Heliconia - Primavera (51 page)

Read Heliconia - Primavera Online

Authors: Bryan W. Addis

BOOK: Heliconia - Primavera
2.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

La corriente aérea del norte rugió en el golfo de Chalce y se agotó al fundir las heladas primaverales de Sibornal. La corriente sur giró en las alturas de Vallgos, primero sobre el mar de Cimitarra y luego sobre la parte norte del mar de las Águilas; sopló, con olor a pescado sobre las tierras bajas entre Keevasien y Ottasol. Aulló sobre un desierto que un día sería el gran país de Borlien, suspiró en Oldorando, moviendo el postigo de Oyre, y siguió adelante, sin detenerse a escuchar los primeros gritos del hijo de Aoz Roon.

Esta cálida corriente de aire traía consigo aves, insectos, esporas, polen y microorganismos. Pasó en unas pocas horas, y fue olvidada casi enseguida; sin embargo, contribuyó a alterar las cosas que habían sido.

Mientras soplaba, llevó algún consuelo a un hombre incómodamente sentado en las ramas de un árbol. El árbol crecía en una isla, en el centro de un torrente que se convertía con rapidez en un afluente del río Takissa. El hombre tenía una pierna lastimada y había tratado de ponerse a salvo trepando trabajosamente al árbol.

Debajo del árbol había un gran phagor macho. Quizás aguardaba para atacar. Al menos permanecía inmóvil, aunque a veces sacudía una oreja. El ave vaquera estaba posada en una rama del árbol, lejos del hombre herido.

El hombre y el phagor habían sido arrojados por el torrente a la costa de la isla. El primero había trepado al único punto seguro que había podido encontrar, herido como estaba. Cuando sopló el viento, se aferró al tronco.

El viento era demasiado caliente para el phagor. Al fin se alejó sin mirar atrás, abriéndose paso entre las rocas que cubrían la mayor parte de la estrecha isla. Después de seguirlo con la mirada, inclinando la cabeza, el ave vaquera abrió las alas y se lanzó en pos de su dueño.

El hombre se dijo a sí mismo: si pudiera cazar y matar esa ave, sería por lo menos una victoria, y valdría la pena comérsela.

Pero Aoz Roon tenía que derrotar al phagor. A través de las hojas del árbol, podía ver la costa, allí donde lo había arrastrado el agua. Sobre el terreno cenagoso había cuatro phagors, cada uno con un ave vaquera posada en el hombro o revoloteando ociosamente alrededor; uno retenía la crin de un kaidaw. Habían estado allí durante horas, casi inmóviles, mirando la isla.

A lo largo de la orilla, a prudente distancia, se movía Cuajo. El mastín gruñía con inquietud, iba de un lado a otro, estudiaba los oscuros remolinos del agua. Dolorido, mordiéndose el barbado labio inferior, Aoz Roon trató de deslizarse a lo largo de la rama y observar la retirada del adversario más próximo. Como no parecía haber lugar adonde ir en la isla, imaginó que el monstruo simplemente describiría un círculo y regresaría; si él hubiese estado en mejores condiciones, habría pensado en prepararle alguna sorpresa desagradable.

Miró el cielo. Freyr estaba desprendiéndose de una barrera de árboles, aparentemente intacto después de la experiencia del día anterior. Batalix navegaba entre las nubes. Aoz Roon tenía ganas de dormir pero no se atrevía. Probablemente al phagor le ocurría lo mismo. No se veía ni oía al monstruo. Sólo el perpetuo gorgoteo del agua que avanzaba hacia el sur. Estaba helada; Aoz Roon lo recordaba perfectamente. La inmersión tendría que haber afectado al enemigo.

Era probable que el phagor le tendiera alguna emboscada. A pesar del dolor, quería bajar del árbol e investigar. Al fin se decidió y esperó unos minutos para recuperarse del todo. Se rascó.

Era difícil moverse. Los miembros se le habían endurecido. Las pieles empapadas le pesaban. El principal problema era la pierna izquierda: hinchada, rígida, dolorida. No obstante, consiguió cambiar de posición y deslizarse por el árbol, hasta que cayó al suelo cuan largo era. Allí quedó tendido, jadeando, incapaz de incorporarse, esperando a que en cualquier momento el phagor saltara sobre él.

