Hermana luz, hermana sombra (27 page)

BOOK: Hermana luz, hermana sombra
8.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

Para calmarse, realizó tres profundas respiraciones latani, tarea nada sencilla estando boca abajo, y luego se puso de rodillas. En aquella posición agazapada corrió hasta la muralla y colocó la mano sobre la piedra. Su misma solidez le brindó coraje.

Al doblar la esquina con sumo cuidado, sintió un nudo en el estómago y un extraño sabor metálico invadió su boca. Los portones tallados estaban hechos pedazos y la muralla, derrumbada. Desparramadas como frutas de un cuenco, las pesadas piedras mostraban sus oscuras caras ocultas al sol. Jenna aguardó casi sin atreverse a respirar, tratando de oír algún sonido. Pero era como si una mortaja lo hubiese cubierto todo. Otras tres profundas respiraciones latani y al fin avanzó, pisando con cuidado entre las piedras caídas.

Había cuerpos esparcidos por todo el patio: hombres con armaduras de batalla, mujeres con pieles de guerreras. Jenna se detuvo junto a cada cuerpo, apartando las moscas con impaciencia en la esperanza de encontrar a alguien, a algo que estuviese con vida.

Por todas partes, pensó aturdida. Están por todas partes.

Dio vuelta a las mujeres que habían muerto boca abajo, buscando a alguna conocida... Armina, Callilla o la misma sacerdotisa.

Cerca del pozo y con la mano en el rostro, como protegiéndose del sol, yacía una mujer joven. Había un pequeño hueco en su garganta. Jenna la miró.

Una apertura tan pequeña para dejar entrar a la muerte, para dejar salir a la vida, pensó.

Jenna se arrodilló, y al apartar la mano reconoció a Brenna, aunque sólo la había visto una vez.

—Que Alta tenga misericordia de ti —murmuró preguntándose por qué esa piedad había sido tan escasa horas antes. De pronto sintió más por ese cadáver que por todos los demás—. Te lo juro, Brenna, te daré sepultura si logro que alguien me indique dónde se encuentra la gruta de tu Congregación.

Se levantó y continuó su búsqueda por el patio. Su sombra bailaba en forma extraña junto a ella, hasta que comprendió que avanzaba con singulares movimientos espasmódicos. Ésa fue la primera vez que tomó conciencia de que era capaz de asimilarlo todo... el angustioso horror de lo que estaba viendo. Era simplemente demasiado, demasiada muerte. Y también comprendió que le aterrorizaba la idea de entrar en la Congregación.

Se obligó a arrodillarse y respirar profundamente, a pesar de que el aire estaba invadido por un olor dulce y punzante. Bañada por el sol empezó a entonar los cien cánticos, tratando de calmarse para los horrores que le aguardaban. Mientras cantaba, volvió a sentir aquella extraña ligereza y salió lentamente de su cuerpo para flotar sobre el patio. Desde una gran altura observó su propia figura que se mecía ligeramente entre los cadáveres. Pero cuando descendió para tocar un cuerpo tras otro no pudo hallar ninguna entrada, ningún ser vivo por el cual dejarse atraer.

Finalmente bajó y bajó en espiral hacia su cuerpo, que entonaba el último cántico.

Volviendo a ponerse de pie, caminó con decisión hacia la puerta derrumbada de la Congregación.

Halló a Callilla en la cocina. Tenía la garganta cortada y había cinco hombres muertos a su alrededor. Armina yacía en la escalera principal con una flecha en la espalda y una espada rota a sus pies. Detrás había tres hombres con los rostros marcados por sus uñas y los cuellos cortados con un cuchillo.

Jenna se sentó sobre el escalón, junto a la cabeza de Armina y acarició la cresta de su cabello.

—Quien ríe más, vive más —susurró con voz ronca.

