Hermana luz, hermana sombra (17 page)

BOOK: Hermana luz, hermana sombra
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—Pero aunque en tamaño es la mitad que los demás, es al que más temo.

—¿Más que a Lord Kalas? —preguntó Jenna.

Carum se encogió de hombros como para indicar que eran igualmente temibles.

—Entonces háblame de él, de este temible Lord Kalas, para que lo reconozca si llego a encontrarlo.

—No te gustaría encontrarlo —dijo Carum—. Es alto y tan delgado que, según dicen, debe salir dos veces al sol para proyectar una sombra. Su aliento huele a piji.

—¿Piji? —preguntó Jenna.

—Es una adicción de la cual no saben nada los pobres —respondió Carum.

—Nosotras no somos pobres —dijo Jenna.

—No conocéis el piji —replicó Carum—. ¡Por lo tanto sois pobres!

—Si ése es el argumento de un estudioso, ¡entonces me alegro de haber leído un solo libro! —Jenna echó a reír y le dio una ligera palmada en el brazo—. ¿Qué más sobre Kalas?

—Lord Kalas —le recordó Carum ignorando el contacto, aunque sus mejillas parecieron tornarse más rosadas—. Si le privas de su título, él querrá privarte de tu cabeza.

—Un hombre agradable —dijo Jenna—. ¿Qué más?

—Tiene el cabello rojo al igual que la barba.

—El Sabueso tenía la barba roja —murmuró Jenna—. ¿Es un color muy corriente en tu familia de villanos?

—No más que el blanco en la Congregación de Alta, supongo —respondió Carum.

Jenna asintió con la cabeza.

—Tienes razón. Soy la única con cabello blanco. Y siempre he detestado ser tan diferente. Ansiaba ser igual que las demás, y en lugar de ello me han dicho que soy como un árbol que proyecta su sombra sobre las plantas de abajo.

—Eres alta —dijo Carum—. Pero me gusta eso. Y tu cabello es... maravilloso. Prométeme que nunca te lo cortarás.

—Me lo cortaré cuando haga mis votos —dijo Jenna—. Una guerrera no puede arriesgarse a tener el cabello largo en una batalla.

Fue el turno de Carum para reflexionar y permaneció en silencio durante un buen rato. Entonces habló en una voz extraña y distante.

—Había una tribu de guerreros... hombres, no mujeres... que vivían en el este, al otro lado del mar, hace unos... —Pareció estar calculando, se mordió el labio y sonrió—. Hace unos setecientos años. Llevaban el cabello en una sola trenza larga. A los enemigos que derrotaban les cortaban un mechón de cabello y se lo ataban a la trenza. Algunas veces, cuando debían actuar en silencio, las utilizaban para estrangular a sus adversarios. Eso fue lo que escribió el historiador Locutus. Él agregó: “Y de ese modo, nunca se encontraban desarmados”. Se llamaban... —Volvió a vacilar—. No, he olvidado su nombre. Pero ya lo recordaré.

—Llevas muchas cosas en tu cabeza, bien empacadas para el viaje —dijo Jenna con una sonrisa.

—Eso, mi señora —respondió Carum extendiendo el brazo en una elaborada reverencia—, es una buena definición para un estudioso: un saco de información bien empacado para el camino.

Ambos echaron a reír y Pynt, desde arriba del caballo, preguntó:

—¿Qué es tan gracioso?

—No es nada, Pynt —dijo Jenna. Cuando se volvió nuevamente hacia Carum para sonreírle otra vez, se perdió ver la expresión que cruzaba por el rostro de su compañera.

Pynt desmontó.

—Ya no quiero cabalgar.

—Entonces lo haré yo —dijo Carum subiendo con agilidad a la montura.

—¿Cómo lo hace? —preguntó Jenna con la voz llena de admiración.

—¿Por qué lo hace? —murmuró Pynt.

