Read Hermana luz, hermana sombra Online
Authors: Jane Yolen
El silencio se extendía de forma interminable mientras atravesaban el bosque nocturno, con Pynt a la cabeza. Proyectaban largas sombras cada vez que pasaban por un claro, y los brazos y piernas de esas sombras se tocaban con una intimidad que ninguno de ellos se atrevía a considerar.
Como para acentuar su silencio, el bosque parecía animado de pequeños sonidos. Hojas que crujían y caían misteriosamente al suelo. Animalitos que se deslizaban entre las malezas, moviendo los pastos. Un pájaro nocturno lanzaba su llamada desde una rama. Y sus pies que producían un constante susurro.
Caminaron durante horas sin hablar, con las bocas amordazadas por sus sentimientos. De vez en cuando Jenna se volvía para decirle algo a Pynt o a Carum, pero cada vez descubría que no podía comenzar, segura de que cualquier cosa que dijese estaría mal. Por lo tanto continuó sin decir nada, con la cabeza gacha, absorta en sus pensamientos hasta que un gorjeo agudo la detuvo.
Inadvertido, Carum continuó caminando y chocó contra su espalda. Ambos dieron un salto y Jenna cayó contra Pynt, quien ya se había dado la vuelta.
Pynt la detuvo y susurró:
—Es demasiado temprano para un tordo. El sol aún no ha calentado los bosques y no hay luz con excepción de la luna.
Jenna asintió con la cabeza y le hizo una seña a Carum para que guardase silencio.
El gorjeo volvió a sonar, trémulo e insistente.
—¿Nuestro o de ellas? —preguntó Pynt en su oído.
La respuesta de Jenna fue llevarse una mano a la boca y emitir un silbido agudo.
—¡Buena llamada! —susurró Pynt.
Una sombra se deslizó a sus espaldas y les habló en voz baja.
—Lentamente. Volveos lentamente para que os identifique.
Jenna y Pynt obedecieron y alzaron sus manos para realizar la señal de la diosa con los dedos, pero Carum no se movió.
La sombra echó a reír y cuando se colocó bajo la luz de la luna, se transformó en una mujer alta y joven con una cicatriz oscura que le surcaba la mejilla derecha. Su cabello estaba cortado en una cresta alta y llevaba puestas las pieles de una guerrera. Con un rápido movimiento, guardó su flecha en la aljaba que llevaba en la espalda. Entonces se golpeó el pecho con el puño.
—Soy Armina, hija de Callilla.
—Y yo soy su hermana sombra, Sarmina.
Carum se volvió y pudo ver a una segunda mujer, casi idéntica a la primera, con el cabello en una alta cresta negra y una cicatriz sobre la mejilla izquierda.
Armina volvió a hablar.
—Vosotras dos debéis ser misioneras, ¿pero quién es este espantapájaros que traéis? Un muchacho que no es un muchacho. Casi un hombre. Bastante guapo.
Sarmina rió.
—Para ser un espantapájaros.
—Podría ser divertido en la oscuridad —dijo Armina.
—O con una vela junto a la cama —agregó su hermana sombra.
—Si es una molestia para vosotras, podríamos... —Armina se detuvo abruptamente, pero su sonrisa continuó.
—Es una molestia —dijo Pynt.
—Pero una molestia que aceptamos gustosas —agregó Jenna rápidamente.
Armina y Sarmina asintieron con la cabeza.
Pynt se golpeó el pecho imitando el saludo de Armina.
—Yo soy Marga, llamada Pynt, hija de Amalda.
Jenna siguió su ejemplo.
—Jo-an-enna, llamada Jenna. Hija de... —Vaciló, tragó saliva y volvió a comenzar—. Hija de una mujer muerta por un puma, hija de Selna.
—E hija de Amalda también —agregó Pynt.
—Él es Carum —dijo Jenna señalándolo con la cabeza.
Armina y Sarmina dieron varias vueltas caminando alrededor del muchacho y chasqueando la lengua contra el paladar.