Y entonces las lágrimas se agolparon en sus ojos y brotaron junto con profundos sollozos. Lloró de forma incontrolable, no sólo por Armina sino por todas ellas, por sus hermanas desconocidas que habían muerto defendiéndose de los caballeros del rey. Los caballeros del rey, quienes querían a Jenna por la muerte del Sabueso, y a Carum por... De pronto comprendió que ni siquiera sabía por qué buscaban a Carum. Sólo sabía que era así. Y tanto querían hallarlo que habían degollado a toda una Congregación de mujeres por ello. Por lo tanto, todo ese horror era su culpa, de Carum y de ella. Tal como había dicho Madre Alta: ella era el final. Una Congregación entera había desaparecido.

¡Una Congregación entera! ¡Y Pynt también! Jenna se levantó de un salto y subió la escalera saltando los peldaños de dos en dos, tratando desesperadamente de recordar dónde estaba la habitación de la enfermera. Sólo sabía que se encontraba en alguna parte del primer piso. No podía creer que los hombres matasen a una niña herida tendida en la cama de una enfermería.

Abrió puerta tras puerta, saltando sobre los cadáveres de las mujeres y sus atacantes, quienes las superaban en número.

Un hombre alto y barbudo, con el rostro arrugado como una corteza y la garganta ensangrentada, yacía contra una puerta cerrada. Jenna lo apartó de un puntapié.

—¿Estás arrojando huesos por encima del hombro para esos perros horrendos? —preguntó—. Ojalá que vuelvan a destrozarte el cuello. —Abrió la puerta y vio que era la enfermería. Tres mujeres muertas yacían sobre las camillas y otra, con los ojos vendados, estaba bajo una mesa. Ninguna de ellas era Pynt—. ¡Pynt! —gritó Jenna, y el nombre resonó en la habitación, pero no hubo respuesta.

Jenna salió como una tromba, saltó sobre el hombre muerto y corrió por el pasillo abriendo todas las puertas y gritando enloquecida en cada habitación. Una puerta ya se hallaba entreabierta. Al asomarse vio que se trataba de la sala de juegos desde la cual, dos días antes, había saltado al río helado junto con Carum. Se acercó a las ventanas y observó el Halla, que fluía imperturbable entre sus márgenes. Al volverse, los objetos del suelo le parecieron cadáveres de juguetes.

Lentamente, algo fue introduciéndose en su mente, algo que iba más allá del horror y la sangre.

—¡Las niñas! —susurró—. ¡No he visto niñas muertas!

Apoyada contra el marco de la ventana, trató de recordar qué era lo que Armina le había dicho con respecto a las niñas. Pero cuando trataba de imaginarla hablando, sólo podía ver su cuerpo tendido en la escalera.

—Debo pensar —dijo en voz alta—. Debo recordar. —Se obligó a pensar en la cena y en aquellos golpes fatales sobre la puerta. Había sido entonces cuando Armina le había dicho algo con respecto a las niñas. ¿Pero qué?

Y entonces lo recordó: “...Un lugar para ellas. No temas.” Las niñas y las heridas, le había dicho. Jenna se mordió el labio. Había visto a las heridas muertas en sus camillas.

—Pero seguramente no eran todas las heridas —dijo en voz alta—. En una batalla de esta magnitud, las cosas deben haberse prolongado durante horas. Por lo tanto debe haber otras que hayan partido antes. Al lugar mencionado por Armina. ¡Si tan sólo hubiese dicho dónde! —Tal vez Pynt también se encontraba allí, pensó de pronto.

Jenna se permitió albergar una pequeña esperanza y, dejando la sala de juegos, terminó de registrar el primer piso. Entonces halló la escalera trasera y subió al segundo.

Allí había menos cuerpos, como si la batalla no hubiese llegado tan lejos. O como si ya hubiesen quedado menos para luchar, pensó con expresión sombría. Y entonces llegó a la puerta tallada de Madre Alta. Había sido partida por la mitad y estaba destrozada. Jenna entró con cautela.