Llegaron al final del prado a la hora en la que el sol se hallaba directamente sobre sus cabezas. Volviéndose para observar la gran extensión del Mar de Campanas, Jenna suspiró.

—Antes de seguir adelante, debemos evaluar la situación —dijo.

—Y encontrar algo para comer —le recordó Pynt.

—Y explicarle a mi estómago que no me han cortado el cuello —dijo Carum.

Bajó del caballo y lo condujo hasta el borde del prado para que pastase. Cuando regresó, las dos muchachas se hallaban en medio de una discusión y Pynt decía:

—Y yo creo que debemos dejarlo.

Carum esbozó una sonrisa y dijo alegremente:

—Vosotras no querréis dejarme porque conozco un atajo para llegar a la Congregación Nill’s.

—¿Cómo supiste que íbamos allí? —preguntó Pynt.

—No seas estúpida —replicó Jenna—. ¿Cuántas Congregaciones más hay por este camino? —Se volvió hacia Carum sin dejar de tirarse de la trenza

—Gracias, Carum, pero conocemos el camino. El mapa se encuentra aquí. —Señaló su cabeza—. Y, además, no podrás entrar en la Congregación. Allí no se permiten hombres.

—Ya lo sé —dijo Carum—, pero yo voy más allá por el mismo camino, a un sitio donde sólo se permiten hombres. Es un lugar de refugio donde ni siquiera los Hermanos ni Kalas...

—Lord Kalas —lo interrumpió Jenna tocándose el cuello—. ¡Recuerda tu cabeza!

Él sonrió.

—Lord Kalas no se atrevería a violar los muros. Estaré seguro allí. Así que podré guiaros y...

—¡Y nosotras podremos protegerte si hay problemas! —dijo Pynt.

—Tres es mejor que uno cuando se trata de problemas —observó Carum con suavidad—. Al menos así es como decimos nosotros.

—Nosotras decimos lo mismo —comentó Jenna—. ¿No os parece extraño?

—¿Entonces puedo ir con vosotras? —El rostro de Carum delataba su ansiedad.

—Después de que comamos —dijo Jenna—. Pero no dejes ese caballo tan a la vista. El hecho de que no hayamos visto rastros de los Hermanos no significa que no nos estén siguiendo.

Carum asintió con la cabeza.

—Podríamos separarnos para buscar algo que comer.

Carum fue en busca del caballo y para cuando regresó y lo tuvo atado a un roble, las dos muchachas habían desaparecido en el bosque. Miró a su alrededor, halló una senda abierta por los venados y la siguió lo más silenciosamente que pudo.

En menos de una hora volvieron a encontrarse junto al caballo y dejaron caer las dádivas del bosque sobre un pañuelo que Jenna había extendido.

Pynt había recogido varias docenas de setas, no las grandes y carnosas que tanto le gustaban, sino una variedad más oscura que tenía sabor a nuez.

Jenna había descubierto el escondite donde una ardilla guardaba sus nueces y una pequeña cañada con helechos, pero no había recogido dichas plantas ya que el fuego necesario para hervirlos hubiese delatado su posición de inmediato. Carum había llenado sus bolsillos con bayas.

—¡Bayas! —rió Pynt.

—En primavera —le explicó Pynt—, las bayas comestibles aún no están maduras. Las que has traído —agregó revisando los frutos—, son todas venenosas. Aunque algunas, como esta pequeña baya negra, puede remojarse en agua caliente durante varios días para obtener un fuerte purgante. Y ésta —dijo tocando una baya más grande, roja y brillante—, puede ser machacada en un ungüento grasoso para las quemaduras.

—¡Bayas! —Pynt volvió a reír. Carum bajó la vista al suelo.

—Oh, cállate, Pynt —dijo Jenna—. Carum sabe mucho más que cualquiera de nosotras, aunque no sepa nada sobre lo que hay en los bosques.

—¿Y qué es lo que sabe? —preguntó Pynt.

