Hermosas criaturas (53 page)

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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Hermosas criaturas
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Ser novio de una
Caster
tiene sus ventajas.

Tres días y seguía la cuenta atrás. Pronto empezaron los aluviones de lodo y el terreno se desprendió sobre el polideportivo. Las animadoras no iban a poder animar al equipo y el comité de disciplina iba a tener que buscarse otro escenario para sus cazas de brujas. Lena siguió sin venir al instituto, pero permanecía en mi mente todo el día. Su voz era cada vez menos audible, hasta que llegó un momento en que apenas fui capaz de notarla, ahogada por el bullicio de otro día más en el Instituto Stonewall Jackson.

Me senté solo en el comedor, pero fui incapaz de probar bocado. Por primera vez desde que había conocido a Lena miré a cuantos compañeros tenía a mi alrededor y sentí una punzada de algo difícil de describir. ¿Qué era eso? ¿Celos? ¡Qué vidas tan sencillas y fáciles llevaban! Tenían problemas pequeños, propios de los mortales, como solían ser antes los míos. Por el rabillo del ojo pillé a Emily mirándome. Savannah llegó y se abalanzó sobre ella, provocando el gruñido de siempre. No, no eran celos. No cambiaría a Lena por nada de esto.

No concebía la posibilidad de volver a una
existencia tan insignificante
.

Dos días y seguía la cuenta atrás. Lena ni siquiera me hablaba.

Se había hundido la mitad del tejado de la sede de las Hijas de la Revolución Americana por efecto de los fuertes vientos. Los registros que la señora Lincoln y la señora Asher habían reunido durante años y años y los árboles genealógicos de familias cuyas raíces se remontaban al
Mayflower
y a la Guerra de la Independencia quedaron destrozados. Los patriotas del condado de Gatlin tendrían que demostrar de nuevo que su linaje era superior al de todos nosotros.

Conduje hacia Ravenwood de camino al instituto. Llamé a la puerta con todas mis fuerzas. Lena no salía de casa. Cuando finalmente me abrió la puerta, supe por qué.

La mansión había vuelto a cambiar y parecía una cárcel de máxima seguridad. Las ventanas estaban atrancadas y los muros eran de hormigón liso, salvo los del pasillo de entrada, acolchados y de color naranja. Lena llevaba un mono naranja con unos números: 1102, el día de su cumpleaños, y tenía las manos llenas de conjuros. A su manera, con el pelo negro alborotado, estaba guapa. Era capaz de tener buen aspecto incluso con ropa de presidiario.

—¿Qué pasa, L?

Siguió la dirección de mi mirada más allá de su hombro, hacia el interior de Ravenwood.

—¿Te refieres a esto? Oh, nada, es una broma.

—No sabía que tu tío fuera tan bromista.

—Y no lo es. —Dio un tirón a un hilo suelto de su manga—. Es cosa mía.

—¿Y desde cuándo controlas la mansión?

Se encogió de hombros.

—Me desperté ayer y la casa tenía este aspecto. Debe de haber sido cosa de mi mente. La casa sólo la escuchó, me imagino…

—Salgamos de aquí. Estar en la cárcel sólo va a ponerte más triste.

—Podría ser Ridley en un par de días. Es de lo más deprimente.

Lena meneó la cabeza con pesar y se sentó en el porche. Me acomodé a su lado. No me miró, en vez de eso mantuvo los ojos fijos en sus zapatillas de presidiaría, de lona blanca. Me pregunté cómo podía saber cómo era el calzado que se llevaba en la cárcel.

—Los cordones…. Eso es lo que llevas mal…

—¿Qué?

Le señalé las deportivas con la mano.

—En las cárceles de verdad les quitan los cordones a las zapatillas.

—Tienes que irte, Ethan. Esto se acabó. No puedo evitar que llegue mi cumpleaños ni se cumpla la maldición. Ya no puedo pretender ser una chica normal. No soy como Savannah Snow o Emily Asher. Soy una
Caster
.

Cogí un montoncito de piedras del primer peldaño del porche y lancé una lo más lejos posible.

No voy a decirte adiós, L. No puedo
.

Cogió una piedrecita de mi mano y la lanzó. Percibí el suave contacto de su calor cuando sus dedos rozaron los míos. Intenté memorizar la sensación.

No te queda otro remedio. Me habré ido y ni siquiera recordaré cuánto me importabas
.

Yo era tozudo. No podía escuchar eso. Lancé otra piedra; esta vez, impactó contra un árbol.

—Sólo estoy seguro de una cosa: nada va a cambiar lo que sentimos el uno por el otro.

—Ethan, es posible que yo ni siquiera sea capaz de sentir nada.

—Eso no me lo creo.

Arrojé el resto de piedrecillas sobre las hierbas del patio, más crecidas de la cuenta. No supe dónde cayeron, pues no hicieron ruido alguno, pero me mantuve mirando en esa dirección el mayor tiempo posible mientras tragaba saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.

Lena alargó una mano hacia mí, pero luego le entraron dudas y al final la retiró sin llegar a tocarme.

—No te enfades conmigo. Yo no pedí nada de esto.