Era allí donde parecía haber terminado todo. Las últimas hermanas heridas se hallaban a los pies de Madre Alta, casi apiladas, con los vendajes empapados de sangre más fresca. La enfermera, que también tenía la cabeza envuelta con un lienzo blanco, había caído sobre la falda de la sacerdotisa. Los dedos de Madre Alta se hallaban entrelazados con los de ella, y el único que estaba extendido era el sexto. Los ojos de mármol de la anciana estaban fijos y abiertos.

Pero Pynt y las niñas habían desaparecido. Entonces Jenna comprendió. Los hombres debían habérselas llevado... seguramente las niñas habían gritado y llorado y... Allí se detenía su imaginación. Simplemente no podía comprender qué harían aquellos hombres con varias docenas de niñas, algunas todavía tenían que ser llevadas en brazos.

Jenna pasó el resto del día llevando los cuerpos de las mujeres a la cocina y al Gran Vestíbulo. Las transportó de forma reverente, como si de ese modo hubiese podido aliviar su culpa. Las tendió una junto a la otra, dejando espacio para sus hermanas sombra. Por último bajó a Madre Alta, cuyo cuerpo pequeño y encorvado pesaba menos que el de una niña.

Sabía que no podría llevarlas a todas a la caverna, incluso aunque hubiese sabido dónde se encontraba. En lugar de ello, pensaba incendiar la Congregación. Le parecía un acto conmemoratorio adecuado para la valerosa batalla.

Ya era bien avanzada la noche cuando bajó a Madre Alta, depositándola suavemente sobre la mesa de la cocina y acomodando sus piernas torcidas. Besó cada uno de sus doce dedos antes de cruzarle las manos sobre el pecho. Los ojos de Jenna se habían acostumbrado a la penumbra. Sólo encendía las lámparas en los recodos, ya que de otro modo hubiese tenido que cargar también con las hermanas sombra. Pero en cuanto hubo acomodado el cuerpo de Madre Alta, encendió una vela y la colocó a la cabeza de la sacerdotisa, observando con serena satisfacción cómo aparecía el cadáver de su hermana sombra, con las mismas manos de seis dedos que la anciana había tenido.

—Hermanas codo a codo —susurró Jenna.

Entonces encendió todas las lámparas de la cocina antes de dirigirse al Gran Vestíbulo. Cuando estuvo segura de que todos los rincones de la habitación estaban bien iluminados, observó cómo un cadáver tras otro iba apareciendo junto al de las hermanas luz. Sin proponérselo, las palabras de la oración sepulcral brotaron de sus labios.

En nombre de la caverna de Alta

El sombrío y solitario sepulcro...

Y pensó que todas aquellas hermanas muertas no estarían solas esa noche. El recuerdo de la última vez en que había oído las palabras, vino a su mente: la voz aguda de Madre Alta siguiéndoles escaleras abajo.

Al subir esa escalera por última vez, de pronto Jenna tomó conciencia de lo exhausta que estaba. Se dirigió directamente a la habitación de la sacerdotisa, porque ya había decidido bajar dos tributos finales al coraje de las hermanas de Nill... el Libro de Luz y el espejo. Deteniéndose frente a la puerta derrumbada, inspiró profundamente y entró.

Arrancó el lienzo del espejo y por un momento se sobresaltó con su propio reflejo. Había hierba en su cabello y tenía las trenzas casi deshechas. Bajo sus ojos había unas profundas ojeras negras. O bien había perdido peso o estaba mucho más alta. Tenía la ropa manchada de sangre y también la mejilla derecha. Era increíble que Carum hubiese querido besarla.

Al recordarlo, Jenna se llevó un dedo a los labios, como si algún rastro del beso aún permaneciese allí. Y él también se ha ido, pensó. A un sitio donde no puedo entrar.

Jenna alzó las manos hacia el espejo como en una súplica y susurró con voz ronca:

—Ven a mí. Ven a mí. —Era la única frase que podía recordar de la Noche de Hermandad—. Ven a mí.

Se refería a Carum, a Pynt, a las niñas y a todas las mujeres muertas de la Congregación. Se refería a su madre adoptiva A-ma, a Selna y a su madre biológica muerta por un puma. E incluso a la Madre Alta de Selden. Incluso a ella. A todos los que habían formado parte de su vida y ahora se encontraban lejos.

