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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Hermosas criaturas (17 page)

BOOK: Hermosas criaturas
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Miré hacia la ventana. Estaba cerrada, me había asegurado de ello.

Ethan, ven.

Cerré los ojos. El cerrojo de la ventana traqueteó.

Déjame entrar.

Los postigos de madera se abrieron de golpe. Habría supuesto que era el viento, pero ni siquiera soplaba una ligera brisa. Salté de la cama y miré hacia fuera.

Lena estaba de pie en el césped que había delante de mi casa en pijama. Los vecinos iban a estar de fiesta y a Amma le iba a dar un ataque al corazón.

—Baja o subo yo.

Primero un ataque al corazón y luego una apoplejía.

Nos sentamos en el primer escalón. Me había puesto los vaqueros porque no dormía con pijama y si Amma hubiera salido y me hubiera encontrado con una chica en calzoncillos, habría amanecido enterrado en el césped de la parte de atrás.

Lena se acomodó en el escalón y alzó la mirada hacia la pintura blanca que se desprendía del porche.

—Estuve a punto de dar la vuelta cuando llegué al final de tu calle, pero me dio demasiado miedo hacerlo. —A la luz de la luna, su pijama parecía de color verde y púrpura, una especie de túnica china—. Y cuando llegué a casa, me daba demasiado miedo no hacerlo. —Se estaba quitando el pintauñas de los dedos de los pies, desnudos, y me di cuenta de que esta vez sí que iba a contarme algo—. Realmente no sé cómo empezar. Nunca he contado nada de esto antes, así que no sé qué pasará.

Me revolví el pelo despeinado con una mano.

—Me puedes contar lo que sea. Yo ya sé lo que es tener una familia de locos.

—Tú crees que sabes el significado de la palabra «loco» y no tienes ni idea.

Inhaló una gran bocanada de aire. Fuera lo que fuera a decir, le estaba costando mucho. Parecía estar debatiéndose para encontrar las palabras adecuadas.

—La gente de mi familia, y yo, tenemos poderes. Hacemos cosas que la gente normal no puede hacer. Hemos nacido así y no lo podemos evitar. Somos lo que somos.

Me llevó unos segundos comprender lo que estaba diciendo o, al menos, de lo que creía que me estaba hablando.

De magia.

¿Dónde estaba Amma cuando la necesitaba?

Me daba miedo preguntar, pero tenía que saber más.

—¿Y qué es, exactamente, lo que sois? —Aquello sonaba tan de locos que casi no fui capaz de pronunciar las palabras.


Casters
—dijo ella en voz muy baja.


¿Casters?

Ella asintió.

—¿Te refieres a
Casters
de los que formulan hechizos?

Afirmó de nuevo con la cabeza.

Me quedé mirándola fijamente. A lo mejor de verdad estaba loca.

—¿Te refieres a brujas y demás?

—Ethan, no seas ridículo.

Solté aire, momentáneamente aliviado. Estaba claro que era un idiota. ¿En qué había estado pensando?

—En realidad no es más que una estúpida palabra. Es como cuando dices «musculitos» o «cretino». Sólo es un absurdo estereotipo más.

Se me encogió el estómago. Parte de mí quería subir las escaleras a todo trapo, cerrar la puerta y esconderme en la cama. Pero otra parte de mí, la parte más importante, quería quedarse. Porque… ¿no había una parte en mí que lo había sabido desde el principio? Tal vez sabía lo que ella era, pero me había dado cuenta de que había algo en ella distinto, algo mucho más importante que un collar con un montón de chatarra colgada y aquellas viejas Converse. ¿Qué me iba a esperar de alguien que podía provocar un aguacero, hablarme sin estar en la habitación, controlar las nubes del cielo y abrir los postigos de mi ventana desde el porche?

—¿Y no podríais buscaros un nombre mejor?

—No hay una sola palabra que describa a toda la gente de mi familia, ¿hay alguna que describa a la tuya?

Quería romper la tensión, simular que todo era igual que con cualquier otra chica y convencerme a mí mismo de que tampoco pasaba nada.

—Ah, claro. Lunáticos.

—Pues nosotros somos
Casters
. Ésa es la definición más apropiada. Todos tenemos poderes. Es una especie de don, igual que otras familias son guays, y otras son ricas, guapas o deportistas.

Sabía cuál sería mi siguiente pregunta, pero no quería hacerla. Ya sabía que podía romper una ventana sólo con pensarlo. No sabía si estaba preparado para averiguar qué otras cosas podía destrozar.

De cualquier forma, estaba empezando a sentirme como si estuviéramos hablando de cualquier otra familia sureña de locos, como las Hermanas. Los Ravenwood llevaban aquí tanto tiempo como cualquier otra familia de Gatlin ¿Por qué iban a estar menos chiflados que los demás? O, al menos, eso era de lo que quería convencerme a mí mismo.

Lena se tomó el silencio como una mala señal.

—Ya sabía que no tenía que haberte contado nada. Te dije que me dejaras en paz. Ahora seguramente pensarás que soy un bicho raro.

—Creo que tienes talento.

