Heliconia - Invierno (44 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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Luterin había vuelto a enmudecer.

—¿Es para decirme eso que me has hecho venir aquí? —preguntó por fin.

—De ningún modo iba a permitir que otros escucharan nuestra discusión. Me preocupa especialmente tu rechazo de las leyes referentes al pauk y al exterminio de phagors, según me ha comunicado Evanporil. Si no fueses mi hijo, estarías ya muerto: habría tenido que matarte. ¿No lo comprendes?

Luterin sacudió la cabeza brevemente y quedó absorto en el suelo del guadarnés. Le resultaba imposible, al igual que cuando era niño, mirar de frente a su padre.

—¿No lo comprendes?

Pero Luterin seguía sin habla. ¿Cómo podía mostrarse su padre tan impermeable a sus sentimientos?

Lobanster se refregó el ceño brillante y se acercó a la mesa, en la que, entre bridas y otros arreos, había un morral. Al soltar la hebilla del morral, varios carteles rodaron por la mesa. Alcanzó uno a su hijo.

—Ya que te agradan tanto las Actas, échale una mirada a la última.

Con un suspiro, Luterin desplegó el cartel. Apenas había alcanzado a mirarlo cuando lo soltó y el papel, nuevamente enrollado, rodó hasta un rincón. En letras negras informaba que, como medida adicional en prevención de la plaga, toda persona en estado metamorfoseado debía morir. Por Orden del Oligarca. Luterin calló.

Su padre dijo:

—Comprenderás que si no me obedeces no podré protegerte. ¿O no?

Entonces Luterin dirigió hacía su padre una implorante mirada:

—Te he servido, padre. Toda mi vida he obedecido tu voluntad. Ingresé en el ejército sin una queja… y me adapté bien. He sido, y sólo he deseado ser, tu posesión. Sin duda, algo parecido barruntaba Favin cuando se precipitó hacia la muerte. Pero ahora he de oponerme a ti. No por mi bien. Ni siquiera por el de la religión, o el del Estado. Después de todo, ¿qué son sino abstracciones? He de oponerme a ti por tu propio bien. No sé si es la estación o el Oligarca, pero algo te ha enloquecido.

El rostro del padre ardió de manera terrible, aunque sus ojos no abandonaron su pétrea frialdad.

Sobre la mesa había una larga cuchilla de talabartero. Lobanster la manoteó y se la ofreció a Luterin:

—Coge esto, estúpido, y sal conmigo. Ya veremos quién está loco.

La nieve bajaba muy de prisa, en torbellinos, concentrándose en una esquina gris de la mansión corno si estuviese decidida a cubrir los muros del patio lo antes posible.

Los confabulados, agrupados bajo un porche, taconeaban para entrar en calor, con las manos metidas en los cintos. Un poco más allá, un mozo ansioso sostenía por el cabestro algunos yelks todavía ensillados. Muy cerca, un montón de cadáveres de phagors; seguramente llevaban cierto tiempo muertos porque la nieve se posaba en sus cuerpos sin levantar vapor.

A un lado, cerca de un porticón que daba al exterior, una hilera de ganchos de hierro oxidado sobresalía del muro por encima de la altura de la cabeza. Los cuerpos desnudos de cuatro hombres y una mujer colgaban inertes de aquellos ganchos.

Lobanster empujó a su hijo por la espalda para hacerlo avanzar. Luterin sintió que su tacto quemaba.

—Corta las cuerdas y échale una mirada a estas cosas muertas. Observa bien su monstruoso aspecto y dime después si el Oligarca es justo o no. Vamos.

Luterin se aproximó. La matanza parecía reciente. Había moho incrustado en las distorsionadas facciones de los muertos. Los cadáveres pertenecían a cinco metamorfoseados supervivientes de la Muerte Gorda.

—Las leyes se deben obedecer, Luterin. Obedecer. Las leyes son la base de la sociedad; y sin la sociedad no habría diferencia entre hombres y bestias. A éstos los atrapamos hoy camino de Kharnabhar, y los colgamos aquí en nombre de la ley. Han muerto para que la sociedad viva. ¿Sigues creyendo loco al Oligarca?

Aprovechando la indecisión de Luterin, su padre dijo con acritud:

—Vamos, bájalos, corta sus cuerdas, mira bien la agonía grabada en sus caras y pregúntate si prefieres ese estado a la vida. Cuando encuentres la respuesta, podrás arrodillarte ante mí.

El muchacho imploraba:

—Te amé como un perro a su amo. ¿Por qué me obligas a hacer esto?

—¡Corta sus cuerdas! —Tras el grito, una mano voló rauda y convulsiva a la garganta.

Resoplando, Luterin se enfrentó al primer cadáver. Alzó el cuchillo y miró su distorsionado rostro.

Conocía a esa persona.

Durante un instante, dudó. Pero la cara era inconfundible, incluso sin bigote. Recordó vividamente su lívida, exhausta expresión en el túnel de Noonat. Con un rápido vaivén del cuchillo, cortó la cuerda y los restos del capitán Harbin Fashnalgid cayeron a tierra. En aquel mismo momento, su mente se iluminó. Por un segundo había estado a punto de ser el niño que prefirió un año de parálisis a la verdad.