—Es bastante interesante, hermana —dijo Sarmina.
—En la Congregación hay varias a quienes les gustan los terneros —respondió Armina—. Pero... qué pena... no puede entrar. Falta muy poco para La Elección.
—Qué lástima —dijo Sarmina.
—Una lástima, guapo —agregó Armina. Jenna se interpuso entre ellas.
—Dejadlo tranquilo. Nos clamó merci.
Carum rió.
—Sólo bromean, Jenna. Me gusta. Nunca nadie me había admirado por mi cuerpo, ¡sólo por mi mente!
—¿Merci? —Sarmina sacudió la cabeza.
—Vosotras aún no habéis hecho los votos —dijo Armina—. ¿No es verdad?
Pynt asintió con la cabeza.
—Por lo tanto... no significa nada. Sólo un muchacho y un par de niñas jugando.
Pynt miró a Jenna, cuyo rostro parecía hecho de piedra.
—Es posible que no hayamos hecho los votos aún, pero en la Congregación Selden tomamos con seriedad las súplicas al altar de Alta. Ya hemos matado a un hombre por él.
—A un caballero del rey —agregó Carum.
—¿Estás seguro? —preguntó Armina pasándose una mano por el cabello.
—¿Un caballero del rey? —repitió Sarmina.
—Si Carum lo dice, así es —les aseguró Jenna—. Es un estudioso y no miente.
—¿Tú crees que los estudiosos no mienten, pequeña hermana? —preguntó Sarmina. Armina rió.
—Uno puede mentir diciendo o no diciendo. —Miró a Carum—. Cuéntanos de este caballero del rey, muchacho.
Carum enderezó la espalda y la miró.
—Llevaba un yelmo y cabalgaba un tordo. Portaba una espada, una daga en el cinto y otra en la rodilla. ¿Eso os sirve para identificarlo?
Armina se volvió hacia Pynt.
—¿Es verdad?
Pynt asintió con la cabeza.
—¿Y cómo era el yelmo? —preguntó Armina.
—Tenía cuernos —dijo Pynt.
—¿Cuernos? —Armina sacudió la cabeza—. No conozco caballeros del rey que lleven yelmos con cuernos.
Jenna las interrumpió.
—De lejos se veían como cuernos. Pero yo sostuve el yelmo en mi mano y pude ver que no lo eran. Eran como las orejas erectas de un gigantesco sabueso. Con un hocico y grandes colmillos.
—¡El Sabueso! —exclamaron juntas las hermanas.
—Eso dijo él. —Pynt señaló a Carum con la cabeza.
—¡Habéis matado al Sabueso! —dijo Sarmina en voz baja. Jenna asintió con la cabeza.
—Pynt y yo lo hicimos. No fue... agradable.
—Puedo imaginarlo —dijo Armina. Por unos momentos su boca se movió sin emitir sonido. La cicatriz se estiraba y se encogía en forma desagradable—. Así que habéis matado al Sabueso. Bueno, bueno, jóvenes misioneras. Vaya noticias que traéis. Debemos ir a la Congregación de inmediato.
Sarmina posó una mano sobre la de su hermana.
—¿Qué hay de La Elección? ¿Le haremos entrar a él?
—Le llevaremos directamente a la alcoba de Madre Alta por la escalera trasera. Ella sabrá lo que hacer. —Sin soltar la mano de su hermana, Armina se volvió hacia Jenna—. Me pregunto, joven misionera, qué cosa terrible habrás traído a nuestra puerta. Y también me pregunto si no cometeremos un error al haceros entrar. Venid.
Armina los condujo por el bosque y Sarmina fue tras ella, sólo visible cuando la luna lograba atravesar la bóveda de árboles. Pynt las siguió. Cogiendo a Carum de la mano, Jenna cerraba la marcha.
Ya era pleno día para cuando llegaron a la Congregación, y sólo Armina se encontraba allí para guiarlos. Donde finalizaba el bosque había un gran claro bordeado de frambuesos y hierbas plantadas en hileras rectas y bien definidas. Junto a las grandes empalizadas de madera y piedra corría un ancho camino, pero estaba libre de viajeros y la tierra, bien apisonada, no había sido hollada recientemente.