—Ven a mí. —Sabiendo que estaban muertas o demasiado lejos para escucharla, Jenna continuó su llamada—. Ven a mí. —Las lágrimas corrieron por sus mejillas, lavando las manchas de sangre—. Ven a mí. Ven a mí.

La luna brilló a través de la ventana y una pequeña brisa movió los cabellos de su frente y su cuello. En el espejo pareció formarse una bruma, como si hubiese humedad en el aire, nublando el vidrio. Pero con los ojos llenos de lágrimas, Jenna no lo notó.

—Ven a mí —susurró con vehemencia.

La bruma fue ocultando su reflejo lentamente y Jenna continuó con su invocación, moviendo las manos como en una llamada.

—Ven a mí.

La imagen, imitando sus movimientos, le respondió:

—Ven a mí.

Como en un trance, Jenna avanzó hasta estar casi encima del espejo.

Con las palmas hacia afuera, colocó las manos sobre el vidrio pero, en lugar de tocar la superficie dura, se encontró con una piel cálida, palma contra palma. Entrelazando sus dedos con los de la imagen, atrajo a la otra del espejo.

—Te llevó bastante tiempo —dijo la imagen—. Podrías haber venido hace días.

—¿Quién eres tú? —preguntó Jenna.

—Tu hermana sombra, por supuesto. Skada.

—¿Skada?

—Significa sombra en la antigua lengua.

—Pynt es mi sombra. —Al mencionar el nombre de Pynt, Jenna sintió un nudo en la garganta.

—Pynt era tu sombra. Ahora lo soy yo. Y estaré más cerca de ti de lo que Pynt jamás pudo estar.

—Tú no puedes ser mi hermana sombra. Te pareces muy poco a mí. Yo no soy tan delgada, y mis pómulos no son tan prominentes. Y... —Se pasó una mano por la trenza con nerviosismo.

Skada sonrió y tocó su propia trenza oscura.

—Ninguna de nosotras sabe cómo nos ven los demás. Es una de las primeras advertencias que se enseñan en mi mundo: Las hermanas pueden ser ciegas. Yo soy sombra donde tú eres luz. Y tal vez sea un poco más delgada, pero eso cambiará.

—¿Por qué?

—En este mundo coméis mejor, por supuesto.

—¿Tu mundo es diferente al nuestro? —Jenna estaba confundida.

—Es la imagen en espejo. Pero imagen no es lo mismo que sustancia. Debemos aguardar vuestra convocatoria para eso.

Jenna sacudió la cabeza.

—Esto es muy diferente de lo que esperaba. Tú eres diferente de lo que esperaba.

Skada sacudió la cabeza como si se burlase de ella.

—¿Y qué esperabas?

—No lo sé. Alguien más suave, tal vez. Más tranquila. Más dócil.

—Pero, Jenna, tú no eres suave, tranquila ni dócil. Y aunque yo soy muchas cosas, no soy lo que tú no eres. Soy tú misma. Soy lo que tú te impides a ti misma ser. —Skada sonrió y Jenna le respondió del mismo modo—. Yo no hubiera aguardado tanto para permitir que Carum me besase.

—¿Has visto eso? —Jenna sintió que sus mejillas se ruborizaban.

—No fue exactamente verlo. Pero ocurrió de noche bajo la luna. Por lo tanto tus recuerdos de ello también me pertenecen.

Jenna se llevó la mano a los labios y Skada la imitó.

—Y hay otras cosas que haría de un modo diferente —dijo Skada.

Other books

The Calling by Lily Graison
loose by Unknown
Theirs Was The Kingdom by Delderfield, R.F.
Ice Creams at Carrington’s by Alexandra Brown
Eighth Grade Bites by Heather Brewer
Dr. Knox by Peter Spiegelman
The Sacrifice by Joyce Carol Oates
My Favorite Mistake by Georgina Bloomberg, Catherine Hapka
The Ruining by Collomore, Anna