Se volvió hacia su padre.

—Bien. Ya tenemos uno. Ahora, el siguiente. Para mandar has de obedecer. Tu hermano era débil. Tú puedes ser fuerte. En Askitosh supe de tu victoria en Isturiacha. Tú podrías ser Guardián, Luterin, y tus hijos también. Podrías ser mucho más que eso.

De su boca brotaban gotas de saliva que eran arrastradas por la vorágine de nieve. Sin embargo, la expresión de su hijo lo contuvo. De pronto, su porte se desdibujó. Su campanilla tintineó quizá por primera vez al darse vuelta en busca de sus guardaespaldas.

Las palabras brotaron de Luterin:

—¡Tú eres el Oligarca, padre! Eso es lo que descubrió Favin, ¿no es cierto?

—¡No! —Lobanster sufrió un violento cambio. Su poder de mando se desvaneció. Cubriéndose tras sus manos de cangrejo, todo en él dejaba traslucir su miedo. Aferró el antebrazo de su hijo.cuando éste hundió el cuchillo en su caja torácica, alcanzándole de lleno el corazón. Un chorro de sangre atravesó la tela desgarrada y tino las manos de los dos.

El patio se sumió en el caos. El primero en gritar fue el mozo de cuadras, que atravesó aterrado el porticón. Sabía muy bien qué suerte corrían los lacayos que presenciaban un crimen. Los confabulados, en cambio, tardaron más en reaccionar. Su jefe hincaba las rodillas en la nieve y doblaba lentamente el cuerpo sobre el cadáver de Fashnalgid. Se había llevado una mano enrojecida y débil a la garganta abultada por el bocio. Como si estuvieran paralizados, sólo atinaban a mirarlo.

Luterin no esperó. A pesar de su horror, voló hacia los yelks y se encaramó sobre uno. Mientras dejaba el patio atrás oyó pasar un disparo y supo que lo perseguirían.

Frunció los párpados para que la nieve no lo cegase y espoleó al yelk. Cruzó la plazoleta trasera. Gritos, hombres. Todavía estaban desempacando los pertrechos de la expedición paterna. Una mujer corría, gritando; resbaló, cayó. Los yelks la arrollaron. En la puerta se dispusieron a atajarlo, torpe, desordenadamente. Esgrimió la pistola, amenazando con ella a un guardia que había atrapado una de sus bridas. No tardó al fin en cruzar la verja y ya estaba libre.

Mientras cabalgaba en dirección a una franja de árboles a un lado del camino, iba repitiendo algo una y otra vez. Había perdido toda capacidad de razonar. Tardó un tiempo en escucharse a sí mismo y, luego, en entender lo que decía.

—El parricidio es el peor crimen —repetía incansablemente. Las palabras le daban un ritmo a su huida.

Tampoco la dirección en que huía obedecía a una decisión consciente. Había, no obstante, un sitio en Kharnabhar donde podía sentirse a recaudo. A cada lado, los árboles desfilaban vertiginosamente, dejando una borrosa impronta en sus ojos entrecerrados. Cabalgaba con la cabeza pegada al cuello del yelk, respirando su brumoso aliento, gritándole a la bestia para que supiera qué crimen era el peor.

De la movediza luz crepuscular emergieron las puertas de la hacienda Esikananzi. Hubo un destello de lámparas en la entrada y un hombre corrió hacia afuera. Un segundo después, había quedado atrás. Debajo del repliegue de los cascos del yelk se oían, imponiéndose al viento, ruidos de persecución.

Llegó a la aldea antes de lo esperado. Dejó atrás el primer monasterio, llevándose en los oídos el sonido de sus campanas. Había gente en las calles, embozada en gruesos abrigos. Algunos peregrinos se dispersaron gritando. Vio al pasar un tenderete de paja que había sido derribado. Pero también esto quedó atrás y pronto sólo tuvo delante casetas de guardia hasta que, nacidas en la negrura, surgieron las paredes imponentes del monte Kharnabhar. El túnel, coronado por sus gigantescas figuras, se abría ante él.

Sin perder un solo instante, Luterin redujo el paso del yelk, desmontó y corrió hacia adelante. Arriba, sonó una poderosa campana. Sus solemnes vibraciones hablaban de su culpa. Pero el instinto de conservación lo impulsó a seguir. Bajó corriendo la rampa. Figuras sacerdotales le cerraban el paso.

—¡Los soldados! —gritó jadeante.

Los clérigos comprendieron. Los soldados ya no eran aliados suyos. Lo ayudaron a entrar en la penumbra mientras a sus espaldas se cerraban rápidamente las enormes puertas metálicas.

La Gran Rueda lo reclamaba.

XV - DENTRO DE LA RUEDA

Los geonautas fueron los primeros sistemas vivos de la Tierra carentes de células y, por tanto, independientes de las bacterias. Constituían un corte radical con respecto a todas las formas de vida anteriores, incluidas aquellas increíbles edificaciones genéticas que eran los humanos.