Se acercaron rápidamente al portón y Armina dio el santo y seña en la antigua lengua. Lentamente, el portón se abrió hacia adentro, pero no antes de que Jenna hubiese podido admirar sus grabados.
—Jenna —susurró Pynt—, es la misma escena que la del tapiz en la habitación de Madre Alta. Mira... allí hay un juego de varillas, y allí Alta recoge a los niños, y allí...
Las hicieron entrar y los grandes portones se cerraron a sus espaldas. Ahora se hallaban en un patio amplio y casi desierto. Sólo una hermana lo atravesó rápidamente, portando una cesta con pan. Por el rabillo del ojo Jenna pudo ver otro patio más pequeño donde tres jóvenes de su edad se hallaban formadas con sus arcos. El sonido de las flechas al dar en el blanco llegaba hasta ellas, pero Armina ya había desaparecido por una arcada a la izquierda. Pynt empujó a Jenna hasta la puerta.
—Vamos —le dijo.
Carum las siguió sin pronunciar palabra.
Caminaron tras Armina en un laberinto de pasillos y alcobas, cuatro veces más numerosas que las de la Congregación Selden, y también subieron dos tramos de escalera. Para Jenna y Pynt ésta era una nueva experiencia ya que la Congregación Selden contaba con un solo piso, e intercambiaron miradas de sorpresa. Pero Carum subió la escalera de caracol con aire de experto.
—Nacido en un castillo —murmuró Pynt a sus espaldas como si eso fuera un insulto.
Jenna aún se maravillaba ante la complejidad de la Congregación, cuando Armina se detuvo ante una puerta y alzó una mano para llamarlos. Se acercaron lentamente. La puerta estaba aún más ornamentada que los portones de afuera. Sólo que, en lugar de figuras, las tallas mostraban símbolos: una manzana, una cuchara, un cuchillo, una aguja, hilo...
—¡El Ojo Mental! —exclamó Jenna—. Mira, Pynt, todos los signos son del juego.
Pynt deslizó el dedo sobre el signo del cuchillo.
—Ahora entraremos —dijo Armina con un ligero movimiento de cabeza que hizo mecer su cresta—. Iremos a hablar con la Madre.
Jenna inspiró profundamente varias veces, finalizando con la respiración de la araña que le había ayudado a subir la escalera e iniciando el latani. Esto la calmaba. Podía escuchar a Pynt que seguía su ritmo.
Amalda sonrió.
—¿Asustadas? ¿De la Madre?
Abrió la puerta, y al entrar en la alcoba oscura echó una rodilla en tierra tan rápidamente que Carum chocó contra ella. Las muchachas entraron más despacio y se arrodillaron junto a Armina.
Jenna observó la habitación en penumbras, tratando de seguir la mirada de Armina. Entre dos ventanas cerradas había un gran sillón.
Algo... alguien... se movió en el sillón.
—Madre, perdóname esta intrusión, pero he venido con tres personas cuya presencia puede ser un peligro. Tú deberás decirlo.
Hubo un largo silencio. Jenna pudo oír a Carum que tragaba saliva. Pynt se movió un poco a su lado. Entonces la figura del sillón exhaló un suspiro.
—Enciende las lámparas, niña. Sólo dormitaba. Tus hermanas las apagan cuando duermo... como si el día o la noche tuviesen algún significado para mí. Pero puedo oler que están apagadas. Y me gustan los sonidos suaves y susurrantes que producen.
Armina se levantó y encendió las lámparas con una antorcha que tomó del pasillo. También apartó las cortinas de las ventanas. La luz reveló una figura pequeña y oscura en el sillón, tan pequeña como una niña, pero vieja. Jenna pensó que nunca había visto a una mujer tan vieja, ya que su rostro era oscuro y arrugado como una nuez, coronado con un cabello fino y blanco. Sus ojos ciegos tenían el color del mármol húmedo, grises y opacos.