—Pensaste que mi casa era extraña. Eso ya lo has admitido.

—Es que la redecorasteis demasiado.

Estaba intentando hacerme una composición de lugar y que ella no dejara de sonreír. Sabía que debía de haberle costado mucho contarme la verdad y yo no la iba a dejar tirada ahora. Me volví y señalé el estudio iluminado sobre los arbustos de azalea, escondido detrás de unos gruesos postigos de madera.

—Mira, ¿ves esa ventana que hay allí? Es el estudio de mi padre. Trabaja durante toda la noche y duerme durante el día. Desde que murió mi madre, no ha salido de casa. Ni siquiera me ha enseñado lo que está escribiendo.

—Qué romántico —dijo ella con voz queda.

—No, es una locura. Pero nadie habla de ello, porque nadie tiene permiso para hacerlo. Excepto Amma, que esconde hechizos mágicos en mi cuarto y me grita cuando traigo joyas antiguas a esta casa.

Estaba casi seguro de que estaba sonriendo.

—A lo mejor eres un bicho raro.

—Yo lo soy y tú también. Tu casa hace que desaparezcan habitaciones y en la mía desaparece la gente. Tu tío el recluso es un chiflado y mi padre el recluso es un lunático, así que no veo en qué crees que somos diferentes tú y yo.

Lena sonrió, aliviada.

—Estoy intentando ver si hay alguna manera de tomarse eso como un cumplido.

—Lo es. —La miré mientras sonreía bajo la luz de la luna, una sonrisa de verdad. Había algo especial en su aspecto justo en ese momento que me hizo imaginarme inclinándome hacia delante un poco más para besarla. Pero me controlé y subí un escalón más arriba de donde ella estaba.

—¿Estás bien?

—Sí, claro, estoy bien, un poco cansado, quizás.

Pero no era así.

Nos quedamos hablando en las escaleras durante horas. Yo me tumbé en el escalón de arriba, ella en el de abajo. Observamos el oscuro cielo nocturno, luego el oscuro cielo del alba, hasta que comenzaron a cantar los pájaros.

Cuando el coche se marchó, el sol comenzaba a salir. Observé a
Boo Radley
trotar lentamente detrás de él hacia casa. Al ritmo que iba, no llegaría antes del crepúsculo. Algunas veces me preguntaba por qué se molestaba en ir detrás de Lena.

Qué perro tan estúpido.

Puse la mano en el pomo de bronce de la puerta de casa, pero casi no me sentí capaz de abrirlo. Todo estaba patas arriba y no había nada capaz de cambiar eso. Mi mente estaba hecha un revoltijo, con cada cosa por un lado, como los huevos de Amma en su enorme sartén, aunque ésa era la forma en que me había sentido por dentro desde hacía días.

T.I.M.O.R.A.T.O., así era como me habría llamado Amma. Ocho horizontal, «otro nombre para cobarde». Estaba asustado. Le había dicho a Lena que lo de su familia no era para tanto, eso de que fueran… ¿qué? ¿Brujas?
¿Casters?
Y no de la clase convencional de los que me había hablado mi padre.

Sí, claro, tampoco era para tanto.

En qué grandísimo mentiroso me había convertido. Habría apostado que hasta aquel perro estúpido se habría dado cuenta.

24 DE SEPTIEMBRE
Las tres últimas filas

T
odo el mundo conoce la expresión «se me cayó encima como un saco de cemento». Pues es verdad. Desde el momento en que cogió su coche y apareció en las escaleras de mi casa con aquel pijama de color púrpura, así fue como me sentí respecto a Lena.

Sabía que iba a ocurrir. Lo que no sabía era que me sentiría así.

Desde entonces había dos sitios en los que quería estar: o con Lena o solo, de modo que pudiera apartar todo aquello de la cabeza. No tenía palabras para definir la situación en la que nos encontrábamos. No era mi novia, ya que ni siquiera estábamos saliendo. Hasta la pasada semana ni siquiera había querido admitir que éramos amigos. No tenía ni idea de lo que sentía por mí y, desde luego, no era cuestión de enviar a Savannah a que lo averiguara. No quería arriesgar lo que teníamos, fuera lo que fuera. Entonces, ¿por qué pensaba en ella a todas horas? ¿Por qué me sentía mucho más feliz en el momento en que la veía? Tenía la sensación de que debía saber la respuesta, pero ¿cómo iba a estar seguro? No lo sabía y no tenía manera de descubrirlo.

Los chicos no hablamos de estas cosas. Simplemente nos quedamos debajo del cemento.

—¿Qué es lo que estás escribiendo?

Lena cerró el cuaderno de espiral que parecía llevar a todas partes consigo. El equipo de baloncesto no tenía entrenamiento los miércoles, de modo que estábamos sentados en el jardín de Greenbrier, que de alguna manera se había convertido en un lugar especial para nosotros, cosa que jamás admitiría, ni siquiera ante ella. Allí habíamos encontrado el guardapelo, y era un lugar donde podíamos estar sin que todo el mundo nos mirara y susurrara. Se suponía que estábamos estudiando, pero ella estaba escribiendo en su cuaderno y yo había leído el mismo párrafo sobre la estructura interna del átomo, con ésta, nueve veces. Nuestros hombros se tocaban, pero mirábamos en direcciones diferentes, yo estaba despatarrado en el suelo bajo el sol poniente y ella estaba sentada a la sombra de un nogal cubierto de líquenes.