Los phagors de la costa lo habían visto y llamaban al otro; pero sus voces, que no tenían la potencia de la voz de los hombres, apenas se oían sobre el ruido del agua. También Cuajo aulló.

Aoz Roon se puso de pie. Junto al espumoso borde del agua, encontró una rama descortezada, que le sirvió de muleta. El miedo, el frío, el malestar, se le arremolinaron dentro como las aguas de una inundación, y casi lo hicieron caer. Sentía el cuerpo a la vez helado e inflamado. Miró desesperado alrededor, rascándose, con la boca abierta, aguardando el ataque. No veía al phagor.—Te las verás conmigo, basura, aunque sea lo último que haga… Todavía soy el señor de Embruddock…

Se movió paso a paso, ocultándose de los phagors que montaban guardia detrás de las rocas amontonadas en el centro de la isla. A la derecha, piedras, hierbas, desechos eran arrastrados por la corriente lisa y traicionera que se encaminaba a una costa distante. La niebla se aliaba con el agua, retorciéndose sobre la superficie marmórea.

Arbustos y árboles más viejos compartían este naufragio, algunos arrancados de raíz por los pedruscos que arrastraba la corriente. Esta zona de desastre natural no medía más de doce metros en la parte más ancha, pero se alargaba como el espinazo de una gran criatura sumergida, y dividía el curso de agua hasta perderse de vista a lo lejos.

Como un oso herido, Aoz Roon se adelantó cojeando y examinó los alrededores ansiosamente, cuidando de mantenerse junto al borde del agua y de dejar todo el espacio posible entre él y un eventual ataque.

Un ciervo, con la cabeza erguida y los ojos llameantes, surgió bruscamente de unos helechos. Aoz Roon se detuvo, sorprendido, mientras el animal se hundía en el agua hasta que sólo le asomó la cabeza rojiza con cuernos de tres puntas. Dio un quejumbroso mugido, entregó el poderoso cuerpo al poder superior de la corriente, y se alejó describiendo un amplio arco. Pareció que no podía llegar a la costa y aún nadaba con bravura cuando desapareció en un banco de niebla.

Más tarde Aoz Roon vio otra vez al ave vaquera, y tropezó con un árbol caído.

El ave lo miraba con unos lapidarios ojos de reptil desde el techo de piedra y turba de una cabaña. Los muros de la cabaña eran de piedra; y helechos, piedrecillas amontonadas, arbustos caídos le daban un aspecto de cosa natural. Aoz Roon dio un rodeo abriéndose paso hasta el frente del refugio, pensando que el phagor tenía que estar dentro.

El terreno se hundía y el agua se arremolinaba a unos pocos pasos de la puerta. La isla estaba cortada. Continuaba unos metros más adelante, como una pequeña barca que transportase una insensata carga de rocas. Las dos partes estaban separadas por una corriente poco profunda. El hombre-oso podía vadearla y encontrar un sitio más seguro. El phagor, por el odio al agua que caracterizaba a la especie, nunca lo seguiría.

El frío de la corriente le mordió los huesos como dientes de cocodrilo. Gimiendo y tropezando, llegó a la otra margen. Cayó. Quedó tendido boca abajo, entre las piedras, torciendo la cabeza para mirar la cabaña. El enemigo tenía que estar dentro, enfermo, herido como él.

Se incorporó y continuó recorriendo la isla, mirando confusamente alrededor; en cierto momento sacó el cuchillo para cortar dos estacas. Las puso bajo el brazo y volvió a cruzar la corriente cruel, con ayuda de la muleta. Tenía la mirada clavada en la puerta de la cabaña.

Mientras se acercaba, hubo un movimiento por encima de él. El ave vaquera se precipitó desde el aire y le desgarró la sien con el pico puntiagudo. Aoz Roon dejó caer las estacas y la muleta, y preparó el cuchillo. Cuando el ave arremetió por segunda vez, se lo clavó en el pecho. El animal aterrizó torpemente en un tronco, perdiendo unas plumas manchadas de sangre roja.