—Sabe sobre guerreros que utilizan sus trenzas para estrangular a los adversarios, y eso es precisamente lo que haré contigo si no te callas. —Jenna sostuvo su trenza blanca formando un lazo, y le dirigió a Pynt una mirada traviesa.

—¡Los Alaisters! —dijo Carum triunfante, alzando la vista con una sonrisa.

—¿Qué? —Pynt y Jenna se volvieron hacia él al mismo tiempo.

—Ése es el nombre de la tribu. Los Alaisters. Sabía que lo recordaría después de un rato.

Jenna se acuclilló y cogió dos setas. Metiéndoselas en la boca, murmuró:

—Tú no te comas las bayas, estudioso.

Comieron rápida y silenciosamente, y cuando hubieron terminado, limpiaron toda señal de su improvisado almuerzo. Carum fue hasta el caballo y lo desató.

—Tráelo aquí —dijo Jenna.

Con una sonrisa, Carum condujo al tordo hasta ella.

—¿Quieres montarlo?

—Ninguno de nosotros lo montará —dijo Jenna—. Lo enviaremos de vuelta al prado. Por allí. —Señaló hacia el sur.— Dejará un rastro bien claro y alejará de nosotros a cualquiera que nos persiga.

Carum se volvió con nerviosismo.

—¿Nos han estado siguiendo?

Pynt echó a reír.

—De ser así, ahora no nos encontraríamos aquí en el descampado. Confía en nosotras.

—Pero vendrán. Te seguirán a ti o al Sabueso. Tú lo sabes bien. Toda la mañana he estado preocupada por el hecho de llevar el caballo con nosotros, y vosotros también deberíais haber pensado en ello. Pero con la ayuda de Alta, podremos utilizar al animal para confundir el rastro. —Jenna se arrojó la trenza derecha por encima del hombro para enfatizar sus palabras.

—No tenías aspecto de preocupada —la regañó Pynt.

—¿Por qué no dijiste nada? —El rostro de Carum se oscureció—. A mí ni siquiera se me ocurrió...

—Eso es porque los estudiosos se preocupan por el pasado, Carum, mientras que las guerreras deben preocuparse por el futuro. Es posible que no tengamos ningún futuro si conservamos el caballo —dijo Jenna con tono bajo y razonable—. Así que dime, jinete, ¿cómo podemos lograr que el animal marche en aquella dirección?

Carum rió.

—Confía en mí —dijo. Dejando caer las riendas, fue hasta un arbusto florecido, cortó una rama y la peló para utilizarla como fusta. Entonces regresó junto al caballo, lo palmeó en el hocico y susurró en su oído. Haciéndolo girar para que su cabeza apuntase hacia el sur, lo golpeó dos veces en el costado con su fusta y gritó—: ¡Vete a casa!

El caballo dio un respingo, coceó con sus patas traseras errando los muslos de Carum por escasos centímetros y se lanzó al galope por el prado. El rastro que dejó era lo suficientemente claro para alertar al más distraído de los perseguidores. El animal no se detuvo hasta estar a varios cientos de metros, y allí bajó su gran hocico para ponerse a pastar.

—¿Qué susurraste en su oído? —preguntó Jenna.

—Que me perdonara los azotes —respondió Carum.

—A juzgar por el sitio adonde apuntaban sus coces —observó Pynt—, no creo que te haya perdonado. De haber acertado, dudo que hubiese nuevos estudiosos en tu descendencia.

Jenna ahogó una risita y Carum frunció el ceño.

—Pensé que no sabíais nada de hombres —dijo.

—Sabemos que no provenimos de las flores, de las coles o de los picos de los pájaros —dijo Jenna—. Nuestras mujeres dan a luz, así que sabemos de dónde provienen los bebés. Y cómo se hacen. Elegimos... —Se detuvo al ver que las orejas de Carum comenzaban a tornarse rojas por la vergüenza, pero a Pynt no le preocupaban sus sentimientos.