—Tal vez —le solté con brusquedad—, pero ¿y si mañana es nuestro último día juntos? Podríamos pasarlo juntos, pero, en vez de eso, te quedas aquí, comiéndote el tarro como si ya te hubieran Llamado.

Lena se levantó.

—No lo entiendes.

Cerró de un portazo al regresar al interior, de vuelta a su casa, a su celda carcelaria o lo que fuera.

Yo no había tenido novia antes, así que no estaba preparado para lidiar con todo aquello. De hecho, tampoco sabía muy a las claras cómo llamarlo, y menos aún al tratarse de una novia
Caster
. Me rendí. Me levanté y fui al coche, no se me ocurrió nada mejor. Conduje hacia el instituto y llegué tarde, como siempre.

Veinticuatro horas y seguía la cuenta atrás. Un sistema de bajas presiones se había instalado sobre Gatlin. No era posible determinar si iba a nevar o granizar, pero el cielo tenía muy mal aspecto y podía suceder cualquier cosa.

Al mirar por la ventana en clase de historia vi pasar un cortejo fúnebre, salvo que aún no había tenido lugar ningún entierro. Se trataba del coche funerario de Macon, seguido de siete limusinas negras modelo Lincoln Town Car. Pasaron por delante del instituto al cruzar el pueblo de camino a la mansión Ravenwood.

Nadie prestaba atención al señor Lee. Estaba dando la tabarra con la inminente recreación de la batalla de Honey Hill, una de las menos conocidas de la Guerra de Secesión, pero de la que más se enorgullecían los ciudadanos del condado.

—En 1864, Sherman, comandante de las fuerzas de la Unión, ordenó a las tropas del general de brigada John Hatch cortar el ferrocarril que unía Charleston y Savannah para que las fuerzas confederadas no pudieran interponerse en su marcha hacia el mar, pero los unionistas se retrasaron debido a un «error de navegación».

Sonrió con orgullo mientras escribía en la pizarra: ERROR DE NAVEGACIÓN. Vale. Los de la Unión eran idiotas. Lo pillábamos. Ése era el quid de la batalla de Honey Hill y de la misma Guerra de Secesión, y eso nos lo habían enseñado desde la guardería, pasando por alto, eso sí, el hecho de que la Unión se había impuesto al final. En Gatlin, todas las conversaciones definían la derrota poco menos que como otra caballerosa concesión del siempre caballeroso sur. El sur había hecho lo más correcto y ético desde una perspectiva histórica o, al menos, eso sostenía el señor Lee.

Pero nadie miraba a la pizarra, todos observábamos a través de los cristales el cortejo fúnebre a su paso por la calle, detrás del campo de atletismo.

Ahora que Macon había salido del armario, por así decirlo, parecía disfrutar lo suyo montando un numerito, y para ser un tipo que sólo asomaba la nariz por la noche, se las arreglaba muy bien para llamar la atención.

Noté una patada en la espinilla. Link se echó hacia delante para evitar que el profesor le viera.

—¿Quién irá en todos esos coches?

—¿Tendría la bondad de explicarnos qué sucedió a continuación, señor Lincoln? Después de todo, su padre estará al frente de la caballería mañana.

El señor Lee nos miraba con los brazos cruzados.

Mi amigo fingió toser. El honor de encabezar la caballería durante la recreación había recaído en el padre de Link, intimidado por aquello; ocupaba ese lugar desde la muerte el año anterior de Big Earl Eaton, pues el único modo de ascender en rango en la recreación era por la muerte de alguien. Esto habría sido algo muy importante para la familia de Savannah, pero Link no le concedía demasiada importancia a todo eso de la recreación histórica.

—Veamos, señor Lee. Espere, lo tengo. Esto… ganamos la batalla y perdimos la guerra, o ¿fue al revés? Porque aquí a veces resulta difícil tenerlo claro.

El profesor ignoró el comentario de Link. Probablemente, él era de esos que durante todo el año hacía ondear la primera bandera confederada delante de su casa, bueno, de su casa prefabricada.

—Para cuando Hatch y los unionistas llegaron a Honey Hill, el coronel Colcock… —La clase se desternilló de risa mientras Lee nos fulminaba con la mirada—. Sí, el coronel se llamaba así, Colcock. Él, la brigada bajo su mando y la milicia dispusieron siete cañones de un lado a otro, formando una barrera infranqueable.

¿Cuántas veces íbamos a tener que oír lo de los siete cañones? Lo contaban poco menos como si fuera el milagro de la multiplicación de los panes y los peces.

Link se dio la vuelta para mirarme y señaló la calle principal con un movimiento de cabeza.

—¿Y bien?

—Es la familia de Lena, creo. Se supone que iban a venir para su cumpleaños.

—Ya. Algo de eso comentó Ridley.

—¿Seguís juntos? —pregunté, no sin cierto temor.

—Sí, colega. ¿Sabes guardar un secreto?

—¿No lo hago siempre?

Link se levantó la manga de su camiseta de los Ramones y me enseñó un tatuaje; parecía una versión manga de Ridley vestida como las niñas de un colegio católico: con falditas y calcetines hasta las rodillas.

