Hermosas criaturas (13 page)

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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Hermosas criaturas
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Otro silencio. Intenté no pensar que aquel «nosotros» le había asustado en el caso de que me hubiera escuchado. Quizás era eso o cualquier otra cosa, el caso es que ella no quería que yo supiera nada, al menos si tenía relación con ella.

Ni lo intentes.

Le sonreí y sentí cómo se me cerraban los ojos; apenas podía mantenerlos abiertos.

Lo voy a intentar.

Apagué la luz.

Buenas noches, Lena.

Buenas noches, Ethan.

Esperaba que ella no fuera capaz de leer todos mis pensamientos.

Baloncesto. No cabía duda de que tendría que pasar más tiempo pensando en el deporte. Y mientras ocupaba mi mente en el cuaderno donde apuntábamos las jugadas, sentí cómo los ojos se me cerraban, y me hundía, perdiendo el control…

Me ahogaba.

Me estaba ahogando.

Luchaba a brazo partido en el agua verde mientras las olas rompían sobre mi cabeza. Mis pies buscaban el fango del fondo de un río, quizás el Santee, pero no había nada. Veía una especie de luz que rozaba la superficie de la corriente, pero no era capaz de llegar hasta arriba.

Seguía hundiéndome.

Es mi cumpleaños, Ethan. Esto ha empezado.

Alargué el brazo, pero aunque ella agarró mi mano y yo me retorcí para cogérsela, se alejó y fui incapaz de retenerla. Intenté gritar mientras veía cómo arrastraba su pálida mano hacia la oscuridad; sin embargo, tenía la boca llena de agua y no podía ni siquiera hablar. Me ahogaba y comencé a desvanecerme.

Intenté avisarte, ¡tienes que soltarme!

Me senté en la cama. Tenía la camiseta empapada, la almohada y el pelo mojados y toda mi habitación estaba húmeda y pegajosa. Supuse que me había dejado la ventana de la habitación abierta otra vez.

—¡Ethan Wate! ¿Me estás escuchando? Más te vale que hayas bajado esa escalera para ayer o no te pondré el desayuno durante toda la semana.

Me senté en la silla justo en el momento en que se deslizaron con suavidad tres huevos en mi plato, donde ya había unos bollos con crema.

—Buenos días, Amma.

Me dio la espalda sin dirigirme apenas la mirada.

—Ya te habrás dado cuenta de que no hay nada bueno en esto. No me toques las narices y no me digas que estaba lloviendo.

Todavía seguía enfadada conmigo, pero no estaba seguro de si era sólo porque me había escapado de clase o porque había vuelto a casa con el guardapelo. Probablemente ambas cosas. Sin embargo, no podía decirle nada, pues no solía meterme en problemas en el instituto. Para ella, ése era un escenario nuevo en el que desenvolverse.

—Amma, siento mucho haberme ido de clase el viernes. No volverá a ocurrir. Todo volverá a la normalidad.

Su rostro se dulcificó, pero sólo un poco, y se sentó frente a mí.

—No me lo creo. Todos elegimos en la vida y eso tiene consecuencias. Espero que las pagues todas juntas cuando vuelvas al instituto. A ver si me escuchas de una vez a partir de ahora. Y mantente lejos de esa Lena Duchannes y de esa casa.

No era propio de Amma ponerse del lado de lo que dijeran los demás en el pueblo, considerando además que solía ser generalmente el lado chungo de las cosas. Sabía que estaba preocupada porque no dejaba de remover el café y ya no quedaba ni rastro de leche. Amma siempre se preocupaba por mí y yo la adoraba por eso, pero algo había cambiado desde que le enseñé el guardapelo. Me levanté, rodeé la mesa y la abracé. Olía a mina de lápiz y a caramelos de canela Red Hots, como siempre.

Sacudió la cabeza, mascullando entre dientes:

—No quiero oír hablar más de ojos verdes y pelo negro. Se está preparando una nube bien mala hoy, ten cuidado.

Amma no sólo se estaba poniendo «oscura», sino negra como la tinta. Yo también sentía que se aproximaba una mala nube.

Link aparcó el Cacharro mientras retumbaban unas canciones horribles en su aparato de música, como era habitual. Lo apagó cuando me deslicé en mi asiento, lo cual siempre indicaba algo malo.

—Tenemos problemas.

—Ya lo sé.

—Hay una muchedumbre dispuesta a linchar a alguien en el Jackson.

—¿Qué has oído?

—Pues el asunto está en marcha desde el viernes por la noche. Escuché a mi madre mientras hablaba del tema e intenté llamarte. ¿Dónde te has metido?

—Estaba haciendo como que enterraba un guardapelo maldito en Greenbrier para que Amma me dejara volver a entrar en casa.

Link se echó a reír. Ya estaba acostumbrado a oír hablar de maldiciones, hechizos y mal de ojo cuando Amma salía en la conversación.

—Al menos no te ha obligado a llevar colgada del cuello una apestosa bolsita con esa mierda de cebolla. Era un asco.

—Era ajo. Y fue para el funeral de mi madre.

—Era un asco.

