared de piedra había dos espaciadas series de nichos: una superior, que albergaba los quemadores de biogás que abastecían a la celda de luz y calor, y otra inferior, cuyos nichos, dos veces más frecuentes, contenían secciones de cadena firmemente encastradas.

Sin dejar de masticar el mendrugo de pan, Luterin se acercó a la pared exterior y levantó la pesada sección. Los eslabones parecieron sudar al contacto de sus manos. Los soltó y la cadena cayó nuevamente dentro del nicho. Tenía diez eslabones; cada uno de ellos representaba un año pequeño.

Luterin permaneció inmóvil, con la mirada atrapada por la longitud de la cadena. Junto al horror de su culpa crecía ahora otro horror, el horror del encierro. Aquellas secciones de diez eslabones eran el medio de tracción de la Gran Rueda.

Aún no había empezado a tirar de ellas. No sabía cuánto tiempo había durado su delirio, cuánto tiempo habían revoloteado las palabras por su mente como aves sin control. Sólo recordaba el agudo sonido de las trompetas monacales, allá arriba en alguna parte, y luego las sacudidas que acompañaban el movimiento horizontal de la Rueda, que se prolongaba durante medio día.

La visión de la pared exterior atemorizaba a Luterin. Pero pronto se acostumbraría a ella. Esa pared era el único elemento cambiante de su entorno. Sus marcas y accidentes formaban un mapa del trayecto; a través de aquellas escoriaciones podía un prisionero avezado seguir su derrotero a través del tiempo y el granito.

Las paredes internas, las permanentes, habían sido grabadas trabajosamente por anteriores ocupantes de la celda. Retratos de santos y dibujos de órganos genitales daban buena cuenta de la contrastada procedencia de sus inquilinos. Los grabados incluían poemas, confesiones, cálculos, diagramas. No había una sola pulgada vacía. Las paredes preservaban los fósiles de espíritus muertos mucho tiempo atrás. Eran palimpsestos de esperanza y aflicción.

Se podían leer algunas consignas revolucionarias. Una de ellas había sido tallada encima de una devota plegaria a un dios llamado Akha. Muchas de las inscripciones más antiguas habían sido tapadas por las posteriores, del mismo modo que cada generación hace olvidar a la anterior. Pero algunas inscripciones antiguas habían logrado sobrevivir al paso del tiempo; si bien ya muy tenue, su trazo era legible y cuidado. En ocasiones correspondía a escrituras ornamentales borradas de la faz del planeta. Fue una de las más tenues y elaboradas la que proporcionó a Luterin importantes datos acerca de la Rueda. La información que encerraba se había impuesto en aquel abigarrado y dispar mosaico de signos.

Así pues, la Rueda se asemejaba a un anillo cuyo eje de rotación era un monumental dedo de granito.

La altura de la Rueda era de 6,6 metros, o doce veces el número 55, latitud norte en la que estaba emplazada. Incluyendo su base, tenía un grosor de 13,19 metros; 1319 era el año de la puesta de Freyr, o Myrkwyr, a 55 grados de latitud norte, contando a partir del nadir del apastrón. El diámetro de la Rueda era de 1.825 metros, equivalentes a los años pequeños contenidos en cada Gran Año así como al número de celdas que albergaba la circunferencia externa de la Rueda.

Junto a ese conjunto de cifras, también intacta, aparecía grabada una compleja figura. Era una reducción a escala de la Rueda, exactamente situada en la roca. Por encima se veía la caverna, lo bastante amplia como para que los monjes pudiesen atravesarla y suministrar comida a los prisioneros de la Rueda. Sólo se podía acceder a esta caverna desde el monasterio de Bambekk, que colgaba de las laderas del monte Kharnabhar a cierta altura de la Rueda.

Quienquiera que hubiese tallado esta figura debía de estar bien informado. También aparecía el río que corría bajo la Rueda, testigo de sus circunvoluciones. Otros trazos esquemáticos señalaban las conexiones del corazón de la Rueda con Freyr, Batahx y las constelaciones de las diez casas zodiacales: el Murciélago, el Buey de Wutra, el Peñasco, la Herida Nocturna, el navío Dorado y todas las demás.

—¡Abro Hakmo Astab! —exclamó de pronto Luterin, pronunciando por vez primera la maldición prohibida. Odiaba todas aquellas presuntas conexiones. Mentían. No existía ninguna conexión, ni aquí ni en ninguna parte. Sólo existía él, enterrado en la roca, no muy distinto de un gossi. Se tumbó en la litera. Volvió a pronunciar la maldición. Ahora era un condenado y le estaba permitido usarla.

Cuanto menos se veía, más fuertes eran los ruidos. Luterin supuso que los demás ocupantes de la Rueda debían dormir mientras ésta se movía. Se mantuvo despierto, paseando distraídamente la vista por la monótona jaula en la que estaba encerrado.

El suministro de agua corría por una especie de surtidor al pie de la litera. El agua goteaba y salpicaba a escasa distancia, y con regularidad de reloj.

Pero las aguas que fluían bajo el suelo móvil emitían tonos más graves. Eran sonidos perezosos, como el monólogo infinito de un borracho, que sedaban al intranquilo Luterin.

Había otros ecos acuáticos, goteos, chorros, más lejanos y reveladores de la naturaleza, de la libertad, de la caza, del mundo que había dejado atrás. Se imaginó a sí mismo en los bosques caspiarneos, libre. Pero era aquélla una ilusión insostenible. Una y otra vez se le aparecía el rostro paterno en su rictus final de agonía. Los arroyos, cascadas, torrentes, fueron desplazados del ojo de su mente por una marejada de sangre.

Pero Luterin no habría salido del letargo de no encontrar en el paquete diario de comida un mensaje.

Se acercó con el papel arrugado a la llama azul que ardía en la pared externa y leyó. Alguien había escrito en letras pequeñas: «Todo está bien por aquí. Cariños».

No había en el papel ningún tipo de firma, ni siquiera una inicial. ¿Su madre? ¿Toress Lahl? ¿Insil? ¿Uno de sus amigos?

El mismo carácter anónimo del mensaje resultaba alentador. Había alguien allá afuera que lo apreciaba y que —al menos, en una ocasión— podía comunicarse con él.

Aquel día, cuando sonaron las trompetas monacales, se levantó de un salto y aferró la sección de cadena que colgaba del nicho excavado en la pared externa. Haciendo palanca con los pies contra la pared medianera, tiró de la cadena. Su celda se movió… ¡La Rueda se movía!

Otro tirón y la resistencia pareció disminuir. Se ganaron unos pocos centímetros.

—¡Tirad, grandísimos folicadores! —gritó.

Los toques de trompeta sonaban a intervalos durante doce horas y media y permanecían en silencio otras tantas. Al término de la jornada, Luterin había avanzado unos 119 centímetros, casi la mitad del ancho de su celda. La llama que la iluminaba ya estaba cerca de la pared medianera. Tras una nueva jornada de trabajo, se habría eclipsado, pasando a la celda siguiente, y una nueva aparecería en escena.

La masa a desplazar era de 1.284.551,137 toneladas; aquél era el peso que la santidad había echado sobre los hombros de los penitentes de la Rueda. Lo que en principio parecía una mera labor física se convirtió para Luterin, con el correr de los días, en algo cada vez más espiritual; empezó a percibir la existencia de conexiones reales que iban de su corazón a la Rueda, y a Freyr y Batalix y a las constelaciones más distantes. Pronto barruntaría que la Rueda brindaba mucho más que desgaste físico: como rezaba la leyenda, ofrecía la posibilidad de acceder al saber.

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