Aoz Roon avanzó trastabillando y acomodó las dos estacas, una debajo del cerrojo, otra bajo el gozne superior de la puerta. Casi enseguida la puerta empezó a sacudirse. Martillando, aullando, el phagor intentaba salir. Las estacas no cedieron.

Aoz Roon recogió la muleta. Mientras se disponía a retirarse del islote, vio al ave. Saltaba de un pie a otro y tenía sangre en el pecho. Alzó la muleta y la descargó sobre el ave.

Sosteniendo la muleta debajo del brazo, cojeó vadeando el agua helada por tercera vez.

En la margen opuesta se sentó para frotarse las piernas entumecidas. Maldijo el dolor que sentía en los huesos. El martilleo continuaba en la puerta de la cabaña. Tarde o temprano, una de las estacas dejaría de apuntalar la puerta; por el momento el phagor estaba fuera de combate y el señor de Embruddock había triunfado.

Arrastrando el ave vaquera, Aoz Roon reptó hacia dos troncos que se inclinaban uno contra otro. Juntó unas piedras alrededor para protegerse. La debilidad lo invadía en oleadas. Se durmió con la cara apoyada sobre las plumas aún calientes del ave.

El frío y el entumecimiento lo despertaron. Freyr estaba muy bajo en el cielo del oeste, hundiéndose en una niebla dorada. Aoz Roon salió del nicho y observó la costa del río: los phagors aún estaban allí. Detrás de ellos el terreno se elevaba: reconoció el sitio donde había caído Eline Tal. Más atrás se veía, borrosamente, el centinela mayor. No había señales de Cuajo.

La pierna le dolía menos. Retrocedió y salió del agujero, arrastrando el pájaro muerto, y se puso de pie.

El phagor estaba a pocos metros, del otro lado del torrente. La cabaña tenía la puerta intacta. El techo estaba roto, y las piedras habían rodado a los lados. Por ahí había escapado la bestia.

Resoplando, el phagor volvió la cabeza a un lado y luego al otro, y por un instante, en un movimiento enigmático, los cuernos reflejaron la luz del sol. Era un triste ejemplar, con la piel apelmazada por la reciente inmersión en el río.

Arrojó una tosca lanza cuando Aoz Roon se le apareció delante. Aoz Roon estaba demasiado rígido y sorprendido para agacharse, pero el proyectil llegó muy desviado. Vio que era una de las estacas que había apoyado contra la puerta. El pésimo disparo significaba quizás que el phagor tenía el brazo herido.

Aoz Roon mostró el puño. Pronto sería de noche, sólo durante un rato. Algún instinto lo empujó a encender un fuego. Se puso a trabajar, dando gracias a Wutra pues se encontraba mejor, aunque también, a la vez, se sentía misteriosamente enfermo. Quizás fuera hambre, se dijo; pero podría comer una vez que encendiese una hoguera. Después de reunir unas ramitas y madera podrida, y de ponerlas en un sitio abrigado entre piedras, empezó a trabajar como un buen cazador, haciendo girar un palito entre las manos. La hierba seca ardió. Sucedió el milagro, y brotó una llama. Las duras líneas del rostro de Aoz Roon se distendieron levemente mientras contemplaba el fulgor que crecía entre sus manos. El phagor lo miraba desde lejos, inmóvil.

—Te calientaz, Hijo de Freyr —dijo.

Aoz Roon alzó la vista y vio sólo el contorno de su adversario, recortado contra el oro del cielo occidental.

—Me caliento, y además asaré y me comeré tu ave vaquera, peludo.

—Dame una parte de mi ave vaquera.

—Las aguas bajarán dentro de uno o dos días. Entonces los dos podremos irnos a casa. Por ahora, quédate donde estás.

La voz del phagor era ronca. Dijo algo que Aoz Roon no logró comprender. En cuclillas junto al fuego, miró a través del agua oscura. La silueta del phagor se fundía ahora con los árboles y colinas, negros contra el ocaso. Aoz Roon se rascó por debajo de las pieles, moviéndose de un lado a otro.