Lo mejor que tenía Link era que como habíamos sido amigos desde el día que me dio aquel Twinkie en el autobús no le daba mucha importancia a las cosas que hacía o decía. Pasara lo que pasara, siempre sabías quiénes eran tus amigos. Así era Gatlin. Casi todo había sucedido ya hacía por lo menos diez años. Y para nuestros padres había que remontarse a los veinte o treinta. En cuanto pueblo en sí mismo, parecía que no había ocurrido nada nuevo desde hacía por lo menos cien años. Al menos nada importante, claro.

Y yo tenía la sensación de que todo eso iba a cambiar.

Mi madre habría dicho que ya era hora. Si había algo que le gustaba a mi madre era que las cosas cambiaran, a diferencia de la madre de Link. La señora Lincoln siempre estaba dispuesta a montar en cólera, como si tuviera una misión y arrastraba a un montón de gente detrás, lo cual era una combinación peligrosa. Cuando estábamos en octavo grado, se cargó la televisión por cable porque pilló a Link viendo una película de Harry Potter, una peli contra la cual estaba en plena campaña para que se prohibiera en la biblioteca del condado de Gatlin, pues pensaba que promocionaba la brujería. Afortunadamente, Link se las apañó para ir a ver la MTV a escondidas a casa de Earl Petty o Quién mató a Lincoln jamás habría podido convertirse en la principal —y con principal me refiero a única— banda de rock del instituto Jackson.

Jamás había podido entender a la señora Lincoln. Cuando vivía mi madre, solía poner los ojos en blanco y decir: «Puede que Link sea tu mejor amigo, pero no esperes que me apunte a las Hijas de la Revolución Americana y me ponga trajes con cancán de aro para hacer teatrillos históricos». Y los dos nos partíamos de risa imaginándonos cómo ella, que recorría kilómetros de fangosos campos de batalla buscando viejos cartuchos de bala vacíos y se cortaba el pelo con las tijeras de podar, podría ser miembro de las Hijas de la Revolución Americana, organizando ventas benéficas de pasteles caseros y diciéndole a todo el mundo cómo tenían que decorar sus casas.

Era fácil imaginarse a la señora Lincoln en las Hijas de la Revolución Americana. Era la secretaria, la que llevaba todos los papeles, hasta yo lo sabía. Estaba en la junta directiva, igual que las madres de Savannah Snow y Emily Asher; mientras, mi madre se pasaba la mayor parte del tiempo enterrada en la biblioteca buscando microfichas.

Bueno, lo había pasado.

Link seguía hablando y pronto capté algo de interés que hizo que volviera a escucharle.

—Mi madre, la de Emily, la de Savannah… han tenido los teléfonos echando humo las últimas dos noches. Escuché a mi madre hablando de la ventana rota de la clase de inglés y de que la sobrina del Viejo Ravenwood tenía sangre en las manos. —Giró bruscamente al llegar a la esquina, sin dudar un segundo—. Y también de que tu novia acaba de salir de una institución mental de Virginia, que es huérfana y tiene algo así como bi-esquizo-manía.

—No es mi novia. Sólo somos amigos —respondí mecánicamente.

—Cierra el pico. Estás tan pillado que lo mismo voy y te compro unas riendas. —Pero esto lo decía de todas las chicas con las que yo hablaba, de las que hablaba e incluso de las que miraba en los pasillos del instituto.

—No lo es. No pasó nada, sólo salimos por ahí.

—Estás tan lleno de mierda que pareces un váter. Te gusta, Wate, admítelo. —Lo de Link no eran las sutilezas, eso estaba claro, y no creo que se imaginara a sí mismo saliendo con una chica por otras razones que no fueran que tocaba la guitarra o por las obvias.

—No he dicho que no me guste. Sólo que somos amigos. —Lo cual era estrictamente verdad y no lo que yo quería que fuese, pero ésa era otra cuestión. De todos modos, cometí el error de no sonreír ni un poquito.

Link pretendía que terminara vomitando y volvió a hacer otro brusco giro, evitando un camión por muy poco, pero la verdad era que sólo estaba dándome caña, porque a Link le importaba bien poco quién me gustara con tal de tener algo con lo que fastidiarme.

—Y bien, ¿es verdad?, ¿lo hizo?

—¿Que hizo qué?

—Ya sabes, ¿empezó a caerse todo y fue un desastre absoluto?

—Todo lo que pasó fue que se rompió una ventana. Vaya misterio.

—La señora Asher dice que la golpeó o que le tiró algo.

—Pues tiene gracia, sobre todo porque la última vez que miré, la señora Asher no estaba en clase.

—Ah, bueno, mi madre tampoco, pero me ha dicho que vendrá hoy al colegio.

—Qué bien. Guárdale un asiento en nuestra mesa de la cafetería.

—Tal vez ha hecho lo mismo en otros institutos y por eso la metieron en alguna institución. —Link hablaba en serio, lo cual significaba que había oído un montón de cosas desde que ocurrió el incidente de la ventana.