—No es nada especial. Sólo estoy escribiendo.

—Vale, no me lo cuentes. —Intenté que no se me notara el enfado.

—Es que… es algo estúpido.

—Dímelo de todas formas.

Se quedó callada durante un minuto, garabateando en la goma de su zapatilla con su bolígrafo negro.

—Es sólo que algunas veces escribo poemas. Lo llevo haciendo desde que era niña. Ya sé que es un poco raro.

—No creo que sea raro. Mi madre era escritora y mi padre también lo es. —Sentí cómo sonreía, aunque no la estaba mirando—. Vale, es un mal ejemplo, porque mi padre es un tío
raro
de verdad, pero no le puedes echar la culpa de eso a la escritura.

Esperé a ver si me daba el cuaderno y me pedía que leyera algún poema, pero no hubo tanta suerte.

—A lo mejor me dejas leer algo tuyo alguna vez.

—Lo dudo.

Escuché el sonido que hacía su cuaderno al abrirse de nuevo y el del bolígrafo rasgando la página. Me quedé mirando el libro de química, repitiendo la frase una y otra vez dentro de mi cabeza. Estábamos a solas. El sol se estaba yendo y ella componía versos. Si había algún momento oportuno, era éste.

—Y esto… ¿quieres, ya sabes, que salgamos y eso? —Intenté que mi voz sonara despreocupada.

—¿Y no es lo que estamos haciendo?

Mordí el extremo de una vieja cuchara de plástico que había encontrado en mi mochila, probablemente de algún trozo del pastel.

—Ya, sí. No. Quiero decir que, si quieres, no sé, podríamos ir a algún sitio.

—¿Ahora? —Le dio un mordisco a una barrita de cereales que tenía abierta y movió las piernas hasta que estuvo a mi lado y me la ofreció. Yo sacudí la cabeza.

—Ahora, no. El viernes o un día así. Podríamos ir a ver una película. —Metí la cuchara en el libro de química y lo cerré.

—Qué guarrería. —Puso mala cara y volvió la página.

—¿Qué quieres decir?

Sentí cómo me ruborizaba.

Sólo estaba hablando de ir a ver una peli.

Qué idiota.

Señaló la cuchara sucia que había utilizado como marcador.

—Me refiero a eso.

Yo sonreí, aliviado.

—Ah, bueno. Es una mala costumbre que adquirí de mi madre.

—¿Tenía afición a la cubertería?

—No, a los libros. Leía al mismo tiempo por lo menos veinte, los tenía por todas partes de la casa… en la mesa de la cocina, al lado de su cama, en el baño, en el coche, en sus bolsos y una pequeña pila en el borde de cada silla. Y además, usaba cualquier cosa que tuviera a mano como marcador: un calcetín que yo hubiera perdido, un corazón de manzana, sus gafas de leer, otro libro o un tenedor.

—¿Y también una vieja cuchara sucia?

—Exactamente.

—Apuesto a que Amma se volvería loca.

—Se le iba la olla. No, espera… se ponía… —Me rompí la cabeza—. P.E.R.T.U.R.B.A.D.A.

—¿Diez vertical? —Se echó a reír.

—Probablemente.

—Ésa era mi madre. —Sostuvo uno de los cacharritos que colgaban de la larga cadena de plata que no parecía quitarse nunca. Era un diminuto pájaro de oro—. Es un cuervo.

—¿Por Ravenwood?

—No. Los cuervos son los pájaros más poderosos del mundo de los hechiceros. La leyenda dice que pueden acumular la energía en su interior y liberarla de otras formas. Algunas veces se les temía debido a su poder. —La observé mientras soltaba el animal y lo dejaba caer en su lugar entre un disco con una extraña inscripción grabada en su interior y una cuenta negra de vidrio.

—Tienes un montón de amuletos.

Se acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja y bajó la mirada hacia su collar. 

—En realidad, no son amuletos, sino cosas que significan algo para mí. —Alzó la lengüeta de una lata de refresco—. Ésta es de la primera lata de naranja que me bebí, sentada en el porche de nuestra casa en Savannah. Mi abuela me la compró cuando regresé del colegio llorando porque nadie me había dejado nada en mi caja de zapatos el día de San Valentín.


Qué chulo
.

—Si consideras que una tragedia es algo chulo…

—Me refiero a que la hayas conservado.

—Lo guardo todo.

—¿Y éste? —Señalé la cuenta negra de cristal.

—Me la dio mi tía Twyla. Es de una roca especial que hay en una zona remota de Barbados. Me dijo que me traería suerte.

—Es un collar muy guay. —Comprobé cuánto significaba para ella por el cuidado que ponía cuando tocaba cada uno de los objetos.

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