—¿Me perdonas, Madre? —dijo Armina, pero su pregunta no expresaba ninguna deferencia.
—Eres una bribona, Armina. Yo siempre te perdono. A ti y a tu hermana sombra. Ven aquí. Déjame tocar esa tonta cabeza. —La anciana sonrió.
Armina se acercó a la sacerdotisa y se arrodilló frente a ella alzando su rostro.
—Estoy aquí, Madre.
Los dedos de Madre Alta, como una pequeña brisa, recorrieron el rostro de Armina, se deslizaron por la cicatriz y luego subieron hasta su mata de cabello.
—¿A quiénes me has traído? ¿Y cuál es el peligro?
—A dos muchachas en su misión, Madre, y a un muchacho que, según dicen, les clamó merci —respondió Armina.
—¿De qué Congregación son las jóvenes? —preguntó la anciana. Armina se volvió hacia Jenna.
—De la Congregación Selden, Madre —dijo Pynt antes de que Jenna pudiera responder.
—Ah, la pequeña Congregación de las colinas fronterizas. ¿Cuántas sois allí ahora? —Las miró como si pudiese verlas.
—Cuarenta hermanas luz, Madre —dijo Jenna.
—Y cuarenta sombra —agregó Armina riendo.
—Treinta y nueve —dijo Pynt rápidamente, encantada de haber atrapado a Armina—. Nuestra enfermera es una Solitaria.
—Además de cuatro misioneras y cinco niñas —terminó Jenna.
—Nosotras tenemos cuatrocientas, luz y sombra —dijo Armina—. Y muchas, muchas niñas. También hay muchas misioneras, aunque dudo que vayan a una Congregación tan pequeña como Selden.
—Sólo una o dos veces hemos visto a una misionera —admitió Jenna—. Pero sabemos al respecto. Sabemos...
—¡Niñas! —dijo Madre Alta con dureza y alzó las manos que había tenido ocultas en las voluminosas mangas de su túnica. Con una mezcla de horror y fascinación, Jenna vio que cada mano tenía un sexto dedo que le nacía del costado. No podía apartar los ojos de allí. Esas manos parecían tejer oscuras fantasías en el aire.
—Ahora, Armina, tú eres la mayor, ya que hace cinco años que has regresado de tu misión. Actúa como mi guía; sé mis ojos. Si existe un peligro, debemos estar sobre aviso cuanto antes. —Sus manos volvieron a desaparecer en el hueco de sus mangas.
El rostro de Armina se oscureció durante un momento a causa de la reprimenda; entonces la sonrisa traviesa volvió a aparecer.
—Madre, la más alta es la que tiene la voz más baja. Es casi tan alta como yo.
—Más, ya que tú tienes esa cresta —dijo Pynt.
—¿Entonces ésa es la pequeña? —preguntó la sacerdotisa.
—Sí, Madre, es pequeña en todo salvo en su boca. Delgada y morena. Como una mujer de los Valles Inferiores. El muchacho es razonablemente apuesto, de facciones delicadas. Dice ser un estudioso que se encuentra en peligro, aunque sólo Alta sabe los peligros que puede correr un estudioso. Leer malos libros, supongo. Aunque él es en sí mismo un peligro para nuestra Congregación. Las muchachas han matado al Sabueso por su causa.
La anciana alzó la cabeza y sus manos volvieron a aparecer.
—¿El Sabueso? ¿Estáis seguros?
—Nosotras... —comenzó Jenna, pero la mano de Carum sobre su brazo la silenció.
—Madre Alta —dijo Carum con voz fuerte—, yo estoy seguro porque conocí bien al Sabueso.
—¿De veras? —murmuró Armina.
—¿Y cómo? —preguntó Madre Alta.
—Yo... —Carum vaciló y echó una rápida mirada a Jenna—. Él me buscaba porque soy... —Volvió a detenerse, inspiró profundamente y terminó—. Soy Carum Longbow, un estudioso y el hijo menor del rey.