Durante un instante, recordé lo que Lena había dicho de su vida, que había sido complicada. Quizás ésta era una de esas complicaciones, o sólo una más de las veintiséis mil cosas de las que nunca hablaba. ¿Y si todas las Emily Asher del mundo llevaban razón? ¿Y si, después de todo, yo estaba equivocado?

—Ten cuidado, colega. A ver si va a resultar que tiene plaza fija en la casa de los chalados.

—Si te crees eso, es que eres idiota perdido.

Paró el coche en el aparcamiento del instituto sin decir una palabra más. Yo estaba cabreado, aunque me daba cuenta de que Link sólo se preocupaba por mí, pero no lo podía evitar. Ese día todo parecía diferente. Salí del coche y cerré de un portazo.

—Me tienes preocupado, tío, de verdad. Estás pasado de rosca.

—¿Qué pasa, que tú y yo tenemos un lío o qué? Quizá deberías pasar más tiempo preocupándote de por qué no tienes una chica con la que hablar, loca o cuerda.

Él salió también del coche y alzó la mirada hacia el edificio.

—De todas formas, más vale que le digas a tu
amiga
o lo que sea que se ande hoy con cuidado. Mira.

La señora Lincoln y la señora Asher estaban hablando con el director Harper en las escaleras de la entrada. Emily estaba acurrucada al lado de su madre intentando ofrecer un aspecto conmovedor. La señora Lincoln estaba sermoneando al director, que asentía como si estuviera memorizando cada una de sus palabras. El director Harper se encargaba de dirigir el instituto Jackson, pero sabía quién mandaba en el pueblo y por eso estaba escuchando a las dos mujeres.

Cuando la madre de Link terminó, Emily se enfrascó en una narración particularmente animada del incidente de la ventana rota. La señora Lincoln alargó el brazo y puso una mano sobre el hombro de la chica, como expresando su comprensión. El director se limitó a sacudir la cabeza.

Ya lo creo que iba a ser un mal día, pero que bien nublado.

Lena estaba sentada en el coche fúnebre, escribiendo en su desgastado cuaderno. El motor estaba puesto. Di un toque en la ventanilla y dio un respingo. Miró hacia atrás, hacia el instituto. También ella había visto a las madres.

Le hice señas para que me abriera la puerta, pero sacudió la cabeza negativamente. Di la vuelta hasta el asiento del copiloto, pero tenía la puerta cerrada, aunque no se iba a deshacer de mí con tanta facilidad. Me senté en el capó del coche y dejé la mochila en el suelo. No iba a ir a ninguna parte.

¿Qué estás haciendo?

Esperar.

Pues vas a esperar un montón.

Tengo tiempo de sobra.

Ella se me quedó mirando a través del parabrisas y escuché cómo se abrían los seguros de las puertas.

—¿Es que nadie te ha dicho que estás loco? —Anduvo hacia donde yo estaba sentado, con los brazos cruzados, como Amma cuando me iba a liar una buena.

—Pues según he oído, no tanto como tú.

Llevaba el pelo recogido en una coleta sujeto con un sedoso pañuelo negro salpicado con alegres florecitas de cerezo de color rosa. Me la podía imaginar mirándose al espejo, sintiéndose como si fuera a su propio funeral, y anudándolo para animarse un poco. Sobre la camiseta le colgaba una gran cruz de no sé qué tipo y llevaba también un vestido sobre los vaqueros y las Converse negras. Frunció el ceño y dirigió la mirada hacia el instituto. Probablemente las madres ya estaban sentadas en la oficina del director en aquellos momentos.

—¿Puedes oírlas?

Ella sacudió la cabeza.

—No puedo leer los pensamientos de la gente, Ethan.

—Los míos sí que puedes.

—No del todo.

—¿Qué pasó anoche?

—Ya te lo dije, no sé por qué está pasando esto. Simplemente, parece que… conectamos. —Le costó pronunciar la palabra, ahora por la mañana, y evitó mi mirada—. Nunca me ha pasado esto con nadie antes.

Quería decirle que sabía cómo se sentía. Quería decirle que cuando estábamos juntos mentalmente, incluso aunque nuestros cuerpos estuvieran a millones de kilómetros, la sentía más cerca de lo que jamás había sentido a nadie.

Pero no pude. Ni siquiera podía pensarlo. Repasé el cuaderno de las jugadas de baloncesto, el menú de la cafetería, el pasillo del color de la sopa de guisantes por el que iba a caminar después. Cualquier cosa. En vez de eso, al final incliné la cabeza hacia un lado.

—Ah, sí, claro, las chicas me dicen eso continuamente. —Qué idiota. Cuanto más nervioso me ponía, peores me salían los chistes.

Ella sonrió, una temblorosa sonrisa torcida.

—No intentes animarme. No te va a funcionar. —Aunque sí había funcionado.

Volví a mirar hacia las escaleras de la entrada.

—Si quieres saber lo que le están diciendo, puedo contártelo yo.

Me miró con escepticismo.

—¿Cómo?

—Esto es Gatlin. Aquí no hay nada parecido a un secreto.

—¿Y eso es malo? —Apartó la mirada—. ¿Creen que estoy loca?

—Yo diría que bastante.

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