Yo albergaba la esperanza de que la fascinación de mi amigo por Ridley hubiera disminuido un poco, pero en el fondo sabía que no era así. Link sólo podría pasar página con Ridley si ésta era legal y cortaba con él, y eso si antes no le obligaba a tirarse de cabeza por un acantilado. E incluso entonces tal vez no fuera capaz de olvidarla.

—Lo terminé durante las vacaciones de Navidad. ¿A que mola un huevo? Me lo dibujó Ridley. Esta chica es tremenda como artista.

Artista no sé, pero lo de tremenda me lo creía. ¿Y qué le decía yo? ¿Te has tatuado en el brazo una versión en plan tebeo de una
Caster
Oscura, que, por cierto, te tiene sorbido el seso con algún conjuro de amor y encima es tu novia? Pues no, así que respondí:

—Tu madre va a flipar en colores cuando lo vea.

—No va a verlo, lo tapa la manga y ahora tenemos una nueva regla de privacidad en casa: debe llamar a la puerta antes de entrar.

—¿Llamar antes de entrar de sopetón y hacer lo que le venga en gana?

—Sí, bueno, pero al menos llama primero.

—Por tu bien, eso espero.

—En cualquier caso, Ridley y yo tenemos una sorpresa para Lena, pero no le digas a Rid que te lo he contado, me mataría si se entera. Mañana vamos a darle una fiesta a Lena en el terreno que hay al lado de Ravenwood.

—Más vale que sea una broma.

—No, es una sorpresa.

De hecho, parecía entusiasmado, como si la fiesta fuera a celebrarse, Lena asistiera o se le pasara por la cabeza a Macon dejarle ir.

—Pero ¿en qué estáis pensando? Eso va a sentarle fatal a Lena. Ella y Ridley ni siquiera se hablan.

—Eso es cosa de Lena, tío. Debería olvidar las rencillas, son familia.

El influjo de Ridley le había convertido en un zombi, yo lo sabía, pero me seguía fastidiando mucho.

—No sabes de lo que hablas. Mantente al margen, confía en mí.

Abrió una barrita de Slim Jim y le pegó un mordisco.

—Lo que tú digas, tío. Nosotros vamos a intentar hacer algo chulo por Lena. No es como si hubiera mucha gente dispuesta a acudir a una fiesta suya.

—Razón de más para no hacerla. No va a acudir nadie.

Sonrió de oreja a oreja antes de meterse en la boca el resto del Slim Jim.

—No faltará nadie. Acudirán todos. O, al menos, eso es lo que dice Ridley.

¿Ridley? Entonces, por supuesto que sí, todo el pueblo la seguiría como si fuera el flautista de Hamelín en cuanto ella se pusiera a tocar, pero Link parecía no ver cuál era la situación.

—Mi banda, los Holy Rollers, va a tocar por primera vez.

—¿Los qué…?

—Mi nueva banda, ya sabes, la que monté en el campamento cristiano.

No había querido saber nada de lo que le había sucedido durante las vacaciones. Me bastó con verle regresar de una pieza.

Mientras escribía un enorme número ocho, el señor Lee golpeaba violentamente la pizarra con la tiza para darle énfasis a su frase:

—Al final, Hatch no logró sobrepasar a los confederados y se retiró con ochenta y nueve bajas y seiscientos veintinueve heridos. Los del sur ganaron la batalla y tan sólo hubo ocho muertos. Y ésa es la razón —continuó, dando golpecitos al número escrito en tiza— por la que todos vosotros vais a venir mañana conmigo a la recreación histórica de la batalla de Honey Hill.

Recreación. Historia viva. Eso era lo que la gente como el profesor Lee llamaba representaciones de la Guerra de Secesión. Y se lo tomaban muy a pecho. Todo, hasta el último detalle, se hacía exactamente igual, desde el uniforme y la munición hasta la posición de los soldados en el campo de batalla.

Link esbozó una ancha sonrisa, toda manchada por el Slim Jim.

—No se lo digas a Lena. Queremos darle una sorpresa… Nos gustaría que fuera nuestro regalo de cumpleaños, el de los dos.

Me limité a mirarle mientras le daba vueltas, por un lado, al talante taciturno de Lena y a ese mono naranja de presidiario, y por otro, a la banda de Link, que iba a ser un horror, eso fijo, una fiesta con los del instituto, Emily Asher, Savannah Snow, los Ángeles Guardianes, Ridley, todos en Ravenwood, y eso sin mencionar la sucesión de cañonazos procedentes de la recreación de la batalla. Y todo eso contemplado por Macon con desaprobación, y además estaba su madre intentando matarla, y el perro ese que permitía a Macon ver todo cuanto hacíamos.

Sonó el timbre.

Sorpresa, sorpresa, pues no, sorpresa no era la palabra adecuada para describir cómo iba a reaccionar, y quien iba a contárselo era yo.

—No se olviden de firmar cuando lleguen a la recreación o se quedarán sin nota. Y recuerden: manténganse detrás de las cuerdas, en la zona de seguridad. No les voy a poner un sobresaliente en la asignatura por llevarse un balazo —gritó el señor Lee mientras desfilábamos por la puerta.

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