—Elegimos utilizar a los hombres, pero no vivir con ellos. Servirles como guardianas por una paga si es necesario, pero no permanecer a su servicio de otra manera. —A pesar de que lo decía con convicción, sonaba más como una letanía y Carum comenzó a protestar.

—Tu boca dice eso, pero... —comenzó.

Jenna le colocó una mano en el brazo para detener la discusión.

—El caballo no se ha movido —le dijo. Carum avanzó un poco por el prado y gritó:

—¡Vete a casa, hijo de mala madre!

El caballo alzó la cabeza y con un bocado de hierba pendiendo de su boca, se alejó con rumbo al sur. Muy pronto sólo era un punto que se movía en el horizonte.

—¡Maravilloso! —dijo Pynt con sarcasmo—. Tu grito debe de haber alertado a cualquiera a varios kilómetros.

Carum la ignoró de forma intencionada y se volvió hacia Jenna.

—No había otra forma.

Jenna asintió con la cabeza y se volvió hacia Pynt.

—¿Qué ocurre con vosotros dos? Primero tú gritas y luego lo hace él. Hablas con fuego y él te responde con hielo. No podemos continuar de este modo.

—Entonces envíalo por su camino —dijo Pynt y se alejó unos pasos de allí.

Carum inspiró profundamente y luego habló en voz baja para que sólo Jenna pudiera oírlo.

—No te preocupes. Pronto llegaremos a la Congregación y partiré. Y no te preocupes por el caballo. —Al final alzó la voz y Pynt se volvió hacia ellos—. Los caballos de Kalas están bien entrenados y tarde o temprano encontrará el camino a casa.

—Y eso queda... —La curiosidad de Pynt superó a su ira y su resentimiento.

—Hacia el norte —dijo Jenna—. Los Dominios del Norte, según has dicho. ¡Por los Cabellos de Alta! El caballo irá en la misma dirección que nosotras.

—No, Jenna —la interrumpió Carum poniéndole una mano sobre el hombro—. Allí vivía Lord Kalas. Ahora se ha apoderado del palacio del rey, en el sur, y lo reclama como suyo. Las bodegas de mi tan amado... rey se han convertido en un calabozo. Y en el último año Kalas se ha instalado en el trono aguardando una coronación que, si los dioses lo permiten, jamás llegará.

—Pensé que no creías en dioses —dijo Pynt.

—Creeré en ellos si no hay una coronación aprobada por los sacerdotes. Pero al final, ni siquiera eso importaría. Un hombre que se sienta en el trono el tiempo suficiente, es llamado Su Majestad aunque lleve puesto un yelmo. La memoria de la gente es efímera cuando también lo son la clemencia y la justicia. Temo que Kalas será el rey antes de que pase mucho tiempo.

Las muchachas lo miraron mientras hablaba, ya que sus palabras parecían tender un manto de majestad sobre él, aunque era una majestad desconsolada. Cuando el viento movía sus cabellos parecía más alto... y al mismo tiempo encorvado.

—Oh, Carum —dijo Jenna, y había una verdadera tristeza en su voz. Carum pareció sacudirse de encima la oratoria y se encogió de hombros.

—No os preocupéis por mí. Nosotros los estudiosos algunas veces inventamos una metáfora apropiada y otras, simplemente hablamos porque nos gusta escuchar el sonido de las palabras.

Pynt no dijo nada durante un buen rato, pero finalmente alzó la vista hacia el cielo encapotado.

—¿Dónde está ese atajo que nos habías prometido?

Donde finalizaba el prado, el suelo estaba cenagoso y parecía adherirse a sus pies. Jenna los condujo de vuelta hacia el bosque para no dejar las huellas de sus pisadas y se dirigieron hacia el límite norte, donde el bosque de grandes robles y hayas daba lugar a una nueva vegetación. Allí había un verdadero sendero bordeado de matas y flores que indicaba una civilización cercana: los espinosos frambuesos, las linarias amarillas y los pequeños pensamientos azules meciéndose con la brisa.

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