Tal vez Gata había inclinado su metafórico pulgar hacia abajo, condenando a la humanidad. Los hombres habían demostrado ser más una amenaza que un mero componente de la biosfera. Quizá ya estuvieran obsoletos, o fuese hora de unirlos a algo superior.

De cualquier modo, los poliedros blancos estaban ahora por todas partes y en todos los continentes. No parecían dañinos. Sus maneras resultaban tan inescrutables como las de los reyes para los gatos, o las de los gatos para los reyes. Sin embargo, emitían energía.

No era el tipo de energía que la humanidad había utilizado durante siglos, y que había llamado electricidad. Los humanos bautizaron esta nueva energía como egonicidad, tal vez en memoria de la otra.

La egonicidad no se podía generar. Era una fuerza que fluía sólo de los mayores poliedros blancos cuando estaban a punto de replicarse o pensaban en ello. No obstante, podía ser percibida. Se la percibía como un tenue sonido melodioso en el hipogastrio o zona hora. Un sonido que ningún instrumento fabricado por los humanos posglaciales era capaz de reproducir.

Los humanos posglaciales eran itinerantes. Ya no deseaban poseer tierra sino sentirse poseídos por ella. El antiguo universo vallado había muerto para siempre.

Dondequiera que fueran, iban caminando. Y pronto comprendieron que lo más sencillo era seguir al geonauta adecuado. La humanidad conservaba aún su antigua ingenuidad, así como su destreza manual. Al cabo de varias generaciones, un grupo de hombres descubriría un método capaz de emplear la egonicidad suficiente como para desplazar un carro pequeño. Pronto, el mundo se llenó de pequeños carros moviéndose lenta, trabajosamente, delante de un geonauta.

Cuando el geonauta se replicaba, liberando un torrente de minúsculos poliedros como papeles al viento, la egonicidad cesaba y los ocupantes del carro tenían que empujarlo en busca de una nueva fuente.

De todos modos, esto fue sólo el principio y con el tiempo el sistema se iría perfeccionando.

La raza humana, en número muy inferior al de eras anteriores, desarrolló en su deambular por la nueva Tierra una dependencia de los geonautas cada vez mayor.

Ya nadie trabajaba como antaño, doblado en dos sobre los arrozales o desenterrando patatas del lodo. No es que no se cultivaran vegetales, pero era algo que, en todo caso, se hacía por placer; el fruto de esta labor sería disfrutado por otros, ya que quienes la habían iniciado estarían lejos para entonces, aunque no demasiado: la gente se movía a un promedio de una milla diaria. La egonicidad no era precisamente una fuente de energía violenta.

Nadie trabajaba sentado ante un escritorio. Los escritorios se habían extinguido.

Podría suponerse que estos individuos vivían una vacación permanente, o que habitaban una versión relativamente espartana del Jardín del Edén. No era así. No hacían otra cosa que trabajar, día y noche. Se trataba, no obstante, de un trabajo muy específico. Ellos lo llamaban repensamiento.

Las tormentas de radiactividad que siguieron a la guerra nuclear los había dejado en el umbral del caldo genético. La supervivencia humana se decantaría cada vez más por aquellos con nuevas conexiones en los senderos neurales de sus cerebros. El neocórtex había sufrido, para ponerlo en términos geológicos, un desarrollo precipitado. Si bien funcionaba bien en condiciones normales, en momentos de tensión se veía sobrepasado por la emotividad. En la era prenuclear, esta deficiencia fue considerada como norma, a veces hasta deseable. La violencia era contemplada como solución aceptable a una serie de problemas que, de no haber habido violencia en el ambiente, jamás habrían surgido.

En los nuevos y pacíficos tiempos, en cambio, la violencia no era bien recibida. Se la consideraba una falla, jamás una solución. Con el tiempo, el neocórtex fue desarrollando mejores conexiones con las restantes partes del cerebro. La humanidad empezaba por primera vez a conocerse a sí misma.

Estos humanos itinerantes consideraban que estaban de vacaciones. Así son los insondables caminos por los que Gaia conduce la evolución. Encontraban placer precisamente en aquellas actividades que mejoraban su especie, y no había mayor felicidad para una pareja que dar a luz a niños capaces de ejercitar con más brillantez el deporte del repensamiento.

Buscaban sobre todo profundizar en las estructuras de la conciencia humana. Mientras rastreaban las guías maestras que hasta entonces habían conformado la historia de la humanidad, se sentían guiados a la vez por lo que ocurría en Heliconia. Los archivos de la historia terrestre previa al holocausto nuclear habían sido destruidos casi por completo; tan sólo se había podido rescatar de las ruinas uno o dos alijos de información. Pero Heliconia y su gente parecían presentar una sorprendente afinidad con la pasada realidad de la Tierra.

¿Cómo no ver el paralelismo entre aquellos terráqueos tan temerosos de su propia naturaleza violenta, atrincherados detrás de muros, armamentos y rígidas leyes, y el joven heliconiano que había matado a su padre? La agresión y el asesinato habían constituido una vía de escape al sufrimiento: de hecho, la muerte del planeta había sido obra de sus hijos más dilectos.

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