—Hijo de Freyr, estáz enfermo y moriráz durante la noche. —El phagor tenía dificultades para pronunciar las sibilantes, que emitía como pesadas zetas.

—¿Enfermo? Zi, estoy enfermo, pero todavía soy el señor de Embruddock, basura.

Aoz Roon llamó a Cuajo, pero no hubo respuesta. La noche era demasiado oscura y no se podía ver si el grupo de phagors continuaba vigilando junto al agua. El mundo entero se hundía en la noche, convirtiéndose en unos pocos reflejos sombríos.

Temeroso, sintiéndose débil, creyó ver que el phagor se agachaba, como si intentara saltar al torrente.

—Te quedas en tu mundo —dijo—. Y yo en el mío.

El mero hecho de articular las palabras lo fatigó. Sostuvo las manos ante los ojos, jadeando como hacía Cuajo al cabo de un día de caza. El phagor no respondió durante largo rato, como si tratara de asimilar la observación del hombre y finalmente decidiera descartarla. Lo hizo sin un gesto, diciendo: —Vivimoz y morimoz en el mizmo, el mizmo mundo. Por ezo debemoz pelear.

Las palabras llegaron a Aoz Roon por encima del agua. No pudo entenderlas. Sólo recordó que había gritado a Shay Tal que sólo sobrevivían gracias a la unión. Ahora estaba confuso. Era típico de ella no estar cerca cuando él la necesitaba.

Volviéndose hacia el fuego, cayó de rodillas, amontonó nuevas ramas, e inició la sangrienta tarea de cortar el ave. Le retorció una pata, la arrancó con los nervios colgando, y la atravesó con una rama fina. Se disponía a ponerla sobre el fuego cuando advirtió que la agonía de la erupción de la piel se le repetía en los huesos; el esqueleto le ardía en llamas. Sintió que desfallecía. La idea de comer le repugnaba ahora.

Se puso de pie, tambaleándose, pisó el fuego, avanzó hacia el agua, gritando en círculos, sosteniendo en alto el ensangrentado muslo de ave. El ruido del agua era violento. Le pareció que el río se detenía, que la isla era una barca bogando velozmente sobre la superficie de un lago; él no podía dominarla, y el lago desapareció para siempre en una gran caverna oscura.

La boca de la caverna se cerró y lo devoró.

—Tienez la fiebre de los huezoz —dijo el phagor. Se llamaba Yhamm-Whrrmar. No era un guerrero. El y sus compañeros habitaban en el bosque y se alimentaban de hongos. Los kaidaws que llevaban eran robados. Cuando aparecieron los dos Hijos de Freyr, se limitaron a hacer lo que se esperaba de ellos, con el resultado de que ahora Yhamm-Whrrmar estaba en dificultades.

Los comedores de hongos habían sido empujados hacia el oeste por una combinación de factores. Intentaban ir en la dirección opuesta, siguiendo las octavas de aire favorables, cuando encontraron a otros phagors del bosque, humildes como ellos, que les hablaron de una gran cruzada que avanzaba y lo destruía todo. Aunque alarmados, los comedores de hongos continuaron buscando terrenos más fríos, pero los desvió un largo valle donde las octavas de aire se confundían. Llegaron las inundaciones. Tuvieron que retroceder. Sentían en el eddre el agobio de la crueldad y la confusión.

Yhamm-Whrrmar estaba inmóvil junto a la corriente de agua, esperando la muerte de ese maligno ser seminal, Freyr. Cuando Freyr desaparecía en la oscuridad, él se sentía aliviado. La noche era bienvenida. El phagor se quitó el hielo y empezó a frotarse el brazo herido.

Other books

Jamestown (The Keepers of the Ring) by Hunt, Angela, Hunt, Angela Elwell
02 Unforgivable - Untouchable by Lindsay Delagair
All For One [Nuworld 3] by Lorie O'Claire
Twisted Proposal by M.V. Miles
Timberline Trail by Lockner, Loren
The Language of the Dead by Stephen Kelly
The Troubled Man by Henning Mankell